Punto de vista GASPAR
La palabra se le atascó en la garganta.
—Tú…
Adriana avanzó con esa elegancia que siempre la había distinguido. Su perfume llenó el despacho, y de pronto Gaspar sintió que el tiempo retrocedía años atrás, a cuando aún creía que amar era seguro.
—Gaspar… —dijo ella suavemente, con una sonrisa medida—. No sabes cuánto he esperado este momento.
Él apretó los puños. La imagen de aquel adolescente herido volvió con violencia: noches sin dormir, cartas nunca contestadas, la sensación insoportable de haber sido abandonado sin explicación.
—¿Qué diablos haces aquí? —escupió, la voz rota entre rabia y dolor.
Adriana sostuvo su mirada sin pestañear. Y entonces soltó la frase que él nunca pensó escuchar:
—Yo no te dejé. Me obligaron.
Gaspar parpadeó, incrédulo.
—¿Qué?
—Mi padre… —continuó ella, bajando el tono, como si compartiera un secreto—. Me apartó de ti para protegerme de tu familia. Me dijeron que si seguía contigo, arruinaría tu futuro, que pondría tu vida en riesgo. No tuve elección, Gaspar. Creí que si me quedaba, ambos terminaríamos destruidos.
Un silencio pesado cayó entre ellos.
Gaspar sintió que el piso bajo sus pies se tambaleaba. Parte de él quería reírse en su cara, llamarla mentirosa. Pero otra parte… esa que aún dolía como un adolescente abandonado, quería creer.
Su mandíbula se tensó.
—Si eso fuera cierto… —dijo despacio, con los ojos clavados en ella—. ¿Por qué nunca peleaste por mí?
Adriana no contestó de inmediato. Solo extendió una mano hacia él, con esa serenidad que lo enfurecía y lo atraía al mismo tiempo.
—Estoy aquí, Gaspar. Eso es lo único que importa.
Punto de vista HELENA
Toqué la puerta con los nudillos antes de entrar. No esperé respuesta: necesitaba hablar con Gaspar, aunque todavía ardiera por lo que había pasado entre nosotros.
Lo que encontré me detuvo en seco.
Una mujer estaba de pie frente a él, demasiado cerca, demasiado cómoda en ese espacio que yo ya consideraba mío. Elegante, impecable, con esa clase de sonrisa que no necesita palabras para dejarte claro que pertenece a ese mundo de trajes y apellidos.
Gaspar, en cambio, parecía un hombre distinto. No era el CEO altivo ni el amante desafiante: tenía la mirada clavada en ella con una mezcla de rabia y… algo más. Algo que me atravesó como una puñalada.
—Interrumpo algo —dije, helada, clavando la vista en ambos.
Gaspar se giró hacia mí, sorprendido, como si apenas recordara que existía.
—Helena…
La otra mujer no perdió la compostura. Se limitó a sonreírme con cortesía estudiada, como si me evaluara de arriba abajo.
—Encantada —dijo, tendiéndome una mano que yo no toqué.
Lo entendí todo en un instante: ella no era una desconocida. Era parte de su mundo, del que yo nunca encajaría del todo. Y por la forma en que Gaspar la miraba, supe que no era la primera vez.
La rabia me recorrió entera, disfrazando el dolor que no pensaba mostrar.
—Ahora lo entiendo —murmuré, con una sonrisa amarga—. Yo nunca tuve lugar en tu vida, ¿verdad?
El silencio fue tan afilado que casi pude escucharlo romperse.
Adriana sonríe y dice a Helena:
—Gaspar y yo tenemos mucho de qué ponernos al día. Ha pasado tanto tiempo… pero algunas cosas nunca cambian.
Punto de vista LAUTARO
La encontré en el vestíbulo, caminando como un huracán que hubiera decidido disfrazarse de mujer. Helena tenía los ojos encendidos, y aunque intentaba sostener la barbilla alta, su rabia era evidente.
—Supongo que no fue una buena reunión —comenté, apoyándome contra la barandilla de mármol.
—No empieces, Lautaro —me espetó, fulminándome con la mirada.
