Lía
“Ojos entre sombras.”
El sonido de mis pasos sobre el asfalto mojado era lo único que rompía el silencio.
No había viento, ni autos, ni voces, solo el eco de mis botas regresando conmigo.
Era tarde, pero no lo suficiente como para sentir miedo.
O al menos eso me repetía.
Me ajusté la chaqueta y crucé la calle. La farola del final parpadeaba, igual que la noche anterior.
Una coincidencia, pensé. Pero algo en mi cuerpo no lo creyó.
El instinto no avisa con palabras. Te eriza la piel, te hace mirar hacia atrás sin razón aparente.
Y eso fue lo que hice: giré.
Nada.
Solo sombras, el brillo húmedo del suelo, un mechero tirado en la acera.
Me agaché a recogerlo. Era plateado, con las iniciales N.A. grabadas en la tapa.
Lo solté al instante.
Seguí caminando, más rápido esta vez.
Cada rincón del barrio tenía un eco distinto, y yo conocía todos. Pero esa noche, el sonido era otro: más pesado, más denso, como si alguien respirara al mismo ritmo que yo.
Pasé frente al bar. Las luces estaban apagadas, salvo una pequeña lámpara en el interior.
Por un segundo pensé en entrar, buscar a Héctor, distraerme limpiando vasos o haciendo cuentas.
Pero la sensación seguía pegada a mi espalda.
No corrí.
No iba a hacerlo.
Entrar en pánico era lo que esperaban de mí antes, cuando vivía bajo las reglas de otro.
Ya no.
Saqué las llaves del bolsillo y me obligué a mantener la calma.
Una puerta, dos giros de cerradura. El ruido metálico retumbó en la noche.
Entré.
Encendí la luz.
Todo estaba igual.
Pero al mirar por la ventana, lo vi: una moto estacionada frente al edificio, con el asiento aún húmedo de lluvia reciente.
Nadie cerca. Nadie en la acera.
Solo esa presencia invisible que sabía mi nombre y mi rutina.
Me quedé un momento mirando el reflejo del cristal.
Mis ojos devolvían una mezcla de rabia y alerta.
No tenía pruebas, pero no las necesitaba.
Las sombras ya no se escondían.
Solo esperaban que parpadee.
Gael
“El roce del peligro.”
El motor de la moto vibraba bajo mis piernas, pero no la encendí.
Desde donde estaba, podía ver la esquina del bar y la calle que llevaba al edificio de Lía.
Había seguido el rastro de una sospecha, nada más. Pero el instinto rara vez se equivocaba.
Y ahí estaba.
Nico.
De pie junto a la misma moto que había visto aparcada días atrás, fumando con la tranquilidad de quien no teme que lo descubran.
La gente pasaba sin mirarlo. Él no era cualquier sombra. Tenía ese tipo de presencia que se confunde con el peligro.
Y ahora se movía en terreno que no le pertenecía.
Lo observé acercarse al portal.
No tocó la puerta. Solo se agachó, dejó algo sobre el felpudo y se marchó con una sonrisa satisfecha.
Me bajé de la moto antes de pensarlo.
No necesitaba más confirmación.
Cuando llegué al portal, vi lo que había dejado: una flor negra envuelta en papel brillante, y junto a ella, una carta sin sobre.
La abrí.
Unas líneas escritas con su letra arrogante:
“El miedo también puede ser un perfume.
A veces hay que recordarle a las presas quién las mira.”
—N.
Apreté el papel hasta arrugarlo.
Esto ya no era un juego.
Podía denunciarlo ante Anselmo, pero sabía cómo terminaría: un regaño, una palmada en el hombro y otra oportunidad para su sobrino.
Siempre igual.
Encendí un cigarro y me quedé mirando hacia arriba, hacia la ventana de Lía.
Una luz tenue se filtraba entre las cortinas.
Estaba despierta.
Quizás había sentido lo mismo que yo: esa respiración detrás del cristal.
El humo me raspó la garganta.
No podía seguir fingiendo neutralidad.
Si Anselmo me pedía explicaciones, las tendría.
Pero si Nico seguía cruzando líneas, no habría advertencias la próxima vez.
Apagué el cigarro en el suelo y murmuré para mí:
—No volverá a tocar tu puerta. Ni con flores, ni con amenazas.
Subí a la moto y me alejé sin ruido.
La noche tenía ese olor metálico que precede a la tormenta.
Y yo sabía que, cuando cayera, todos íbamos a empaparnos de sangre.
Nico
“El reclamo.”
Nunca entendí por qué todos temían tanto a Gael.
Al final del día, solo era un perro viejo que había aprendido a sentarse cuando Anselmo chasqueaba los dedos.
Yo, en cambio, era sangre nueva.
Familia.
Y, sobre todo, libre.
Apoyé el hombro contra la puerta del bar y esperé.
No tenía prisa.
Sabía que Lía entraba temprano los martes, con el cabello aún húmedo y ese gesto concentrado que la hacía parecer ajena al mundo.
Era su forma de protegerse.
Pero a mí me encantaba romper esas defensas.
Cuando apareció al final de la calle, la observé sin esconderme.
