No sé cuánto tiempo pasé así, con la cara enterrada en la almohada. Pero en algún momento, la puerta se abrió. No necesitaba voltear para saber que era él. Podía sentir su presencia aún sin mirarlo.
Se acercó a la cama, no me tocó. Solo se quedó ahí, parado, mirándome llorar.
—Ahora lo sabes —dijo, y su voz era sorprendentemente calmada, pero no por eso menos peligrosa—ahora sabes lo que cuesta una vida. Lo que cuesta un error.
Yo seguí sollozando, incapaz de responder.
—Esta guerra no es un juego, Valentina —continuó— y tú ya no eres una espectadora, eres un soldado, y los soldados que disparan a ciegas, terminan matando a los suyos.
Hizo una pausa, y pude sentir el peso de su mirada en mi espalda.
—La próxima vez que quieras jugar con fuego —susurró, y su voz era ahora tan fría que
