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El sonido aumentó, el cuerpo descendió y cuando estuvo lo suficientemente abajo, un crujir estalló hileras de sangre. Y el cuerpo, ese cuerpo se sacudió y de su máscara emanaron burbujas. Esas manos que habían estado tiesas todo ese tiempo, se abrieron, se movieron. Eso hizo que un chillido se ahogara en la parte superior de mi garganta, y me cubriera la boca, horrorizada.
Estaba vivo.
Apreté los dientes cuando las aspas halaron más el cuerpo y la sangré brotó coloreando el agua con intensidad. Congelada, miré como un bulto de piel y huesos despedazados se elevaron poco después. No pude seguir viendo y me sostuve el estómago. El sonido dejó de fluir, pero no lo hicieron los escalofríos estremeciéndome de horror.
Tenía los pensamientos nublados, no sabía que pensar, pero revisé nuevamente las computadoras. Una tercera, estaba en ceros. Poco faltaba para que la cuarta también lo hiciera.
Ellos estaban vivos, y eran triturados vivos. Eran personas, humanos. Humanos como yo. Tenían conciencia.
Tuve ese inquietante d***o de sacarlos a todos. No sabía cómo lo haría, pero ahí estaba, tocando la cuarta incubadora con mi puño. Esperaba que el cuerpo con el aspecto de un niño reaccionara a mi sonido, así que golpeé el cristal por al menos un minuto, reparando en su rostro pequeño y arrugado.
— ¡Ey! —grité, sabiendo que al igual que el Noveno, podía escucharme—. ¡Muévete!
Estaba vivo también, ¿no? Solo esperaba que sí. Tenía la esperanza, y si estaba vivo, lo sacaría de ahí. No podía dejarlo morir. No así. No sabiendo que no era la única persona atrapada en el laboratorio.
Unos golpes a parte de los míos, se oyeron en las últimas peceras, pero los ignoré. No iba a perder el tiempo gritando, así que me lancé por el extintor. Esa clase de adrenalina combinado con el miedo de perder algo, llenó mi cuerpo de desesperación. Golpeé el cristal y tan solo lo hice, el sonido botó, vibró. Pero el cristal no fue afectado.
Volví a golpear, una tras otra vez. Era el mismo material que las ventanillas de las puertas. Imposible de romperlas. Corrí de inmediato a la incubadora número nueve. Aquel rostro escamoso me siguió desde su lugar hasta que me acerqué lo suficiente.
— ¿Sabes cómo pararlo? —quise saber, exhalando la pregunta. Una parte de mi razón me dijo que sería imposible, cuando estuvo por un largo silencio observándome. Pero entonces, volvió a señalar la máquina—. ¿Con la maquina impido que mueran?
Tardó en asentir esta vez, pero lo hizo. Fui a la máquina, rodeando un par de incubadoras, y analicé los botones.
¿Sería la palanca la que pararía las cuentas regresivas? Tal vez.
Los demás botones eran repetitivos y los dibujos en ellos me daban una muy mala espina. O lo pensé más y tomé la palanca con desesperación. Halé de ella hacía abajo, sintiendo un tirón en mi brazo izquierdo...
—Sistema de eliminación ExRo activado.
Mi rostro, envuelto en perturbación salió disparado al techo de donde aquella voz computarizada se había escuchado. Dos grandes bocinas redondeadas se colocaban en los extremos del techo. Quedé en trance, tanto por la voz como por el nuevo sonido integrándose en las incubadoras. Esa inquietante actividad me envió a revisar la incubadora más cercana a mí.
Y dejé de respirar.
El abanico de aspas estaba encendiéndose. Era igual en todas, hasta las aspas en la incubadora Nueve rojo. Cuando vi las computadoras, los dígitos, con una velocidad más voraz, retrocedían. Las horas se volvieron minutos y los minutos segundos. Y cada vez eran más los ceros.
Y lo supe.
Aceleré sus muertes.