Lía
"El presentimiento."
Los lunes solían ser tranquilos en el bar. Una rutina de caras conocidas, tragos de siempre y chismes de barrio. Lo que me gustaba de este sitio era eso: que nada solía repetirse más de lo necesario.
Por eso mi carácter funcionaba como un filtro.
A Héctor no siempre le hacía gracia —me lo había dicho más de una vez—, pero también sabía que gracias a mí los pesados no volvían.
La clientela fija se sentía cómoda y los nuevos, los que buscaban problemas, se cansaban pronto de chocar contra una pared.
Era mi forma de protegerme y de proteger el lugar.
Y hasta ahora había funcionado.
Hasta ahora.
Me sorprendí a mí misma mirando la puerta más veces de lo normal. Fingía limpiar vasos, revisar la caja, hablar con Julia… pero siempre con un ojo puesto en esa entrada.
Lo peor era que no quería verlo.
Lo peor era que sí lo esperaba.
Dos veces había venido. Dos.
Y eso en este bar era casi un récord. Nadie repetía tanto, menos aún si se topaban conmigo detrás de la barra.
Me mordí el labio, molesta conmigo misma.
¿Qué hacía distinta a esa mirada?
¿Qué tenía ese hombre que me había puesto nerviosa hasta en mis propios turnos?
Sacudí la cabeza.
—Hoy no viene —me dije en voz baja, como si pudiera convencerme.
Pero el presentimiento ya estaba allí, quemándome el estómago como una mala copa de licor barato.
Gael
"Sentarse como si fuera suyo."
Había jurado no volver.
Me lo repetí anoche, me lo repetí esta mañana, y aún así, ahí estaba: abriendo la puerta como si ese bar fuera mío.
El ruido era insoportable. Voces mezcladas, vasos chocando, música vieja de fondo. Pero lo único que vi fue a ella.
Cabello rojo, movimientos cortos, secos, de quien se protege hasta sirviendo un café.
No se giró hacia mí.
No me buscó.
Pero el temblor de su mano al acomodar una bandeja me dijo que sí sabía que estaba ahí.
No fui a la mesa de siempre.
Esta vez me senté en la barra. Directo, sin rodeos.
El lugar que nadie ocupaba más de cinco minutos, porque ahí estaba ella, y ella no regalaba simpatía a desconocidos.
—Un whisky. Solo —pedí, sin apartar la vista.
Ni un gesto amable. Ni una sonrisa.
Me sirvió la copa con la misma frialdad de anoche.
Y, joder, era eso lo que me quemaba por dentro.
Que no intentara agradar.
Que no buscara gustar.
Que no se inmutara como las demás.
Apoyé los codos en la barra, inclinándome apenas hacia ella.
No dije nada más.
No necesitaba.
Porque el silencio ya estaba lleno de lo que no estábamos diciendo.
Me sentía un idiota.
Un idiota que volvía justo al único sitio donde dijo que no volvería.
Y aún así, ahí estaba.
En la barra.
Mirándola.
Porque la verdad era simple:
no era ella quien me había encontrado… era yo el que había decidido no perderla de vista.
Lía
"Querer odiarlo."
Lo tenía frente a mí, en la barra.
No en el rincón donde podía fingir que no estaba, no escondido entre el ruido de otros.
No.
Se sentó justo donde nadie aguanta más de cinco minutos conmigo.
—Un whisky. Solo —pidió, con esa voz grave que parecía hecha para ordenar, no para pedir.
Me giré despacio, tomé la botella y serví la copa. El líquido ámbar brilló bajo la luz, y yo lo coloqué delante de él con la misma frialdad que usaría para un desconocido cualquiera.
—Aquí no servimos milagros —dije seca.
Él arqueó una ceja, inclinándose hacia mí.
—No pedí uno.
Apoyé los codos en la barra, desafiante.
—¿Entonces qué buscas aquí?
Su mirada me recorrió como si la pregunta fuera un reto.
—Lo mismo que tú.
Me reí, una risa corta, cargada de veneno.
—¿Y qué es eso?
Se acercó un poco más, apenas un susurro entre nosotros.
—Algo que me niegas.
Mis dedos rozaron los suyos al empujarle la copa. Un choque breve, eléctrico, que me hizo odiar mi propia piel por responder.
