Alessandra sintió esas suaves manos, rozar su talón y después deslizar los broches en sus tacones alrededor de su pie para poder asegurar bien la trabilla. Fueron los segundos más grandes de su vida, segundos en los que evitó mirar hacia abajo, porque en ese preciso momento, una sensación que no sabía como nombrar había tomado posesión de su estómago. Sentía unos aleteos intentos, que le provocaron un escalofrío en todo el cuerpo y su piel, como si estuviera frente a un peligro considerable, se erizó. Eran esos ojos, estaba seguro. El hombre no parecía ser alguien agradable. Su comportamiento se limitaba a hablar sin demostrar emoción alguna y cuando hablaba en ruso, la imperancia de su tono, solo se duplicaba. La italiana se convenció así misma que todas las emociones que estaba tenie

