Lía
"Día libre no significa paz."
El día libre no era lo que prometía.
Algunas dormirían hasta tarde. Yo no.
Siempre lo digo: descansaré el día que me muera.
Me levanté temprano, limpié el piso, puse una lavadora y hasta barrí el pasillo, como si con cada tarea pudiera limpiar también la maraña de pensamientos que me perseguía.
No funcionó.
Seguía ahí.
La imagen clavada en mi cabeza: su sombra en los baños, demasiado cerca, demasiado real.
No quería recordarlo.
No quería pensarlo.
Pero cuanto más lo negaba, más me ardía la piel.
El móvil vibró sobre la mesa.
Un mensaje de Óscar.
> “¿Café rápido? Te debo una.”
Me permití una media sonrisa.
Él siempre aparecía en el momento justo, como un hermano mayor que no necesitaba excusas para entenderme.
—Vale —tecleé de vuelta—. Pero invitas tú.
Media hora después, estábamos en una cafetería lejos del bar. Óscar me recibió con un abrazo rápido, de esos que no pesan porque no piden nada.
Olía a colonia fresca y a confianza.
—Tienes cara de insomnio —dijo al sentarse, directo como siempre.
Rodé los ojos.
—Gracias, qué amable.
—Ya sabes que no sé mentir. —Sonrió, y por un instante me relajé.
Hablamos de todo y de nada, de recuerdos, de cosas que no importaban.
Y, entre sorbo y sorbo de café, me descubrí riendo de verdad por primera vez en días.
Gael
"Sombras que siguen."
No me costó encontrarla.
Llevaba un par de noches observándola, aprendiendo su rutina. Sabía en qué portal vivía, cuántos escalones subía hasta su piso y hasta a qué hora encendía la luz de la cocina.
No necesitaba más.
Pero aún así, ahí estaba otra vez, apoyado en la moto, esperando.
Salió con paso rápido, la chaqueta mal cerrada, el pelo recogido a medias.
La seguí a distancia hasta que entró en una cafetería distinta al bar. Más tranquila, con mesas pequeñas y olor a café recién hecho.
Yo me quedé fuera, con las manos en los bolsillos, la mirada fija en la ventana.
El móvil vibró.
Nico.
—Tengo un encargo —dijo al contestar—. Rápido, limpio, buen dinero.
No lo escuchaba del todo.
Adentro, ella se sentaba frente a un tipo que la recibió con un abrazo corto.
Corto, sí. Pero suficiente para que algo se me revolviera en el estómago.
—Hoy no —dije en seco.
—¿Cómo que “hoy no”? —Nico rió, incrédulo—. Tú nunca dices que no.
Lo colgué sin contestar.
Seguí mirando a través del cristal. Ella sonrió.
Una sonrisa real, distinta de las que fingía en la barra.
Y esa sonrisa no era mía.
Me tensé, los dientes apretados.
Era ridículo. Yo no era de esos. Nunca lo había sido.
Hasta ahora.
Así que eso eran los celos.
Un sentimiento incómodo, extraño, que me arañaba por dentro como un animal enjaulado.
No lo reconocía porque nunca lo había sentido.
Mi vida no estaba hecha para esto.
Mi trabajo no permitía estas debilidades.
El amor era un talón de Aquiles, una grieta demasiado peligrosa para alguien como yo.
Y aun así, verla con otro me estaba matando.
Lía
"Complicidad peligrosa."
El café se había enfriado, pero la conversación seguía fluyendo como si el tiempo no importara. Con Óscar siempre era así: fácil, sin máscaras, sin tener que demostrar nada.
—¿Recuerdas aquella vez en el instituto? —rió, apoyando el codo en la mesa—. La que casi nos cuesta la expulsión.
Rodé los ojos y me tapé la cara con la mano.
—No me lo recuerdes. Todavía sueño con el parte disciplinario.
—Y con razón. Yo casi no lo cuento. —Se inclinó hacia adelante, bajando la voz—. Pero valió la pena.
No pude evitar reírme, una risa de verdad, no de esas que usaba detrás de la barra para disimular incomodidad. Era ligera, limpia.
Por un instante, se me olvidó todo lo demás.
El ruido, la rutina, incluso esa sombra que se había colado en mi cabeza desde hacía días.
Al salir, el frío de la calle me arrancó un escalofrío.
