Capítulo 11

1620 Words
Gael "Advertencias veladas." Había pasado la última hora revisando papeles. No me gustaba ese lado del negocio, pero era necesario. Anselmo quería que todo quedara en orden antes de mover el taller a otra zona de la ciudad. Menos exposición, más control. Guardé los documentos en una carpeta y marqué el número de siempre. —Todo listo, tío —dije cuando contestó—. En dos semanas podemos cerrar aquí y abrir en el nuevo sitio. —Bien, Gael. Sabía que podía confiar en ti. No olvides que Nico debe aprender, aunque te cueste paciencia. —La paciencia tiene un límite. Colgué antes de dejar que la conversación siguiera por un camino peligroso. La puerta del taller se abrió de golpe. Nico, como un huracán. —¿Otra vez con el viejo? —rió, con desprecio—. No me digas que ahora eres el niño aplicado. No respondí. Cerré la carpeta y la guardé en el cajón bajo llave. Él se acercó, con esa sonrisa cargada de veneno. —Tanto papeleo… ¿y mientras tanto quién se queda con la pelirroja? Lo miré fijo. —El que tenga las manos limpias. Y tú no las tienes. El silencio se volvió pesado. Nico chasqueó la lengua y salió, dejando la puerta abierta de par en par. Me quedé ahí, solo, con los papeles aún calientes bajo mi mano. El negocio podía mudarse de sitio. Pero el verdadero problema ya había echado raíces. Lía "El rumor en la barra." El murmullo del bar era el de siempre: vasos chocando, clientes hablando más alto de lo que debían, Julia correteando con una bandeja en la mano. —Me contaron que ayer hubo bronca entre el de la moto y su amigo —me soltó de repente, con esa chispa de curiosidad que aún no sabía disimular. Levanté la vista de los vasos, arqueando una ceja. —¿Y? ¿Cuándo no hay broncas en un bar, Julia? Con dos copas de más cualquiera busca pelea. Ella se encogió de hombros, pero antes de que pudiera decir algo más, escuché la voz grave de Héctor desde el fondo de la barra. —No te equivoques. No fue una bronca cualquiera. Lo miré. Estaba apoyado en la pared, brazos cruzados, ojos fijos en mí. —Ese tipo no viene a beber. Nunca vienen solos. Y cuando traen problemas, no son de los que se olvidan al día siguiente. Me mordí la lengua. No necesitaba que me lo dijera. Lo sabía. Desde la primera vez que se cruzaron nuestras miradas, supe que no había entrado solo por un whisky. Seguí secando copas como si nada. —Pues que traiga sus problemas. No es la primera vez que veo entrar lobos a este bar —contesté con frialdad. Héctor negó despacio, con esa calma que a veces era más inquietante que un grito. —No lo entiendes, Lía. Esta vez el problema tiene nombre. Me tembló un segundo la mano sobre el vaso. Lo escondí en una sonrisa seca. Porque sabía que tenía razón. El problema era yo. Gael "El filo de las palabras." El callejón olía a lluvia vieja y aceite. Me apoyé en la pared, la moto a un lado, la luz del farol haciendo franjas sobre el suelo húmedo. La noche tenía esa calma engañosa que trae problemas cuando menos te los esperas. El motor de un coche se apagó en la esquina y las botas de Nico rompieron el silencio con su paso acelerado. Venía con el aire de quien necesita demostrar algo a todo el mundo. —Qué puntual —dije, sin mirar todavía. —¿Y qué? —respondió él, con la sonrisa habitual—. Pareces muy ocupado en tus papeles de señorito. Guardé la calma como siempre; los que gritan primero pierden la ventaja. Lo miré, midiendo la escena. —Trabajo —contesté corto—. Y tú, ¿vienes a quemar rueda o a algo útil? Se rió, buscando molestar. —Útil. Ya dijeron por ahí que eres buen salvavidas para… ciertas causas. No me asusta la competencia. Dejó la palabra colgando, esperando que la sangre subiera a mi cara. No se dio cuenta de que la lealtad no se demuestra a gritos; se demuestra en las cosas que uno acepta hacer y en las que rehúsa. —La competencia se mide en manos limpias —dije despacio—. En decisiones que no se pagan con orgullo. Se acercó un paso. Sus ojos pedían pelea; sus gestos, protagonismo. —¿Quieres que te recuerde cómo se hace? —tosió, como quien invita a una pelea. No contesté con golpe. Contesté con posición. Cogí del bolsillo la carpeta que había cerrado hacía un rato y la abrí lo justo para que viera los papeles: facturas, direcciones, horarios de trabajo. Documentos que significaban mover cosas, hacer desaparecer ruido, cambiar rutina. —Mira —le