Capitulo 19

1725 Words
Punto de vista GASPAR Gaspar la metió en el coche sin decir una palabra. Helena murmuraba frases incompletas, un maremoto de pensamientos perdidos. Estaba abrazada a él como si el mundo girara demasiado rápido y él fuera el único punto firme en todo el caos. Con cuidado, la acomodó en el asiento, asegurándose de que su cinturón estuviera bien puesto. Su mandíbula tensa y sus nudillos apretados sobre el volante del coche. Gaspar miraba al frente, pero sus pensamientos se disparaban más rápido que el motor de su coche. Helena se recostó, sus ojos a medio abrir, sonriendo entre lágrimas y palabras incomprensibles. Apenas podía sostenerse, y su cabeza se dejaba caer sobre su hombro, el contacto del que él nunca se cansaría. Una lágrima recorrió su rostro, y Gaspar no lo pensó ni un segundo: la borró con el pulgar, suavemente, como si ella fuera un cristal que se podría romper en cualquier momento. “Si me dices que no me amas al despertar… me iré para siempre.” El pensamiento atravesó su mente como una daga, pero no lo dijo en voz alta. Sabía que si hablaba, se rompería. Y Gaspar Doménech no se rompía. Pero esa noche… estuvo peligrosamente cerca. Ella, con sus ojos brillosos de emoción y ebria de sentimientos no resueltos, levantó la cabeza ligeramente. Sus labios se acercaron a los de él, buscando algo que no sabía muy bien qué era. En su mente, todo estaba confuso, pero su cuerpo reaccionó sin filtro. Gaspar, con una fuerza sobrehumana, detuvo su impulso. Aunque la tentación era insoportable, aunque su cuerpo pedía ceder, su mente le gritaba que no podía. No ahora. No cuando ella no estaba completamente consciente. Helena necesitaba tiempo para él. No quería hacerle el amor mientras su alma estaba perdida en otro lugar. “Estas poniendo a prueba mi control, Helena”, pensó para sí mismo. En ese momento, en su mente se disputaban la razón y el deseo, pero la razón ganó. La besó en la frente con suavidad, y la acunó en sus brazos. Si ella no podía amarle de la forma correcta, él esperaría. Iba a esperar. Porque lo que sentía por ella no era solo deseo. Era mucho más que eso. Punto de vista HELENA El sol golpeó su rostro como un juicio silencioso. Helena abrió los ojos lentamente, rodeada de sábanas blancas de lino que olían a limpieza… y a alguien que no era ella. La habitación, sobria y elegante, con paredes en tonos oscuros, detalles de madera y libros apilados con orden obsesivo, era claramente masculina. Y completamente ajena. Se incorporó de golpe. Un latigazo en las sienes la obligó a apoyarse en el cabecero con un gesto de dolor. El recuerdo del bar la golpeó en ráfagas desordenadas: su voz temblando, la llamada, ese beso cargado de más verdad que todo lo que había dicho en semanas… y después, nada. O casi nada. Recordaba brazos. Brazos fuertes que la sujetaban como si fuese lo último que valiera la pena en este mundo. Recordaba un coche. El calor de una mano acariciándole la mejilla. Y oscuridad. Un golpe suave en la puerta la sobresaltó. Una mujer mayor, de moño impecable y uniforme gris perla, entró con una bandeja en las manos. —Buenos días, señorita. Le he traído algo para el malestar. Helena se llevó una mano al pecho, intentando disimular el temblor. —¿Dónde estoy? —En la habitación del señor Gaspar —respondió la mujer con calma—. Pero no se alarme, señorita. Fui yo quien la cambió de ropa. El señor la trajo anoche, bastante afectada. La prenda que lleva puesta es de la señorita Alicia. Él no… —hizo una pausa profesional—. No entró mientras yo hacía mi trabajo. Se quedó en el pasillo. Helena bajó la vista. Llevaba puesta una camisa blanca de seda, que caía como una caricia suave sobre su piel. Sus pies estaban descalzos. El suelo, frío. La ropa interior, nueva, discreta. Todo demasiado cuidadoso como para no dolerle. La humillación le ardió en el estómago como un sorbo de alcohol barato. No porque él la hubiera tocado. Sino porque temía haber sido vista… vulnerable. Desarmada. Ridícula. —Gracias —susurró sin levantar la mirada. Sobre la mesilla había un vaso de agua, dos analgésicos… y una nota doblada con su nombre en trazos firmes y angulosos. La