Gabriella Luke todavía no tenía fiebre, gracias a Dios. Le tomé la temperatura, luego lo ayudé a quitarse la ropa del colegio y a ponerse el pijama. Volví a revisarlo cuando se metió en la cama, solo para estar segura. Lo arropé hasta la barbilla y le llené la carita de besos hasta que soltó una risita débil. Eso era todo lo que necesitaba. Necesitaba que se viera más como él mismo. Sentía que todo estaba saliendo mal en este momento, y me estaba afectando. El trabajo era un reto —lo había sido desde el primer día—. Estaba agradecida por mi empleo, pero algunas tardes llegaba a casa con la cabeza como una esponja vieja. Solo necesitaba que terminara este mes para cobrar y que el trabajo se calmara un poco. —¿Cómo te sientes, cariño? —le pregunté a Luke—. ¿Todavía te duele la pancita?

