Desaparición

2311 Words
Muchos años después… A sus quince años Camila mostró ser cinco veces mejor que ella a su edad. Regina le enseñaba todo cuanto conocía y su hermana lo aprendía y perfeccionaba en cuestión de semanas. Se notaba que era mucho más diestra para el arte de la espada de lo que Regina había sido en su tiempo de entrenamiento. Ahora la joven era parte de Orión, la organización de vigilantes de Isadora; apenas de un rango subordinado, pero si su habilidad seguía incrementando de esa manera en pocos meses era probable que fuese nombrada la segunda al mando del brazo de su hermana. Los padres de ambas jóvenes habían digerido la noticia de la inquietud de Camila, su hija pequeña, sobre ser parte de Orión con tremenda alegría y aceptaron gustosos que Regina, la mayor, fuese su mentora, siendo que ella misma se ofreció de inmediato luego de saberlo. No iba a permitir que otra persona la adiestrara, no de la forma como lo hicieron con ella. Una fría tarde, como lo eran todas las demás en ese crudo invierno, Regina y Camila entrenaban de forma acalorada en una lucha intensa sin sentir el mal clima. Era visible la diferencia que existía entre ambas: Camila ya estaba creciendo y su cuerpo era alto y torneado por el ejercicio diario, aun así conservaba todavía el rostro angelical que la caracterizaba junto con esos cabellos castaños claros brillantes con destellos rubios que bailaban al compás de sus ágiles movimientos. La forma afilada y delgada de su rostro hacia un excelente juego con sus grandes ojos color miel, y esos labios gruesos y rosados se convertían en el complemento perfecto para su enigmático rostro. En cambio Regina, quien ya tenía veintitrés años, poseía una estatura mediana, de cuerpo delgado y la piel un poco morena por el constante asoleo del trabajo. Su cabello era de un castaño más oscuro que era probable que también debía brillar, pero siempre lo llevaba sujetado en una coleta apretada para ocultarlo. Su rostro, el rostro que ella tenía era por igual aceptable. La forma de corazón de su cara junto con sus labios dibujados con líneas rojas y esos ojos cafés que tenían toques de rastros de dulzura, ya casi extinta, la hacían ser considerada como una mujer bella, pero de una forma más discreta, pues casi siempre exponía el tremendo mal carácter que la hizo ser merecedora de la punta de Orión. Su hermana menor le lanzó un ataque feroz y Regina apenas logró detenerlo, quedando con la espada a punto de resbalarse de sus manos al evadir la embestida. En ese momento sus ojos saltaron de sus cuencas de forma sorpresiva, al tiempo que dibujaba en el rostro una mueca de desagrado y horror que ocultó con rapidez para que Camila no lo notara. Se irguió indiferente y envainó con velocidad el arma. —¡Hemos terminado! —dijo sin mirarla y con la expresión seca. —¡Pero si solo llevamos treinta minutos! —alegó Camila asombrada y confundida por el comportamiento que su hermana mostraba sin razón. —Quise decir que hemos terminado tu entrenamiento —señaló con firmeza mientras se disponía a marcharse de allí con fastidio. —¿Qué has dicho? —La impresión fue mayúscula. —Lo que escuchaste —volvió a asegurar. —Pero ¿por qué? —Camila avanzó detrás de ella sin comprender qué estaba sucediendo—. Todavía falta mucho de lo que debes enseñarme, ¡no puedes hacerme esto! —¡Absorbes demasiado mi tiempo! —Se giró de golpe con un tono más alto y profundo y la miró con altivez—. Si quieres seguir aprendiendo pídeselo a alguien más. —Hermana, tú… —intentó razonar, pero de inmediato se percató de que Regina no cambiaría de opinión pues la terquedad era la más marcada herencia que le había dado su padre. Mientras se alejaba, dejando a Camila con el semblante destrozado, a Regina le punzó fuerte el pecho, pero ni eso fue suficiente para detenerse. En el fondo sabía que si seguía entrenándola bastarían solo unos meses más para que llegara a superarla, incluso vencerla y con eso humillarla. Era claro que no podía permitir algo similar jamás. Encaminó sus pasos por inercia a la oficina de Orión, su trabajo de tiempo completo que a veces le demandaba más de lo que una persona común podía brindar. Pero ella no era una persona como las demás. Había jurado defender y velar por el bienestar de su pueblo a costa de lo que fuera