CAPÍTULO DOS

1239 Words
CAPÍTULO DOS Las estrellas parpadeaban sobre Marion, tímidos destellos de luz que presenciaban el caminar de la mujer de veinticuatro años desde la pequeña cafetería hacia el corazón nocturno de la ciudad. Los variados olores del Sena flotaban en el aire, enfrentando su olfato al almizcle del río y los aromas de las panaderías que acababan de cerrar. El estruendo de las bocinas de los conductores impacientes reemplazó los sonidos habituales de las campanas que normalmente sonaban en toda la ciudad. Escuchó un zumbido bajo, solo por un momento, luego reconoció el sonido como el de un barco de turistas pasando por debajo de la estructura arqueada del Pont d'Arcole. Marion exhaló suavemente mientras salía de la cafetería a la acera, tomando después un hondo suspiro. Esta era su ciudad. Había vivido aquí toda su vida y no tenía ninguna intención de irse nunca. Uno podría envejecer sin haber descubierto todas las aventuras escondidas dentro de aquel lugar histórico. Ella movió la cabeza a modo de saludo a una pareja de ancianos que pasaba, reconociéndolos por la intersección de sus rutinas nocturnas. —Hacia la noche, ¿no? —dijo el anciano en un francés ronco y cortante, hablando con el tono de un tipo del campo. Le guiñó un ojo al pasar y luego hizo una mueca, cuando la madame que lo acompañaba le pellizcó la oreja. —Como siempre, monsieur —respondió Marion, correspondiendo a su sonrisa. —Salí a encontrarme con unos amigos. Se despidió de la pareja con un movimiento de cabeza y un saltito en su paso. Luego caminó por la acera, se dirigió hacia el río y dobló la esquina. A menudo caminaba sola a altas horas de la noche; nunca le había preocupado. Después de todo, esta parte de la ciudad estaba bien iluminada, repleta de farolas y semáforos que se reflejaban en los cristales de las numerosas ventanas de los apartamentos y los escaparates de las tiendas. Avanzó por la acera, girando por otra calle en dirección al club donde estarían esperando sus amigos. Caminó rápidamente por las aceras iluminadas mientras revisaba su teléfono y vio un mensaje sin abrir. Sin embargo, antes de que pudiera leer el texto, Marion escuchó un ruido detrás de ella, que la distrajo de su teléfono por el momento. Miró hacia la calle iluminada, escudriñando los escalones de piedra y las escaleras de los muchos edificios circundantes. A un tiro de piedra, un hombre avanzaba cojeando con un pequeño bulto en un brazo. Pasó un momento. Luego, el bulto emitió un sonido de llanto y el hombre agachó la cabeza, avergonzado, acunando y tratando de calmar al bebé. Marion sonrió al hombre y a su bebé, luego volvió su atención a su teléfono. Tocó la pantalla para leer el mensaje. Pero antes de que pudiera... —Hola, señorita, ¿va todo bien? Se volvió, sorprendida tanto por el francés quebrado como por la repentina proximidad del hombre y su hijo. Ahora caminaba junto a ella, haciendo ruidos de arrullo hacia el bulto que llevaba en brazos cada par de pasos. Ella frunció el ceño por un momento, conteniendo sus nervios. Luego guardó el teléfono. El texto tendría que esperar. No quería que se dijera que París era tan inhóspito como algunos de los que vivían en los distritos turísticos desearían que fuera. El hombre lucía una amplia sonrisa y sus ojos brillaban afablemente, recordándole las escasas estrellas que habían logrado abrirse paso entre las luces de la ciudad. —Todo va bien —dijo, asintiendo. —¿Qué tal usted? El hombre se encogió de hombros, provocando que el gorro de lana de su cabeza se moviera un poco. Lo alcanzó y tiró de él con su mano libre, guardándolo en la parte superior del paquete que tenía en el brazo. Esto le pareció bastante extraño y lo dijo. Era como siempre decía su madre: las mujeres de París no deben temer nunca sus opiniones. —Asfixiará al niño —dijo, señalando el gorro. El hombre asintió como si estuviera de acuerdo, pero no hizo ningún movimiento para ajustar la prenda. Casi parecía estar esperando algo. Se rascó el pelo rojo, que le caía por la cara en mechones sueltos y sudorosos. Después de un momento, la miró a los ojos. —Al niño le gusta la sombra —dijo. Su francés seguía sonando con un marcado acento. —Dígame, ¿conoce el camino a… a… cómo se dice… la estructura del agua? No, mmm, ¡el puente! Marion negó con la cabeza en momentánea confusión, pero luego le devolvió la sonrisa al hombre, encontrándose con su agradable expresión. —Hay varios puentes. El más cercano está al final de esta calle, cruzando al otro lado y bajando las escaleras cerca del muelle. El hombre hizo una mueca de confusión, sacudiendo la cabeza y golpeándose la oreja. —¿Cómo dice? Repitió las instrucciones con cuidado. Obviamente, este hombre era un turista perdido, aunque ella no podía ubicar su acento. Una vez más, el hombre hizo una mueca, levantando su mano libre en señal de disculpa y negando con la cabeza una vez más. Marion suspiró. Miró por encima del hombro, calle arriba en dirección al club. Sus amigos la estarían esperando. Luego volvió a centrar su atención en el hombre y su hijo, sus ojos se posaron en su expresión suplicante y sintió una oleada de lástima. ―Se lo enseñaré, ¿de acuerdo? No está lejos. Sígame, señor. —Se dio la vuelta, regresando por donde había venido. Reprimió todos los pensamientos amargos sobre los turistas que circulaban por media ciudad en conversaciones banales. Le gustaban bastante los turistas, aunque fueran un poco lerdos. El hombre pareció entenderla bastante bien esta vez y se puso a caminar, acunando a su hijo con el gorro encima. —Es usted un demonio —dijo el hombre, con un tono lleno de gratitud. Marion frunció el ceño ante esto. El hombre vaciló y luego enmendó con urgencia: —No, quiero decir ángel. Lo siento mucho. No demonio, ¡es un ángel! Marion se rio, sacudiendo la cabeza. Con un guiño, dijo: —Quizás también soy un poco demonio, ¿eh? Esta vez fue el turno del hombre de reír. El bebé volvió a llorar bajo el gorro y el hombre se volvió, susurrándole dulcemente a su hijo. Cruzaron la calle y Marion condujo al hombre escaleras abajo junto al muelle. El puente ya estaba a la vista, pero el hombre parecía tan distraído con su hijo que Marion se sintió mal por abandonarlo sin llevarlo directamente. Mientras bajaban las escaleras, sumergiéndose bajo un paso elevado de piedra húmeda, el área se volvió menos iluminada. Ahora había mucha menos gente. —Ya hemos llegado —dijo el hombre, su francés mejoró notablemente de repente. Marion lo miró y luego notó algo extraño. El hombre notó su mirada y luego se encogió de hombros a modo de disculpa. Dejó caer la manta. Un muñeco bebé, del tipo que llora al presionarle la barriga, estaba atado al antebrazo del hombre. Los ojos de plástico del muñeco miraron a Marion. El hombre le guiñó un ojo. —Ya le dije que le gusta la sombra. Marion arrugó la frente, muy confundida. Un momento demasiado tarde, vio el bisturí de cirujano en la mano izquierda del hombre. Luego la empujó con fuerza, el muñeco de plástico lloraba silenciosamente en la noche.
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