Sonreí. Nunca me ofendía cuando alguien me ladraba: era señal de que necesitaba a alguien que no se quemara con sus llamas.
—¿Sabes? —dije con calma—. Conozco esa mirada. Es la misma que ponen los que creen que acaban de perder una batalla, cuando en realidad ni siquiera empezó la guerra.
Ella me fulminó otra vez, pero no respondió. Se limitó a cruzarse de brazos, como si la rabia le sirviera de escudo.
—Déjame adivinar… apareció un fantasma con demasiado perfume y modales impecables —añadí, mirándola de reojo—. Y Gaspar, en lugar de echarla, se quedó paralizado.
El gesto en su rostro fue confirmación suficiente.
—No entiendo por qué me lo cuentas con tanta frialdad —dijo al fin, la voz quebrada de indignación—. ¿Eres amigo de Gaspar… o mío?
La pregunta me sacó una carcajada breve.
—Amiga, yo no soy ni de uno ni del otro. Yo soy del juego. Y en este, el que pierda los nervios, pierde la partida.
Helena me miró con rabia y desconcierto a la vez. Tal vez esperaba compasión, tal vez un consejo menos crudo. Pero yo no estaba ahí para darle calor: estaba para recordarle que, si quería sobrevivir en ese tablero, tenía que aprender a mover piezas, no a romperlas.
—Decide de qué lado quieres jugar, Helena —concluí, encendiendo un cigarrillo con la calma de quien no se inmuta—. Porque el problema no es la otra mujer. El problema es si estás dispuesta a mirar a Gaspar y no temblar cuando todo el mundo quiera verlo caer.
Helena apretó los labios, con esa mezcla de orgullo y furia que la hacía brillar incluso en medio del caos.
—Tú hablas mucho de juegos, Lautaro —dijo, clavándome los ojos con descaro—. Pero, dime, ¿eres de los que mueven piezas… o de los que solo miran desde la barrera para no ensuciarse las manos?
Sonreí despacio, disfrutando del reto.
—Depende —respondí, dejando que el humo del cigarrillo dibujara figuras en el aire—. A veces soy el jugador… y otras, la partida entera.
Ella rodó los ojos con exasperación, pero vi cómo se le curvaban las comisuras de los labios, aunque no quisiera admitirlo.
—Eres insufrible —murmuró.
—Y tú adictiva —repliqué sin perder la calma, como si hablara del clima.
Helena me lanzó una mirada de advertencia, pero esta vez no contestó. Sabía que en ese cruce de palabras ninguno iba a ceder… y eso, precisamente, era lo que mantenía la chispa viva.
Punto de vista ALICIA
El despacho de mi padre siempre había olido a poder: cuero, whisky añejo y silencio impuesto. Yo conocía cada detalle, desde el retrato de mis abuelos hasta la alfombra persa que él mismo había mandado traer de Estambul. Nada estaba ahí por capricho. Todo era mensaje.
Cuando entré, Octavio estaba revisando unos documentos con la serenidad de quien sabe que cada firma dicta el rumbo de muchas vidas. Levantó apenas la vista para reconocerme, y me dedicó esa media sonrisa suya, calculada.
—Alicia. Qué sorpresa.
—Padre —respondí con calma, caminando hasta quedar frente a él—. No vine a sorprenderte. Solo quería saber… ¿qué planeas exactamente con Gaspar?
No se molestó en fingir. Octavio nunca jugaba a las cartas si no podía ganar la partida.
—Planeo asegurar el futuro de esta familia. Y para eso necesito a tu hermano al lado de alguien que sepa sostener su apellido, no de una mujer que solo traerá escándalos.
Supe a quién se refería. Helena.
—¿Y esa es la razón de traer de vuelta a Adriana? —pregunté, midiendo cada palabra.
—Adriana es… perfecta —dijo Octavio, con un destello de orgullo en los ojos—. Criada para moverse en nuestro mundo, leal a su familia, educada en la obediencia. Gaspar no lo ve ahora, pero lo hará.
Guardé silencio un instante. La obediencia. Así llamaba él a la sumisión.
—No subestimes a Gaspar —advertí suavemente, aunque en mi interior hervía—. Nunca aceptó lo que le impusiste de adolescente. ¿Por qué piensas que ahora será distinto?