y así fue educada desde que tenía memoria. En Orión había trabajo que hacer esperándola y de nuevo se sentía enfadada. Sin embargo, los vigilantes que la divisaron se encontraban ya acostumbrados a los malos tratos y a la falta de tolerancia que siempre mantenía a flor de piel. Al llegar, entró sin saludar y se sentó a leer en su enorme despacho que estaba amueblado por un gran escritorio de madera y una silla de piel café. Luego de haber transcurrido más de media hora entre papeles que nunca terminaban, uno de los vigilantes irrumpió desesperado, llevando consigo lo que parecía ser una alarmante noticia. —Mi líder, ¡ha ocurrido… algo… inesperado! —tartamudeó el hombre con un tremendo temblor en la voz. —¡Informes claros! —le indicó ella con la mirada puesta en sus hojas y sonando desinteresada porque, a pesar de la aparatosa entrada del joven, su mente en ese momento volaba lejos de allí. El chico titubeó, pero aun así habló muy a su pesar. —Veinte de los guardias fueron a realizar las rondas matutinas esta mañana —narró con voz baja—. Según sé, se encontraban por la zona norte del pueblo cuando vieron algo… Mejor dicho, a alguien. Al escuchar lo último, Regina comenzó a poner atención a sus palabras y dejó de mover el lápiz con el que escribía sin darse cuenta. —¡Eran dos hombres desconocidos! —continuó asustado—. En cuanto los descubrieron decidieron perseguirlos…, pero por desgracia lograron escapar. —¿Qué tiene de urgente eso? —Levantó el rostro incrédula y aún más disgustada—. ¡Un error! ¡Una broma! ¿Qué sé yo? Lo que sea que vieron, ya se alejó, ¡fin! —Manoteó simulando decir adiós. —Es que… no he terminado —tartamudeó más nervioso. —¡¿Y qué esperas?! ¿Sufres de un mal en la cabeza? —Con cada palabra demostraba su molestia. —Resulta que… de los veinte hombres que salieron —el tono de su voz fue bajando poco a poco hasta parecer un susurro— solo uno regresó. Un frío punzante recorrió la espalda de la mujer que no se encontraba preparada en absoluto para enterarse de aquella noticia tan aterradora pero, a pesar de eso, no mostró rastro de miedo aunque este la invadió por completo. —¡¿Cómo que solo uno?! —exclamó con fuerza, levantándose de un tirón de la silla—. ¿Dónde están los demás? —quiso saber, pero se detuvo a pensar un momento y resolvió qué era lo que tenía que hacer antes de hablar. Después de todo era su función planear con rapidez y con suma discreción—. Trae de inmediato al que volvió, ¡ahora! —rugió histérica. El muchacho, temeroso, salió corriendo y volvió en menos de dos minutos con Iván, un vigilante joven que llevaba apenas un par de años en Orión. Luego de dejarlo salió de la oficina sin pronunciar palabra y cerró meticuloso la puerta para que nadie más pudiese entrar o escuchar la conversación. —¿Cómo es posible que de veinte personas entrenadas y fuertes solo has vuelto tú? —lo cuestionó Regina mientras se acercaba a él de forma intimidante, observando que el chico era de cuerpo atlético y alto, pero nada impresionante. Iván permanecía tranquilo. —Recorríamos la zona norte del pueblo sin novedades —narró con paciencia—, hasta que un compañero divisó lo que parecía ser una persona moviéndose entre los árboles. No lo pensamos bien y lo perseguimos porque supimos que no se trataba de un poblador de Isadora. —Iván se pudo percatar de que una sorpresa rápida recorrió los ojos de la mujer a pesar de que ella intentó esconderlo—. Lo seguíamos cuando logré ver hacia el sur a otro extraño y me separé del grupo. ¡Fue algo insensato, lo reconozco! —De un momento a otro, el joven pareció hablar para sí mismo, acongojado y arrepentido—. ¡Aún no sé cómo se me pudo escapar…! —musitó, recriminándose—. Luego de que lo perdí, regresé a la zona donde me separé de los otros. Los busqué por largo rato, pero no pude encontrarlos. Las huellas que reconocí en el suelo estaban dispersas por todos lados. ¡No sé a donde pudieron haber ido, no tengo ni una miserable idea! —El hombre comenzó a flaquear, era muy seguro que le esperaba un merecido castigo por faltar a una regla fundamental de Orión: nunca te separes del grupo de vigilancia. Regina se limitó a cavilar por un breve instante. Las cosas no estaban yendo nada bien y era hora de una solución eficaz. Después de unos minutos en silencio, pronunció las