Lía
"El error de la calma."
El rugido de la moto me envolvía, pero lo que realmente me sacudía era él. Tenía los cascos puestos, los ojos cerrados un instante, y me odié por haber cometido el mismo error que había jurado no repetir: dejarme arrastrar por alguien de su mundo. Me subí a su moto sin pensarlo, como quien firma un pacto que no entiende, y en cuanto apoyé la frente en su espalda lo supe: era un acto impulsivo que iba a traer consecuencias.
Su perfume, áspero y penetrante, se mezclaba con el olor a gasolina. No me gustaba, pero lo reconocía como suyo. La chaqueta de cuero marcaba los músculos de sus hombros, firmes, sólidos, recordándome que no estaba en manos de un hombre común.
Cuando tomamos la primera curva me aferré a él con más fuerza, como si mi vida dependiera de ese agarre… y en cierta manera dependía.
Idiota, me repetí. Y sin embargo, sentirlo tan cerca me dio una calma que no reconocía desde mucho antes de Manuel. Una paz tan inesperada que dolía aceptarla.
Cerré los ojos, aferrándome aún más, con la certeza de que el verdadero peligro no estaba en la calle ni en Nico.
El verdadero peligro era lo que él había despertado en mí.
Gael
"Locura compartida."
La carretera se fue quedando atrás y la ciudad se encogió hasta convertirse en un hilo de luces lejanas. Paré la moto en un mirador donde solo nos alcanzaban el viento y las estrellas; la noche tenía esa claridad sucia que te hace ver las cosas con más honestidad. Apagué el motor y, por un segundo, el silencio me pegó como un puño.
Me quité el casco. El pelo le brilló un instante con la luz de los faros. No pude evitar mirar sus labios antes de mirar sus ojos. Hice un esfuerzo por no sonar más roto del deber, pero la verdad se me escapó en la primera frase.
—Estás loca. Literalmente, estás loca. ¿Cómo se te ocurre hacer lo que acabas de hacer? —dije, y mi voz se rompió entre la rabia y el miedo—. Te pusiste en peligro sin darte cuenta. Te pedí hace menos de veinticuatro horas que te fueras. Y no solo no te fuiste: te subiste a mi moto. Eso a una persona como Nico no se le olvida.
Callé. La brisa nos movía a los dos, y por primera vez no supe si imponía o confesaba. No podía fingir que no estaba vulnerable. No podía fingir que no quería protegerla.
—Y lo peor —continué, más bajo—, es que no dejo de pensar en cómo protegerte.
Ella me miró con esa claridad dura que siempre me desenmascaraba. No vi miedo. Vi algo más peligroso: decisión.
—¿Protegerme? —repitió con calma—. Tú piensas que necesito un salvador, Gael. No estoy pidiendo que me rescates.
Me acerqué un paso, intentando recuperar la autoridad. Necesitaba marcar la fuerza aunque mi voz temblara.
—No es eso. —la advertencia volvió a ser filo—. Si Nico se toma esto a mal, no habrá vuelta atrás. No quiero que te pase nada.
Lía respiró lento, como midiendo cada palabra antes de soltarla. Al pronunciarla, supe que no decía solo que no tenía miedo; lo decía por experiencia.
—Los he olfateado a kilómetros, Gael. Sé cómo huelen los tipos que traen problemas. No me das miedo porque ya he estado dentro de ese mundo y sobreviví. No huyó, no me escondí, y no pienso hacerlo ahora.
La voz le salía sin estruendo, con la certeza de alguien que ya perdió y aprendió. Me clavó la mirada, casi dulce, y entonces añadió, con un hilo de provocación:
— Si esta situación ocurriera de nuevo, lo haría sin pensar otra vez.
Aquellas palabras me desarmaron y me encendieron a la vez. Sentí que las estrellas se movían un poco más cerca, que todo aquello era absurdo y perfecto: peligrosa y perfecta.
No supe si debía enfadarme por la temeridad o agradecer la confianza. Me limité a pasar el brazo por su cintura, firme y protector, sin dejar de mirarla.
—Entonces no me apartes de tu vida —susurré—. Si vas a arriesgarte, no voy a permitir que lo hagas sola.
