Aún recibiendo mensajes en sueños, y señales del entorno, para Clara nunca fueron suficientes.
Las hojas de aquellos árboles secos, entraban de manera inexplicable a la sala de su casa, y, cuando se proponía barrerlos, las hojas salían al patio de afuera. Como si una fuerza misteriosa las moviera.
En otra ocasión, cuando se propuso limpiar el cuarto de su hijo, encontró una carta que decía: VOLVERÉ. Su madre sabía que su hijo seguía vivo.
Su padre, por otro lado, aún con todas las pistas encontradas por los investigadores de la desaparición de su hijo, nunca llegó a la playa donde desapareció Ricard, ni a la isla misteriosa. Su consuelo -durante este período- fue pasar largas horas de caminata contemplando el mar. Este espectáculo parecía traspasar sus emociones. Al igual que su hijo, sentía que el mar lo purificaba. Incontables veces, intimidado por las mareas, le reclamaba al mar que le devolviera a su hijo.
El mar se mostraba tan omnipotente y majestuoso, que creía que, si se había tragado y ahogado a su hijo, lo respetaría. Reclamarle era como odiar a los agujeros negros¹ por devorar estrellas, o pedirle al sol su derecho de brillar.
Se metió al mar.
—¡Llévame a mí y devuélveme a mi hijo!—gritaba desconsoladamente—¡Dios!—decía lleno de desesperación. Empezó a llorar. Las olas enormes lo arrastraron más hacia el fondo. El mar parecía una bestia indomable buscado a quien devorar². Cuando el mar parecía querer tragárselo, una ola lo devolvió hacia la dirección de la orilla. Agustín fue llevado por las aguas del mar a un canal que se conectaba con un estero. Aquí, la cualidad de las aguas cambiaron. Eran una mezcla de agua dulce y salada. En dicho manglar, se unían, el agua del mar junto con el agua de un río.
Por la b********d del suceso, se desmayó. Un hombre vio como era arrastrado por el agua, y llamó a un rescatista, que lo sacó inmediatamente del estero.
Después de este incidente, Clara lo obligó a quedarse en casa y trabajar de manera virtual.
—¡Eres un maldito egoísta! ¿y yo? inconsciente, piensa— le dijo. Pensaba que su esposo había intentado suicidarse.
Las palabras de Clara eran tan iracundas, que Agustín le dijo que preferiría haberse ahogado antes que escucharla gritar. En ese momento, la madre de Ricard abofeteó fuertemente su rostro, dejándole una marca.
Agustín solo se quedó en silencio. La pérdida de su hijo lo dejaron sin alma.
Durante esta difícil prueba, ambos se
volvieron más cercanos. Durante el tiempo libre -cuando no estaban trabajando, haciendo los quehaceres del hogar, o buscando a su hijo- buscaban consuelo emocional entre ambos.
En otra ocasión, un viento, con el sonido del mar, volvía a meter las hojas -de los árboles secos- a su casa. Clara juraba que el sonido provenía del mar. Otras veces, era despertada por un canto de ballena desconocido, o soñaba encontrarse en un medio acuático.
Aunque Agustín tuviera la magia delante de sus narices³, no creía en nada relacionado con el mundo del más allá.
—Oye, Agustín el incrédulo, tu solo
crees si ves⁴. Estoy segura que tu nombre no corresponde con tu manera de ser.
— ¿Por qué dices eso?—Preguntó admirado su esposo.
—Pues, el Agustín histórico⁵, fue un gran doctor de la iglesia, y para nada alguien escéptico como tú.
— Mi amor, deseo creerte, pero mi duda
supera mi fé.
Clara escuchó estas palabras admirada, pues él rara vez se refería a su esposa como "mi amor". Ella le dijo:
—Es verdad, siempre soy muy exigente contigo. Te pido comprensión y apoyo, pero ¿cuándo me he puesto en tus zapatos? lo lamento. La pérdida de nuestro hijo también pesa sobre ti.
Inclinó el rostro de Agustín a su pecho, y luego levantó su rostro y besó su frente. Notó a su esposo indefenso. Su mirada de cazador, su dominancia, se habían esfumado.
