Capítulo 29

1645 Words
Punto de vista HELENA El murmullo de aprobación de los accionistas aún retumbaba en mis oídos cuando crucé la puerta de la sala de juntas. Había sonado como un aplauso envenenado, como si todos celebraran no a mí… sino a la trampa que acababan de cerrarme encima. El pasillo me pareció más largo que nunca. Sentía el nudo en la garganta y las uñas clavadas en la palma de la mano. Iván había salido detrás de mí, estrechando manos, repartiendo sonrisas como si ya fuera el dueño del imperio. Yo, en cambio, solo quería arrancarme la piel para dejar de sentirme prisionera. —Así que lo aceptaste —dijo una voz serena. Levanté la vista y ahí estaba Lautaro, apoyado en la pared como si supiera que acabaría saliendo por esa puerta hecha un volcán apagado. —¿Qué querías que hiciera? —le solté, con un filo de rabia—. ¿Que me levantara y les escupiera a la cara que no me importa su consejo? No soy idiota, Lautaro. Si me quedaba sola, me barrían del mapa. Él no se movió. Ni una mueca, ni un reproche. Solo esos ojos tranquilos que me sacaban de quicio. —Aceptaste hoy —respondió, despacio, como si cada palabra pesara—. Pero eso no significa que aceptes siempre. Me quedé helada. —¿Qué demonios se supone que significa eso? —pregunté, sin darme cuenta de que mi voz había temblado. Lautaro se enderezó, cruzando las manos a la espalda. —Que un movimiento no define la partida, Helena. Y tú lo sabes mejor que nadie. Tragué saliva. Quise odiarlo por su calma, por decirlo con tanta frialdad. Pero en el fondo esas palabras fueron lo único que me impidió derrumbarme allí mismo. Seguí caminando sin responder, con el eco de su frase clavado como un recordatorio: hoy aceptaste, mañana puedes romper la jaula. Punto de vista ISADORA El salón privado del club desprendía el mismo aroma que siempre: madera encerada, whisky caro y poder concentrado. La mesa estaba preparada con copas, y yo no podía resistirme a saborear la victoria antes incluso de que el hielo se derritiera. Octavio alzó la suya con esa calma implacable que me sacaba de quicio y a la vez me fascinaba. —Todo salió según lo planeado. Iván, impecable en su traje, no perdió la oportunidad de sonreír con suficiencia. —No esperaba menos. Helena siempre fue predecible. Me giré hacia él, disfrutando de esa soberbia. Qué fácil era manipularlo: se creía el protagonista cuando en realidad no era más que la pieza perfecta para humillar a Gaspar. —No seas ingenuo, Iván —dije, acariciando el borde de la copa con un dedo—. Helena no es predecible. Lo que ocurre es que esta vez no le dejaron opción. Octavio asintió, satisfecho. —La clave no era que quisiera. La clave era que no pudiera negarse. Levantamos las copas. El cristal chocó con un sonido limpio, casi elegante, que marcó nuestra celebración. Yo bebí un sorbo y dejé que la sonrisa se me escapara con crueldad. —La niña aún cree que el amor puede salvarla —murmuré, dejando que las palabras flotaran entre nosotros—. Qué ingenuidad tan cara le va a costar. Iván sonrió como si esas palabras le pertenecieran, y Octavio se acomodó en su sillón, dueño absoluto del tablero. Y yo, mientras brindaba con ellos, ya pensaba en el siguiente movimiento. Porque las piezas más valiosas no son las que se exhiben en el centro… sino las que esperan en silencio para derribar al rey. Punto de vista ALICIA No había visto a Gaspar así desde que era un adolescente con el corazón roto. Caminaba de un lado a otro del despacho como un animal enjaulado, con las manos crispadas y los ojos ardiendo de una rabia que le quemaba por dentro. —¡Lo sentaron junto a Iván! —escupió, golpeando la mesa con el puño—. Como si ella lo hubiera elegido, como si yo no existiera. Lo miré en silencio, porque no quería echar más leña a un incendio que ya amenazaba con devorarlo. —¿De verdad crees que lo eligió, Gaspar? —pregunté al fin, bajando la voz—. ¿A ella, que te dijo que te quería, la ves capaz de entregarse tan fácil a los mismos que la hundieron antes? Se detuvo en seco, pero no me miró. Su respiración era áspera, como si las palabras le costaran más que cualquier negocio. —No lo sé —susurró—. No sé qué pensar. Ahí estaba la herida, la misma de siempre: no era rabia contra Helena, era miedo. Ese miedo que le había marcado cuando Adriana lo dejó sin una sola explicación, cuando aprendió demasiado pronto que incluso el amor podía venderse. Me acerqué despacio. —Lo que te