El gesto que se instaló en el rostro de Matteo me provocó una satisfacción enorme, me le quedé viendo fijamente. —Navarro... —logró balbucear. No contesté, solo lo seguí viendo, y en mi mirada, él leyó todo lo que necesitaba saber. Leyó su sentencia. —¡Llévenselo a la bodega! —ordené a mis hombres, sin dejar de verlo. Matteo empezó a forcejear. —¡Valentina me pertenece! —gritó, desesperado, patético— ¡Ella me ama! ¡Siempre me ha amado! ¡Tú solo eres un monstruo que la obliga! ¡No puedes mantenerla prisionera! ¡Debes darle su libertad! Una sonrisa fría, cruel, se dibujó en mis labios, su actitud me recordó a mí mismo hace años, más joven, más estúpido, creyendo que el mundo se regía por conceptos como el amor y la libertad. —Pobre imbécil —dije, en un siseo cargado de desprecio —ni s