Óscar se quitó el abrigo y me lo puso sobre los hombros con un gesto natural, automático.
—Ya te conozco —dijo sonriendo—. Eres dura, pero siempre olvidas que también eres humana.
Lo miré con un cariño que pocas veces dejaba salir.
—Y tú siempre apareces cuando más falta me hace.
Nos despedimos con un abrazo breve, de esos que se sienten familiares, como si siempre hubiéramos estado en el mismo bando.
No sabía que alguien estaba mirando.
Lía
"¿Qué coño hacés aquí?"
Esperé hasta ver cómo Óscar se subía a su coche y arrancaba calle abajo.
Le sonreí y le levanté la mano en un gesto rápido de despedida, fingiendo normalidad.
Pobre, él no tenía ni idea de lo que estaba pasando. Mejor así.
Cuando las luces traseras desaparecieron, me giré despacio.
Y ahí estaba.
El de la moto, apoyado en su máquina como si la calle fuera suya, con esa calma de quien sabe que perturba y lo disfruta.
Se me encendió la sangre.
Caminé directo hacia él, cada paso marcando el asfalto.
—¿Qué coño haces aquí otra vez? —escupí, sin bajarle la mirada.
—¿Es que no tienes vida propia?
Él no respondió. Ni un gesto. Solo esa sonrisa torcida que me sacaba de quicio.
—Te lo voy a dejar claro —continué, el veneno en cada palabra—. Esto roza el acoso. Y conmigo no juegas. ¿Me oyes?
Su silencio me apretaba más que cualquier grito.
Lo odiaba. Lo odiaba porque parecía que disfrutaba con cada palabra que le lanzaba, como si le estuviera regalando justo lo que quería: atención.
Me crucé de brazos, clavándole la mirada.
—Desaparece. Y no vuelvas a seguirme.
No esperé respuesta.
Me giré sobre mis talones, el corazón golpeando en el pecho, y caminé hacia mi portal con el estómago en llamas.
Sabía que no me había hecho caso.
Podía sentirlo detrás, como una sombra que se niega a disolverse.
Gael
"La línea que no cruzó."
La vi girarse, los ojos brillando de rabia, y cada palabra que me escupió fue un puñal directo a la cara.
Acoso, me llamó.
Y quizá lo era.
Pero no di un paso atrás.
No necesitaba defenderme.
No necesitaba excusas.
Porque la verdad era simple: no pensaba apartarme.
Se dio la vuelta, caminando hacia su portal con la espalda rígida, los puños cerrados.
Podía sentir cómo me maldecía en silencio, cómo me odiaba por estar ahí.
Pero también podía escuchar sus latidos, acelerados, igual que los míos.
No dije nada hasta que estuvo a punto de entrar.
Entonces avancé un paso, lo justo para que mi voz la alcanzara.
—Mañana —susurré—. Misma hora.
Ella se tensó, pero no se giró.
No hizo falta.
Encendí el motor de la moto y dejé que el rugido llenara la calle.
Era mi respuesta, mi manera de quedarme sin quedarme.
Podía llamarlo acoso, podía odiarlo todo lo que quisiera.
Pero yo ya había decidido:
no iba a dejarla en paz.
Lía
"Ecos en mi pecho."
Cerré la puerta y me apoyé en ella, incapaz de moverme.
Las llaves cayeron de mi mano al suelo con un tintineo metálico que se perdió en el silencio del piso.
“Mañana. Misma hora.”
Su voz seguía en mi piel, como un roce invisible que no podía quitarme de encima.
Traté de respirar hondo. El aire no alcanzaba.
Me quité la chaqueta, la tiré al sofá y me dejé caer en la cama sin encender la luz.
Óscar siempre me dice lo mismo: “Tienes que descansar, Lía. No puedes vivir con el cuerpo en alerta todo el tiempo.”
Quisiera hacerle caso. Quisiera poder cerrar los ojos y dormir.
Pero ¿cómo dormir, si cada vez que lo veo mi cuerpo reacciona como si fuera una liebre acorralada?
El corazón latiendo desbocado, los músculos tensos, la respiración corta…
No es miedo.
No es deseo.
Es algo peor: la certeza de que estoy atrapada en un juego que no pedí, pero que ya me consume.
Me tapé la cara con las manos, intentando apagar el eco de sus palabras.
No pude.
Seguían ahí, martillando dentro de mí.