Al abrazarlo, bajaba la cabeza como no
soportando la agonía. Lloraba como un niño, se encogía y temblaba.
—¿Qué te pasa, mi amor? ¿Qué tienes? Dime—decía Clara, muy admirada, ya que nunca había visto actuar de esa manera a su esposo. Fue como si desde el inicio del duelo hubiera contenido las lágrimas. Al abrazarla, empezó a rasgar su blusa. De manera súbita, estaban cerca de hacer el amor. Agustín no había besado así a Clara ni cuando eran novios.
Al ver las hojas entrar, pues estaban en la cocina, cerca de la sala, que era por donde entraban, Clara lo detuvo rotundamente. Por su comportamiento, veía a su esposo como a un niño, antes que como a un hombre. Además, las hojas le recordaron a su hijo, y sólo se sintió peor.
Clara entró a su habitación y se encerró. Al notar esto, Agustín no le dijo nada, no se movió de la sala y se quedó dormido.
Clara, hablando sola y encerrada, decía:
— ¿Qué tengo Padre? Dímelo. Desde niña siento que me llaman las sombras. Siento que le debo algo a las fuerzas de oscuridad. Y ahora, con la pérdida de mi hijo, siento que realmente tengo algo malo Padre, algo maldito⁶.
Mientras tanto, la vida de Beatriz se desenvolvía con normalidad.
Empezaba a volver a recuperar su vida. Durante un tiempo -por su tendencia al aislamiento- sus amigos la habían excluido de algunas actividades, aunque nunca le afectó demasiado.
Beatriz era amiga cercana de un compañero del curso de Ricard, se llamaba Adrián.
Ella lo había oído hablar de Teresa, una chica de su curso. Adrián le había dicho:
—Teresa es una de las personas con la mente más preparada que yo conozco en estos temas—le dijo, cuando Beatriz le había preguntado acerca de los fenómenos paranormales.
Teresa estaba en la biblioteca, Adrián se la presentó.
—¡Oh! ¿eres Teresa? Mucho gusto— dijo Beatriz y se estrecharon la mano.
—Así es—contestó Teresa algo sorprendida.
—Puedes hacerle tus preguntas. Teresa es la chica de la que te hablé— dijo Adrián. En ese momento, lo llamaron, se despidió y se fué.
Por su rostro y modales, Beatriz creyó que Teresa era una santa. Había estudiado en un colegio para monjas anteriormente, pero, no sólo era así por la instrucción recibida, desde pequeña tuvo esa natural inclinación hacia la pureza.
En cambio Teresa, al ver a Beatriz por primera vez, quedó deslumbrada. Ella tenía la apariencia física de una adolescente casi perfecta, tenía un cuerpo muy proporcionado. La notó muy apacible.
—¿Por qué vienes a mí?— preguntó Teresa.
—Es un tema relacionado con Ricard—dijo Beatriz.
— Guarda silencio— dijo Teresa, porque para ella era un asunto delicado. Como estaban en una biblioteca, no tardaron en recibir reclamos por parte de los lectores.
—Ya me acordė. No sabía que eras esa Beatriz, la chica que molestaban con Ricard— dijo con una voz baja y sutil.
—Lo siento, en serio. Ricard era mi amigo. Lo echo de menos—dijo Teresa, como haciendo memoria.
—¿Tú lo conociste? ¿Cómo era?—Preguntó Beatriz, sin recordar el motivo por el cual buscó a Teresa. Solo se dejó llevar por la conversación.
—Hablemos en otra parte ¿Quieres?—Sugirió Teresa.
—Sí—asintió Beatriz.
Salieron de la biblioteca. Ambas tenían una estatura similar. Cuando los demás estudiantes las veían, creían, o que eran muy amigas, o que eran hermanas, debido la cercanía con la que hablaban, o por lo parecidas que eran.
Hasta que finalmente llegaron a un lugar apartado de los «edificios de estudio», a las afueras del colegio. Estaba todo cercado por enormes murallas de piedra. Aquí se abrieron más fácilmente a la conversación.