Octavio me sostuvo la mirada con calma helada.
—Porque ahora sabe lo que está en juego. Y si se resiste… —alzó el vaso de whisky en un gesto de sentencia—, se quebrará.
Me giré hacia la ventana antes de que pudiera notar cómo se me tensaba la mandíbula. Él pensaba que todo era una partida de ajedrez. Lo que no sabía era que algunas piezas ya estaban conspirando contra el rey.
Punto de vista HELENA
No debería haber vuelto, pero lo hice. Algo en mí necesitaba verlo solo, sin testigos, sin esa mujer a su lado, sin su padre manejando los hilos.
Abrí la puerta de golpe. Gaspar estaba sentado en el borde del escritorio, la cabeza entre las manos. Alzó la mirada, y por un instante, juraría que vi al chico que alguna vez fue. Vulnerable. Perdido. Y eso me enfureció más.
—¿Así que esto es lo que queda de ti? —escupí, cerrando la puerta tras de mí—. Un hombre que se deja arrastrar por los caprichos de su padre y por una muñeca de porcelana que vuelve cuando le conviene.
Gaspar se enderezó, su mandíbula tensándose.
—No hables de lo que no entiendes.
—¡Lo entiendo demasiado bien! —grité, con los ojos ardiendo—. Entiendo que me hiciste creer que ibas a pelear, que ibas a romper las cadenas que te atan a tu apellido. Y ahora… la tienes aquí, como si yo fuera un error pasajero.
Di un paso hacia él, tan cerca que sentí su respiración.
—¿Sabes qué es lo peor, Gaspar? Que no es ella lo que más me asusta. Soy yo. Soy mayor, llevo cicatrices que tú aún no conoces, y me aterra lo que siento cada vez que me miras como si fuera lo único que necesitas. ¡Porque sé lo que pasa cuando uno de los dos se rompe! El otro queda en ruinas.
Mis palabras resonaron como un latigazo. El silencio posterior fue insoportable. Gaspar me miraba fijo, los ojos oscuros, la respiración contenida.
De pronto, se levantó de un salto, quedando a centímetros de mí. Su voz salió como un rugido contenido:
—¿Y crees que yo no tengo miedo? ¡Maldita sea, Helena! ¿Piensas que no me destroza sentir lo que siento por ti? ¡Tú eres lo único que me mantiene de pie!
Me quedé paralizada. Él dio otro paso, y nuestras frentes casi se rozaron.
—Si me dejas ahora, me matas. —Su voz se quebró, pero la intensidad en su mirada era puro fuego—. Y yo no pienso dejar que huyas otra vez.
Mi corazón golpeaba con violencia. Quise responder con rabia, con orgullo, con cualquier cosa que me salvara de lo que estaba a punto de admitir. Pero el fuego en sus ojos me envolvió, y entendí que ese era el punto sin retorno.
Me temblaban las manos, la rabia me hervía en la garganta, pero Gaspar no se apartó ni un centímetro. Me tenía atrapada contra su mirada, contra su voz, contra ese fuego que nunca sabía apagar.
—No pienso dejar que huyas —repitió, más bajo, más cerca, como si las palabras fueran un juramento grabado en mi piel—. No otra vez.
Su mano apretó la mía, y entonces lo vi: el miedo en sus pupilas, la súplica escondida bajo toda su arrogancia.
—¿No lo has entendido todavía? —susurró con la voz rota—. Yo también te quiero, Helena. Desde el primer día en que me enfrentaste, desde el momento en que me hiciste sentir que no era solo un apellido.
El aire se me cortó. Quise responder con sarcasmo, con rabia, con algo que me protegiera. Pero nada salió. Porque sus palabras me habían arrancado todas las defensas.
Gaspar me sostuvo la cara entre sus manos, con un temblor que no intentó disimular.
—Puedes odiarme, gritarme, pelearme todo lo que quieras… pero no me dejes. No me dejes, porque sin ti… no soy nada.
Y ahí, en ese despacho que tantas veces había sido campo de batalla, entendí que no había vuelta atrás.