Lo oculté con un gesto rápido, limpiando un vaso vacío.
—Entonces estás condenado —repliqué con una media sonrisa irónica—. Porque yo no sirvo milagros en esta barra.
Él sostuvo la copa sin apartar los ojos de mí.
No bebió.
No habló.
Solo sonrió, esa sonrisa torcida que era un desafío en sí misma.
Y yo…
Yo lo odiaba.
Lo odiaba porque cada palabra suya me atravesaba la coraza que tanto me había costado construir.
Gael
"No necesito permiso."
El ruido del bar era un martillo constante, pero yo solo tenía la mirada puesta en la barra. En ella.
Hasta que escuché un comentario demasiado alto, acompañado de una carcajada barata.
El idiota de antes, el que Lía llamó Sergio.
Se inclinaba hacia la otra camarera, la morena de ojos asustados que apenas levantaba la bandeja. Julia, creo que la llamaban.
—Anda, guapa, si me sonríes te dejo propina doble —dijo él, y alargó la mano hacia su cintura.
Julia retrocedió torpe, intentando esquivarle con una risa incómoda.
La misma risa que he oído mil veces en bocas de mujeres que quieren salir del paso sin empeorar la situación.
No lo pensé.
No lo planeé.
Me levanté despacio, como si fuera a estirarme, y al pasar junto a ellos choqué “sin querer” contra la mesa de Sergio.
El vaso de cerveza se volcó entero sobre su pantalón.
—Joder, tío… —Sergio se levantó, empapado, con el ego más herido que su ropa.
Lo miré fijo, a medio metro de distancia.
No levanté la voz, no hice aspavientos.
Solo dejé que el silencio lo tragara todo.
—Pide otra ronda. Y olvida la propina —dije, sin darle opción.
Él abrió la boca para protestar, pero me incliné apenas hacia adelante. Lo suficiente para que entendiera que no había espacio para más palabras.
Sergio rió nervioso, palmeó la mesa y se giró hacia sus amigos como si la broma hubiera sido de él.
Julia se apartó rápido, con las mejillas encendidas, murmurando un gracias que no necesitaba decir.
Yo volví a mi sitio, tranquilo, como si nada hubiera pasado.
No era un héroe.
Ni quería serlo.
Pero una cosa eran los negocios…
Y otra muy distinta era la falta de respeto.
Y yo no necesito permiso para marcar la diferencia.
Lía
"El temblor bajo la piel."
El turno terminó tarde. El bar quedó vacío, sillas amontonadas, vasos apilados. Julia se despidió con un gesto tímido, y Héctor desapareció en la oficina con las cuentas.
Me quedé en la puerta un momento, respirando el aire frío.
Necesitaba ese silencio, ese hueco después del ruido.
Pero no estaba sola.
Nunca lo estaba cuando se trataba de él.
Sentí su presencia antes de verlo.
Ese calor detrás de mí, esa certeza en la piel.
—Hoy no pensabas librarte tan fácil —dijo su voz, baja, ronca.
Me giré despacio.
Ahí estaba. De pie, demasiado cerca. Los ojos clavados en mí como si el resto del mundo no existiera.
—¿Siempre acechas así a las camareras? —pregunté con ironía, intentando que mi voz no temblara.
—No. Solo a las que me hacen perder el sueño.
Tragué saliva. Odié hacerlo.
Él dio un paso más, acortando la distancia hasta que su sombra cubrió la mía.
No me tocó.
No hacía falta.
Podía sentir su respiración, el olor a cuero, el magnetismo brutal que me arrancaba el aire.
Quise retroceder, pero mis pies no obedecieron.
Quise gritarle que se apartara, pero mi boca se quedó muda.
Él inclinó la cabeza apenas, como si buscara leerme de cerca.
Yo lo miré directo, negándome a bajar la vista.
—No eres mi tipo —susurré al fin, con la voz tensa.
Una sonrisa lenta, peligrosa, se dibujó en su boca.
—Tus latidos dicen lo contrario.
Se giró sin esperar respuesta, alejándose con calma.
Yo me quedé en la puerta, con el corazón golpeando tan fuerte que me dolía el pecho.
Y tuve que admitirlo, aunque solo fuera para mí:
ese hombre me había hecho temblar… y no era de miedo.