Ella cerró los ojos un instante, apoyando la frente un segundo en mi hombro, y esa cercanía dijo más que mil planes o promesas. La paz que me dio era un arma, y yo ya sabía que portarla me volvería un enemigo de muchos.
Lía
"La sombra en mi ventana."
El rugido de la moto se apagó frente a mi edificio y, por un momento, el silencio me pareció más hostil que la ciudad entera. Me bajé primero, con las piernas todavía temblando por la tensión del camino. Gael se quedó ahí, mirándome como si quisiera grabar cada gesto.
—Guarda mi número —ordenó, extendiéndome su móvil.
Lo miré, arqueando una ceja.
—¿Para qué?
—Por si pasa algo. Quiero estar conectado contigo.
Resoplé, molesta.
—Vale. Pero que te quede claro: no soy de esas tías que van pidiendo ayuda. Si lo hago es solo para que me dejes en paz.
Me arrebató el teléfono de las manos, anotó, y me lo devolvió sin añadir nada. Por un segundo pensé que iba a besarme; el modo en que sus ojos bajaron a mis labios me lo gritó. Pero se contuvo. Ajustó el casco, encendió la moto y se fue.
Entré rápido al portal, cerré la puerta con llave y, a regañadientes, guardé su contacto. Le escribí un mensaje seco:
Ya estoy dentro. Todo bien.
Fui hasta la ventana, aparté la cortina apenas un dedo… y ahí estaba.
Una silueta apoyada contra la farola, el humo de un cigarro recortando su perfil. No hacía falta verlo del todo para saber quién era. Nico.
El corazón me golpeó en el pecho. Cerré de golpe la cortina y apoyé la frente en el cristal frío.
No se lo dije a Gael. No podía. No quería cargarlo más. Bastante me pesaba a mí.
Pero en el fondo, lo sabía: por primera vez en mucho tiempo, alguien más —aparte de Julia, Héctor y Óscar— se preocupaba por mí. Y esa certeza me dio algo parecido a seguridad.
Y al mismo tiempo… un miedo atroz. Porque ese alguien pertenecía justo al mundo del que juré no volver a formar parte.
Gael
"La pelirroja."
El taller olía a aceite y metal recién pulido. Había pasado horas cerrando encargos, ajustando tornillos, archivando piezas. Era la rutina antes de desaparecer: dejar todo listo, limpio, como si nunca hubiéramos estado. Ser sombras.
Estaba guardando las últimas herramientas cuando escuché un aplauso lento, cargado de ironía.
—Felicitaciones —dijo Nico desde la puerta—. Has conseguido a la chica.
No levanté la vista. Me limité a apretar la mandíbula y seguir guardando.
—No sé de qué hablas.
Él rió bajo, con esa sonrisa de medio lado que siempre me sacaba lo peor.
—Tú sabes perfectamente de qué hablo. Has ganado a la chica… y con él, un enemigo.
Me giré, lo enfrenté sin apartar las manos del trapo engrasado.
—Déjate de tonterías, Nico. Sabes lo que tu tío pidió. Teníamos que abrir, armar el taller, mover piezas, terminar los encargos y recoger. Eso hemos hecho. Punto.
Nico dio un paso más, ladeando la cabeza.
—¿Y piensas llevarte a la chica contigo? ¿O prefieres quedártelo aquí?
Mi sangre se tensó, pero no le di el gusto de reaccionar.
—La chica no está en los planes de tu tío —contesté despacio, cada palabra un golpe—. Y tú lo sabes.
Vi cómo esa frase le golpeó más fuerte que cualquier amenaza. Porque ahí estaba la verdad: el tío hablaba conmigo, no con él. Confiaba en mí, no en él.
Nico sonrió, pero sus ojos se llenaron de veneno.
—Disfrútalo, Gael. Disfruta la confianza… y a la chica. Porque lo que el viejo te da, yo puedo quitártelo.
Dejó el eco de sus pasos perdiéndose en la calle, y me quedé solo, con la certeza de que no era la primera vez que lo enfrentaba… pero sí la primera en la que él ya sabía dónde atacar.