órdenes que pensaba eran las correctas. —Quiero que me lleves hasta donde los viste por última vez, ¿entendido? —indicó decidida. —Entendido. ¿A quiénes informo para que se preparen? —preguntó Iván. —¡No! —le advirtió susurrando y colocando un dedo sobre su boca—. Nadie debe saberlo, ¿has comprendido bien? Aquel suceso era una de esas cosas que tenían que mantenerse ocultas por el peso que representaban. Por otro lado, tampoco sabía qué pasaría si alguien ajeno a Orión se enterase, era posible que un caos innecesario se desataría entre la gente; si podía evitarlo, estaba dispuesta a arriesgarse. —¡Como ordene! —Un miedo repentino se asomó en Iván a pesar de asentir sin dudar, sin embargo, era imposible desobedecerla; después de todo era ella quien portaba el anillo que la marcaba como su líder. Iván, Regina y Cristóbal, este último el chico que informó de lo sucedido, eran los únicos que tenían conocimiento del incidente. De esa forma los tres emprendieron una búsqueda secreta, desconocida y tal vez muy peligrosa. Cruzaron las anchas puertas de la muralla y luego caminaron sin parar y en silencio por un corto periodo hasta adentrarse en el bosque que se hallaba a un lado del pueblo. Los tres iban armados y listos para atacar en cuanto se presentara la ocasión. —¡Aquí es! —afirmó Iván, señalando un fragmento de suelo entre maleza y bichos escondidos. —No comprendo qué está pasando, hay algo muy extraño y no logro saber qué es. —El carácter de hierro de Regina estaba siendo golpeado porque el temor crecía poco a poco en su interior, pero lo encerraba lo más que podía. —Tal vez están perdidos —se aventuró a decir Cristóbal solo para recibir señas de desaprobación. —¡Imposible! —se mofó Iván—. Cada hombre de Orión conoce bien estas tierras, sería una burla que se perdiesen, es obvio que fue otra cosa. Algo pasó aquí, pero… ¿qué? ¿Qué pudo haber sido? —preguntó más para sí mismo que para sus acompañantes. Mientras Iván y Cristóbal debatían sobre cómo desaparecieron sus compañeros, Regina tanteaba los alrededores tratando de hallar una pista que los guiara a ellos, sin obtener éxito. Tenían prohibido pasar de ciertos límites, era una regla fundamental para todo poblador, hacerlo significaba arresto inmediato y un juicio posterior que no acababa nada bien; el sudor recorría sus frentes porque dicho límite estaba llegando. Las leyendas decían que más allá existían salvajes come gente e incluso mantícoras[1] capaces de devorarte de un solo bocado; solo dentro de Isadora podían estar protegidos. —Creo que debemos regresar —informó Cristóbal. —Tiene razón, hemos llegado hasta lo permitido —añadió Iván sabiendo que no podían continuar. Su líder los observó con hostilidad. Algo en su interior le decía que, por única ocasión, se atrevería a romper una regla; valdría la pena si encontraban lo que buscaban y la adrenalina que la recorría la cegó. —¡No! No se les ocurra intentar huir ahora. —Pero… —quiso rebatir Iván. —¡Pero nada! —Se puso recta al hablar, recordándoles su rango—. Vamos a continuar y no hay más opción que esa, ¿quedó claro? Ustedes van a jurar que no mencionarán ni una sola palabra sobre este día, harán como si no hubiera existido. Los dos vigilantes solo pudieron asentir y agachar la cabeza. Tenían miedo de lo desconocido, las historias que se contaban sobre el borde prohibido eran aterradoras, los más viejos decían que todo aquel capaz de cruzarlo, no volvía a ser visto de vuelta. Así, se mantuvieron durante casi una hora: caminando, buscando, explorando, hasta que el cansancio comenzó a aturdirlos y Cristóbal, ya muy agotado, resbaló de forma estrepitosa con una piedra enmohecida y cayó entre dos grandes y viejos árboles que se encontraban unidos por una gruesa y larga enredadera. Ambos acompañantes corrieron veloces a su ayuda, pero lo que Cristóbal develó al mover la enredadera los dejó atónitos a los tres. —¿Qué es eso? —preguntó Regina perpleja al ver lo que tenían frente a sus ojos. [1] Mantícora. Es una criatura mitológica, un tipo de quimera con cabeza humana (frecuentemente con cuernos), el cuerpo rojo (en ocasiones de un león), y la cola de un dragón o escorpión,​ capaz de disparar espinas venenosas para incapacitar o matar a sus presas.
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