duele no es verla al lado de Iván, Gaspar. Lo que te duele es que una parte de ti cree que tarde o temprano ella también va a dejarte. Por fin levantó la mirada hacia mí. Tenía los ojos encendidos, no de furia, sino de dolor. Y me partió el alma, porque detrás del CEO arrogante seguía estando ese chico que nunca se había sentido suficiente. —¿Y si lo hace? —preguntó con voz rota—. ¿Y si me elige a él otra vez porque yo no puedo darle lo que necesita? Respiré hondo, tragándome mis propias lágrimas. —Entonces déjala elegir. Pero no la juzgues antes de que lo haga. Me quedé un momento en silencio y añadí, con toda la dureza que pude reunir: —Si la quieres, lucha por ella. Pero recuerda, Gaspar: el amor no se gana con amenazas ni con orgullo. No la destruyas en tu intento de salvarla. Él cerró los ojos y se pasó la mano por el rostro. No contestó. Y en ese silencio, supe que la confesión le dolía tanto como a mí. Punto de vista GASPAR Todavía sentía el nudo en la garganta por lo que Alicia me había arrancado a la fuerza. No me gustaba mostrarle mis grietas, pero ella me conocía demasiado bien. Demasiado. La puerta se abrió con un golpe seco y Samuel entró, con la carpeta bajo el brazo y el gesto serio. —Aquí está todo, señor. Minutas de la junta, votaciones, movimientos previos. No dejaron nada al azar. Tomé los papeles como si fueran pruebas de un crimen. Mis ojos corrieron por las páginas, y con cada línea la rabia me iba trepando por las venas. —Octavio… —murmuré, apretando los dientes—. Fue él quien cerró filas con los más viejos. Compró voluntades, presionó al resto. No fue la junta… fue una emboscada. Alicia se cruzó de brazos a mi lado, en silencio. Sabía que no necesitaba decir nada: cada palabra estaba escrita en mis puños cerrados, en el crujido del papel entre mis manos. —La obligaron —dije con la voz baja, como si me costara respirar—. La sentaron ahí con Iván para humillarme a mí, no para salvar la empresa. Samuel inclinó la cabeza. —¿Órdenes? Lo miré con los ojos encendidos. —Quiero nombres, cifras, fechas. Quiero cada maldito detalle de quién movió qué ficha. Samuel asintió, pero antes de salir, Alicia se adelantó. —Gaspar… no conviertas esto solo en una guerra de poder. Recuerda lo que acabas de decirme. No es solo la empresa lo que te importa. No respondí. Mis manos ardían sujetando esos papeles, y mi mente ya ardía con otra certeza: si pensaban que podían usarla para quebrarme, no sabían lo que habían despertado. Punto de vista HELENA Cuando entré en su despacho, él ya me esperaba. No había rastro de calma en su mirada, solo fuego contenido. Cerré la puerta detrás de mí, como si así pudiera protegerme de lo que se venía. —¿Vas a explicarme qué demonios fue lo de hoy? —soltó, sin rodeos. —¿Quieres la versión corta o la larga? —respondí, intentando mantener la voz firme aunque el estómago me ardiera. —Quiero la verdad, Helena. —Golpeó la mesa con el puño—. Te sentaste junto a él como si lo hubieras elegido. La rabia me atravesó. —¿Elegido? ¡No me dieron opción, Gaspar! ¿Qué querías que hiciera, que me levantara y los desafiara sola? Me habrían barrido de la mesa en un segundo. Él me miró con esos ojos que parecían atravesarme hasta el alma. —Preferiría verte de pie, sola, antes que atada a Iván. Tragué saliva, sintiendo la furia mezclarse con la tristeza. —¿Y qué sabes tú de perderlo todo? —le disparé—. Tú nunca tuviste que empezar de cero, Gaspar. Nunca tuviste que elegir entre la dignidad y sobrevivir. Se quedó helado un instante, pero después dio un paso hacia mí, tan cerca que sentí su respiración en mi piel. —¿Y crees que no lo haría por ti? —su voz bajó, áspera, casi rota—. Si me pidieras dejarlo todo, lo haría sin dudar. Pero si tú eliges quedarte en su lado del tablero, Helena… me obligarás a convertirme en tu enemigo. El silencio cayó como una sentencia. Mi corazón golpeaba con tanta fuerza que me dolía. Lo odiaba por hacerme sentir culpable, lo odiaba por no entender. Pero lo peor era que lo amaba con la misma intensidad con la que quería golpearlo. —No me obligues a elegir, Gaspar —susurré, con la voz quebrada. Él cerró los ojos un segundo, como si esa frase lo desgarrara más que cualquier golpe. Cuando los abrió, su mirada ya no era solo furia: era dolor. Y en medio de ese silencio insoportable, supe que la batalla entre nosotros apenas comenzaba.
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