El silencio en la sala de juntas era más afilado que cualquier palabra. Helena se había preparado para ese momento como una guerrera antes de la batalla. Tenía su carpeta con informes, su presentación digital lista, y lo más importante: su determinación intacta. Pero no esperaba que Gaspar Doménech la mirara con esa mezcla de escepticismo y soberbia que solo los hombres acostumbrados a tenerlo todo sabían usar.
Ricardo carraspeó y rompió la tensión inicial.
—Helena, adelante, por favor. Estamos todos oídos.
Ella respiró hondo y comenzó a hablar. Expuso con claridad el alcance del proyecto, las fases de implementación, los beneficios sociales y medioambientales. Usó gráficos, datos sólidos y una narrativa firme. Mientras hablaba, no miraba a Gaspar. Sabía que estaba ahí, con su traje impecable y sus ojos marrones llenos de juicio, pero no le daría ni un centímetro de espacio para intimidarla.
Cuando terminó, la sala quedó en un silencio momentáneo.
—¿Eso es todo? —preguntó Gaspar, sin siquiera molestarse en disimular su tono ácido.
Helena apretó los labios.
—Eso es el resumen ejecutivo. Si desea el desglose financiero o técnico, lo tengo preparado.
—No, gracias. Ya me he aburrido lo suficiente. —Gaspar cerró la carpeta con un chasquido seco—. Es muy bonito hablar de impacto y sostenibilidad, pero no vi en tu exposición un solo número que respalde que esto sea rentable.
—Página doce. Margen neto estimado del 16% el segundo año. —respondió ella, sin titubear.
Ricardo se movió incómodo.
—Gaspar, el proyecto tiene un enfoque social, sí, pero hay previsión de retorno. No estamos pidiendo filantropía, sino visión a medio plazo.
—Visión —repitió Gaspar, cruzándose de brazos—. Lo que yo veo es una presentación llena de buenas intenciones y poca estrategia. ¿De verdad esperas que la familia Doménech invierta en algo tan endeble?
Helena dio un paso al frente, sintiendo la sangre hervirle bajo la piel.
—No espero que invierta nada, señor Doménech. Presento una propuesta. Usted es libre de rechazarla. Lo que no le permito es que la desprecie.
Gaspar alzó una ceja, como si se divirtiera con su reacción.
—Mira qué carácter. ¿Siempre respondes así cuando alguien te cuestiona?
—No, solo cuando alguien intenta humillar mi trabajo para sentirse superior.
El silencio volvió a caer, pero esta vez era distinto. Cargado. Ricardo intervino antes de que estallara la tormenta.
—Bien, bien. Creo que todos tenemos claros los puntos fuertes y los ajustes necesarios. Tomaremos la decisión en conjunto. Helena, muchas gracias por tu tiempo.
Ella asintió, recogió su carpeta y giró hacia la puerta sin mirar atrás. Pero justo cuando iba a salir, la voz de Gaspar la alcanzó:
—Si quieres seguir intentando convencerme, cenemos esta noche. Podrás hablar sin tantas prisas.
Helena se detuvo. Volteó despacio, con una sonrisa gélida.
—Gracias, pero tengo otros planes. Con mi pareja.
Gaspar frunció el ceño, apenas imperceptiblemente.
—¿Pareja? —repitió con una voz neutra que no engañaba a nadie.
—Sí —respondió ella con firmeza—. Iremos juntos a la gala benéfica del viernes. Pero gracias por el interés.
Y se marchó, con pasos tan firmes como su decisión de no dejarse arrastrar por ese hombre.
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Gaspar cerró la puerta del despacho con fuerza. Samuel, su fiel asistente, ya lo esperaba con una tablet en la mano y la expresión de quien sabe que algo va mal.
—¿Quién es? —disparó Gaspar sin saludar.
—¿Perdón?
—La pareja de Helena. Dijiste que no tenía a nadie. ¿Te burlas de mí o simplemente hiciste mal tu trabajo?
Samuel tragó saliva.
—Señor, no encontré ningún vínculo. Ni r************* , ni fotos, ni salidas recientes. Tal vez sea algo nuevo… o tal vez mintió.
Gaspar apretó la mandíbula.
—Quiero saber quién es, cuándo empezó y por qué ocultarlo. ¿Lo tienes claro?
—Sí, señor.
—Y Samuel… —agregó, bajando el tono—. La próxima vez que me informes mal, no habrá próxima vez.
Samuel asintió y desapareció del despacho sin hacer ruido.
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Helena caminaba por el parque con el móvil pegado al oído. Una mezcla de furia y adrenalina todavía la recorría por dentro. Cuando escuchó la voz al otro lado, suspiró aliviada.
—¿Lautaro?
—Dime, salvaje. ¿A quién hay que matar?
Helena soltó una risa contenida.
—¿Recuerdas esa gala benéfica de este viernes?
—Sí, ¿vas?
—Sí… y necesito que vengas conmigo. Como mi novio.
Hubo un silencio breve al otro lado, seguido de una carcajada.
—¿Estás jugando a las telenovelas, Lena?
—No me jodas, Lautaro. No es por capricho. Dije que tenía pareja para evitar una cena con un tipo que no quiero volver a ver en privado. Y ahora tengo que demostrarlo.
—O sea, que estás metida en una de tus mentiras creativas. Como cuando tenías catorce y fingiste ser francesa para impresionar al profesor de literatura.
Helena se rió a su pesar.
—Algo así. ¿Vendrás?
—Claro. Me apetece recordar cómo se actúa en sociedad. Además, sabes que me encanta jugar a fingir que estamos enamorados.
—Lautaro…
—Tranquila. Tú sabes que yo no me enredo. Solo te protegeré de los tiburones con corbata.
—Gracias. De verdad.
—Eso sí… —agregó con tono burlón—. Me debes una cena. Francesa. Y un beso en la frente como los de antes.
—No te pases.
—Es tradición.
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Viernes. La gala benéfica se celebraba en el Palacio de Cristal, un lugar donde la elegancia se respiraba y las apariencias se sobreactuaban. Helena ajustaba su vestido frente al espejo cuando Lautaro entró en la habitación.
—Estás preciosa —dijo él, sin exagerar.
Ella giró con una mezcla de inseguridad y picardía.
—¿Seguro que no parezco una idiota?
—Pareces una reina a punto de decirle al mundo que no está en venta.
Se acercó y le dio un beso en la frente, suave y protector.
—No te preocupes. Esta noche, nadie podrá contigo.
Helena cerró los ojos un instante.
No era amor. No era pasión. Pero era lealtad. Y eso, en ese momento, valía más.
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Al llegar a la gala, Gaspar los vio desde lejos. El brazo de Lautaro en la cintura de Helena, la sonrisa tranquila de ella, el lenguaje corporal de una pareja cómoda… todo era demasiado perfecto.
—¿Quién demonios es ese? —preguntó Gaspar en voz baja.
Samuel, detrás de él, solo respondió:
—Lo sabré en una hora.
Gaspar no contestó. Solo los observó, sin saber si sentía rabia, desconfianza o un deseo aún más peligroso.
Porque si algo odiaba más que perder, era no tener el control.
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