Punto de vista HELENA
El hall del edificio imponía. Mármol pulido, acero, cristales que devolvían su reflejo como si le preguntaran qué hacía allí. Pero ella ya no era la joven que temblaba frente a puertas demasiado altas. Ahora entraba con paso firme, mirada de hielo y un contrato que la respaldaba.
—Licenciada De la Vega —saludó el recepcionista, sin alzar la vista—. Piso treinta y dos. Oficina privada del señor Doménech.
La ironía le dibujó media sonrisa. Claro. Él no la quería en el buffet. La quería donde pudiera verla.
Subió en silencio. Cada planta parecía más silenciosa, más impecable, más fría. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Gaspar ya la esperaba.
Traje gris oscuro. Reloj carísimo. Ese modo de estar parado que no se enseña: se hereda o se finge.
—Helena —dijo, sin sonreír.
—Doménech —respondió, sin temblar.
—¿Café?
—Ya lo he tomado. Gracias.
Caminaron juntos por el pasillo. Él marcaba el ritmo. Ella no lo seguía: lo igualaba. En la sala de reuniones, Samuel les dejó una carpeta.
—Aquí están los primeros casos. Trabajo real, no excusas.
Helena hojeó los documentos. Divorcios de alta gama. Nombres que se casaban en portadas y se separaban en cláusulas.
—¿Y esto no lo puede hacer tu equipo legal?
Gaspar la miró con un brillo extraño.
—Podrían. Pero no quiero que lo hagan.
Silencio. Ella entendió. Él aún no sabía cómo acercarse sin poseer. Así que usaba lo que conocía: el poder, los papeles, las oficinas de vidrio.
—Bien. Lo haré —dijo Helena, firme—. Pero hay condiciones.
—Te escucho.
—Respeto. Espacio. Y ni una insinuación fuera de lugar, ¿queda claro?
Gaspar asintió. Algo en su mandíbula se tensó, como si tragar orgullo le costara más que firmar un cheque.
—No soy un enemigo, Helena.
—Entonces deja de parecer uno.
Punto de vista GASPAR
Ella llenaba la sala. Ni su perfume ni su ropa eran escandalosos, pero tenía una presencia que no se podía ignorar. Como si llevara su propia luz… o su propia armadura.
Gaspar la observó mientras trabajaba. No tomaba notas. Registraba todo. No evitaba su mirada, pero tampoco la buscaba. Y eso lo enloquecía más que cualquier desprecio.
Pensó en la carta que le envió. En cómo cada palabra era una cuerda floja. Helena no le había respondido, pero estaba allí. Trabajando con él. Eso, para Gaspar, era algo. Cuando Helena salió para revisar unos expedientes con Samuel, Gaspar se quedó solo. Cerró la carpeta, se apoyó en el respaldo de su silla y exhaló, como si el silencio le pesara demasiado.
Entonces, el pasado irrumpió sin pedir permiso.
—Bonito despacho. Mejor que el de ella.
Gaspar no necesitó girarse. Reconoció esa voz como quien identifica un mal recuerdo.
—Cebrián.
Iván avanzó unos pasos. Impecable como siempre, pero con algo en la mirada que ya no brillaba. Como si la derrota tuviera perfume caro.
—Vengo a entregar papeles. El divorcio avanza. Pensé que te gustaría saberlo, ya que estás tan... interesado.
Gaspar cerró la carpeta con calma.
—¿Te parece profesional usar tus asuntos legales para provocar?
—¿Profesional? —repitió Iván, sonriendo—. Tú tampoco estás aquí por profesionalismo. Estás aquí por ella.
Gaspar lo miró por fin. Con esa calma que antecede al desastre.
—Estoy aquí para asegurarme de que no vuelva a cruzarse con gente que confunde el amor con la posesión.
—¿Eso te hace su héroe?
—No. Me hace alguien que no se esconde detrás de expedientes para acercarse a ella.
Iván ladeó la cabeza.
—Tú no entiendes. Yo la tuve.
—Y no supiste conservarla.
Gaspar se levantó con lentitud. Su sombra proyectada sobre el cristal fue lo único que se movió.
—Te diré esto una vez, Cebrián. No la defiendo. Helena no necesita defensores. Pero sí merece que, por una vez, alguien la mire sin usarla como espejo de su propio ego.
—¿Y tú eres ese alguien?
Gaspar sonrió. Frío. Letal.
—No lo sé. Pero al menos no soy el tipo que intenta volver solo porque sabe que la próxima vez no lo dejarán entrar.
Iván bajó la mirada un segundo. Lo justo. Lo suficiente.
—Estás enamorado —murmuró, sin burla.
—Estoy decidido —corrigió Gaspar—. Que no es lo mismo… pero se parece.
Cuando Iván salió, Gaspar no se movió. Solo recogió la pluma que había estado girando entre los dedos. Y con la vista fija en la puerta cerrada, murmuró en voz baja, sin testigos:
—Esa mujer… ya no es la reina de un tablero. Es el tablero entero. Y si algún peón cree que puede volver a moverla a su antojo… se equivocó de partida.
Punto de vista HELENA
Esa tarde, mientras revisaba documentación, Helena escuchó a Samuel murmurar algo en recepción. Luego, un silencio denso.
—¿Está todo bien? —preguntó, sin alzar la vista.
—Sí… solo entregaron algo para ti.
Sobre su escritorio, una caja pequeña. Dentro, una pluma estilográfica de lujo. Sin nota. Sin firma.
No necesitaba una.
Al fondo del pasillo, la silueta de Gaspar desaparecía tras una puerta de vidrio.
Helena cerró la caja. La guardó en el cajón. Y siguió trabajando.
No porque lo ignorara. Sino porque no quería que él creyera que aún podía desarmarla con gestos.
Punto de vista HELENA
Esa noche, Lautaro la llamó.
—¿Cómo fue el primer día con tu CEO favorito?
—Como sentarme en una silla con clavos… elegante, pero incómoda.
Lautaro rió.
—¿Te vas a quedar?
—No lo sé. Pero si voy a trabajar entre tiburones… mejor que aprendan que también sé morder.
Apagó el móvil. Se quedó a oscuras en el salón.
No pensó en Iván.
No pensó en Lautaro.
Pensó en Gaspar.
Y por primera vez… no supo si tenía miedo de él o de sí misma.