Dejé que me viera.
La sorpresa en sus ojos duró un segundo, luego fingió que no me conocía.
Ese orgullo era lo que más me atraía.
—Buenos días, preciosa —dije, con una sonrisa ladeada.
—No lo son —respondió sin detenerse.
Avancé un paso, bloqueándole el paso hacia la puerta.
—Te dejé un detalle anoche. ¿No te gustó?
Se giró despacio.
—Tira tus flores donde tiras tus mentiras.
La sonrisa se me congeló por un instante.
Ahí estaba otra vez esa lengua que me encendía la sangre.
—No deberías hablarme así. No soy cualquiera.
—Tampoco yo —replicó—. Así que aparta.
Podría haberlo hecho.
Pero no lo hice.
El silencio entre nosotros era más excitante que cualquier grito.
Levanté la mano y toqué un mechón de su cabello, apenas rozando.
—Esa actitud te va a traer problemas —murmuré.
—Solo con los hombres que confunden el deseo con el poder —respondió, apartando mi mano con un golpe seco.
Por un segundo, el mundo se detuvo.
Y luego, la puerta del bar se abrió desde dentro.
Gael.
Su sombra llenó el marco como un presagio.
Me miró, sin decir palabra, pero entendí el mensaje.
Él sabía lo que había hecho.
Y yo supe que, esta vez, no se quedaría mirando.
—Nos vemos, Lía —dije despacio, sin perder la sonrisa.
—Ojalá que no —respondió, y entró sin volver a mirarme.
Gael se quedó en la puerta, observándome con esos ojos que siempre parecían medir la distancia entre el autocontrol y la violencia.
—¿Qué pasa, Gael? ¿Te molesta que la salude? —pregunté.
—No me molesta —contestó, con voz baja—. Me preocupa que aún no entiendas lo que significa provocarme.
—¿Provocarte? —reí—. No todo gira alrededor de ti, hermano.
—Tienes razón —dijo—. Pero esto sí.
Me dio un empujón que me hizo retroceder un paso.
No fue un golpe, fue una advertencia.
Y aunque por dentro hervía, no la devolví. No todavía.
Lo observé alejarse tras ella y murmuré para mí:
—Tranquilo, Gael. No pienso matarte. Todavía no.
Encendí un cigarro.
El humo subió despacio, igual que la idea de que, esta vez, el juego no sería a escondidas.
Esta vez todos verían quién era el verdadero cazador.
Lía
“El roce y la herida.”
El portazo del bar aún resonaba cuando Gael me alcanzó en el almacén.
Ni siquiera tuve tiempo de respirar.
Su voz llegó antes que él.
—¿Qué diablos hacía contigo afuera?
Me giré despacio, con el corazón todavía acelerado por el encuentro con Nico.
—No me gusta que me hables así.
—Y a mí no me gusta verte con un imbécil que juega a intimidarte.
—¿Juega? —solté una risa amarga—. No tengo tiempo para sus juegos, ni para los tuyos.
Gael dio un paso adelante.
No era agresivo, pero la intensidad en su mirada me golpeó como una ola.
—Te está marcando, Lía. No lo ves.
—No soy un terreno para marcar —respondí, más alto de lo que pretendía.
—Ese tipo no entiende de límites.
—Entonces enséñale tú, si tanto te molesta.
—Eso ya lo hice —dijo, y la frialdad de su voz me hizo temblar.
El silencio que siguió se llenó de respiraciones contenidas y de todo lo que no dijimos.
Quise mantener la calma, pero el cuerpo me traicionó: una parte de mí sentía miedo, la otra… el maldito impulso de acercarme a él.
—No puedes protegerme de todo, Gael —susurré.
—No es “todo”, es él.
—No es lo mismo —le corté—. No soy la mujer que necesita que alguien la salve.
Su mandíbula se tensó.
—No quiero salvarte. Quiero que sigas viva.
—Pues déjame respirar.
Su mirada bajó a mis labios por un segundo. Bastó para encenderme y enfurecerme a la vez.
Dio otro paso, hasta quedar tan cerca que pude sentir el calor de su piel.
—No me pidas que me quede quieto mientras él te ronda.
—¿Y qué piensas hacer? ¿Matarlo? ¿Convertirte en lo mismo que él?
Su respiración se quebró.
Por un instante, vi la guerra interna detrás de esos ojos: el hombre que quería protegerme y el cazador que temía perderme.
—No lo entiendes —dijo finalmente, con voz ronca—. Él no va a detenerse.
—Entonces tampoco yo —contesté, sin apartarme.
Nos quedamos allí, tan cerca que bastaba un movimiento para romper la tensión o perderla del todo.
Gael apretó los puños y dio un paso atrás, como si retroceder fuera la única forma de no caer.
—No vivas con miedo, Lía. Pero tampoco lo provoques —susurró, antes de salir del almacén.
Cuando la puerta se cerró, me quedé mirando el vacío.
Mi cuerpo aún ardía, pero no de miedo.
Era otra cosa.
Una mezcla de rabia, deseo y algo que dolía más: la certeza de que, entre protegerme y perderme, Gael no sabría elegir.