señalé—. Tenemos un traslado en dos semanas. Necesitamos alguien que se encargue del punto de carga y de supervisar el personal. Es trabajo de campo, atención y cabeza fría. No es para hacerse el héroe delante de una barra. Sus ojos se clavaron en los papeles como si leyera otra cosa. Quería interpretar esa oferta; yo la colocaba como prueba, no como premio. —¿Y qué tiene eso de especial? —dijo, cortando la mirada—. ¿Vas a darme tareas del hogar, Gael? ¿Me mandas a pesar cajas mientras tú te quedas con lo bonito? Sonreí sin afectación. —Tiene todo de especial si no te gusta estar a la vista. Si necesitas demostrar que eres más que gestos, toma esto. Aprende a mover piezas sin hacer ruido. Si lo haces bien, tendrás crédito. Si lo haces mal, te quedas sin excusas delante de quien manda. Nico tragó saliva. No era exactamente lo que esperaba: no le había dado la pelea ni el insulto; le había dado responsabilidad. Y la responsabilidad puede devorarte si no estás preparado. —¿Me estás mandando lejos? —preguntó con un hilo de rabia. —Te mando donde te toque demostrar que no eres sólo ruido —respondí—. Y te aviso: este trabajo no perdona soberbia. Y no me hagas perder el tiempo, Nicolas. Ni a ti ni a mí. El muchacho apretó los labios, la soberbia respiró un instante, luego se contuvo. Se dio la vuelta con pasos tensos y dijo, agitando la mano: —Ya veremos, Gael. No creas que me acobardo. Se marchó, pero no con la sonrisa de antes. Tenía una cosa peor que la rabia: la frustración de quien esperaba aplausos y recibe una prueba. Yo miré la carpeta, la cerré y la volví a guardar; mi gesto era simple: había movido una pieza en el tablero. Me quedé allí, con el humo en los pulmones. No había gritos, ni amenazas en voz alta. Sólo un cambio de reglas. Y esas ofendían más a un orgullo inmaduro que cualquier bofetada. Lía "Las sombras detrás de mí." La calle estaba húmeda, como si la lluvia de la tarde aún quisiera quedarse pegada al suelo. Caminaba rápido, las llaves en el bolsillo y la mochila colgada al hombro. No era la primera vez que volvía sola después de un turno, pero esta vez el silencio pesaba más que de costumbre. Las palabras de Héctor seguían rebotando en mi cabeza: —Esos dos no traen nada bueno. Los que entran con aires de dueños nunca vienen solos. Me lo dijo sin rodeos, con ese tono seco que usa cuando quiere que lo entienda sin discusión. Julia lo había repetido después, casi divertida, como si fuera parte de la novela que ella misma se inventaba en su cabeza. Pero yo no podía reírme. No cuando sabía que Héctor tenía razón. Doblé la esquina y el aire me dio un golpe frío en la cara. Sentí un cosquilleo en la nuca, como si alguien me observara. Miré por encima del hombro: nada. Solo la farola parpadeando y una bolsa de plástico arrastrada por el viento. Aceleré el paso. Pensé en Manuel. En la primera vez que noté ese mismo cosquilleo y decidí ignorarlo. En lo que me costó no haber huido a tiempo. ¿Otra vez? Me detuve frente a mi portal y el corazón me golpeaba tan fuerte que juraría que cualquiera podría escucharlo. Tenía las llaves en la mano, pero tardé un segundo de más en meterlas en la cerradura. Ese segundo bastó para imaginarlo todo: Gael siguiéndome desde las sombras, o peor, Nico esperando su momento. Tragué saliva y cerré de golpe la puerta tras de mí. El pasillo me recibió con olor a humedad y silencio. Subí las escaleras con el pulso descontrolado. En casa me apoyé contra la puerta cerrada, respirando hondo. La servilleta seguía en el cajón de la mesilla, como una burla. “Podría irme”, pensé. Podría largarme de este barrio como ya lo hice una vez. Cambiar el color de mi pelo, desaparecer en otra ciudad, volver a empezar. Pero el recuerdo de las alianzas de mis padres empeñadas, de todo lo que pagué para limpiar la mierda que Manuel dejó atrás, me golpeó como una bofetada. No. Ya no. Si volvía a huir, sería como admitir que todos esos fantasmas todavía me tenían agarrada del cuello. Y aun así, mientras cerraba las cortinas y me tumbaba en la cama, una pregunta se quedó conmigo, más fuerte que el ruido de la calle: ¿De verdad estoy preparada para que dos hombres como ellos se crucen en mi vida otra vez? La respuesta no llegó. Solo el silencio. Y el eco de mis pasos que aún me parecía escuchar detrás.
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