miró un momento sin tocarla. Parte de ella quería quemarla sin leerla. Otra parte… necesitaba saber. Al fin la abrió: "Cuando estés bien, cuando sientas que el mundo no gira tan rápido… me debes una conversación. Nada más. —G." Helena cerró los ojos. Estaba en su casa. Pero no sabía si eso era un refugio… o una amenaza con forma de esperanza. Punto de vista HELENA La cafetería estaba medio vacía, con olor a tostadas viejas y café recién hecho. Un lugar sin pretensiones, como el momento que atravesaba. Helena llegó con gafas oscuras y el alma en carne viva. No había dormido bien. No había soñado. O peor aún… no lo recordaba. Lautaro ya la esperaba en la mesa del fondo. Siempre elegía rincones donde uno pudiera derrumbarse sin testigos. Ella se sentó en silencio. Él no preguntó nada al principio. Solo le empujó la taza de café hacia su lado. —n***o, fuerte y sin consuelo. Como tu semana —bromeó. Helena esbozó una sonrisa rota. —¿Lo sabes todo? —Solo lo que no se dice —respondió, dándole un sorbo al suyo—. Y lo que deja entrever una camisa prestada y una resaca emocional. Entonces, la miró fijo, sin ironía. —Pareces alguien que despertó en casa ajena… pero con el corazón en la casa equivocada. Helena se mordió el labio. —No sé qué decirle. No sé si piensa que sigo atada al pasado… o si simplemente no quiere arriesgarse. Lautaro apoyó los codos sobre la mesa, sin perder esa mezcla suya de ternura y realismo brutal. —Lo que piensa es que aún estás rota por Iván. Y le da miedo recoger tus pedazos y cortarse. Ella bajó la mirada. Quiso negarlo. Pero no pudo. —No estoy rota. —Pero estás llena de bordes filosos —respondió él, sin perder la suavidad. Un silencio se impuso entre ambos. No incómodo, sino de esos que permiten respirar. Lautaro estiró el brazo y le acarició el pelo, como quien recuerda que las espadas también merecen caricias si alguna vez fueron empuñadas con amor. —Ya sabes que yo no soy tu príncipe azul, Helena. Pero puedo ayudarte a no tropezar con los dragones. Ella lo miró, con una sonrisa torcida. —¿Y si yo soy el dragón? Lautaro alzó su taza y brindó en el aire. —Entonces, que Gaspar se compre una buena armadura. Punto de vista GASPAR —Has dormido en el sillón. Toda la noche —dijo Alicia, inclinándose sobre la cafetera mientras el aroma fuerte se expandía por la cocina. Gaspar no apartó la vista de la taza vacía frente a él. No hizo falta fingir sorpresa. —No podía dejarla sola. —¿Porque estaba borracha? —preguntó ella, sin alzar la voz. Él negó lentamente. —Porque estaba rota. Alicia lo observó con esa mirada que perforaba la coraza, la que no necesitaba más explicaciones. —¿Y tú no? —preguntó al fin. Gaspar esbozó una sonrisa amarga, casi imperceptible. —Yo ya lo estaba… antes de que llegara. Ella se apoyó en la encimera, estudiando cada gesto de su hermano. Lo conocía desde que se hacía heridas en las rodillas y se negaba a llorar. Y lo que veía ahora era el mismo niño… solo que con cicatrices invisibles. —¿Qué esperas, Gaspar? —susurró—. ¿Que un día aparezca aquí, te mire como si no existiera nadie más, y te diga que eres el único hombre que ha amado? Él levantó la cabeza, lento, como si el peso de la pregunta fuera demasiado. —No quiero eso. —Entonces, ¿qué demonios quieres? Gaspar sostuvo la respiración un segundo. Luego, habló despacio, como quien confiesa algo que no quiere escuchar en voz alta: —Solo quiero… que, si un día me ama, no tenga que arrepentirse. Ni por mí. Ni por dejarlo todo. El silencio que siguió fue espeso. Alicia se acercó, le tomó el rostro entre las manos y le buscó los ojos. —Hermanito… eso significa que ya estás dispuesto a dejar de ganar siempre. Y eso… es lo más valiente que he visto en ti. Le dio un beso en la mejilla, cálido y breve. Antes de apartarse, le susurró: —Quizá ya eres más hombre de lo que creías. O tal vez… simplemente has empezado a amar de verdad. Gaspar no respondió. Solo apretó la taza, como si fuera lo único que podía sostener mientras el resto de su mundo temblaba. Punto de vista ISADORA La suite estaba bañada por la luz dorada de la ciudad, filtrada a través de las cortinas pesadas. Isadora se acomodó en el sillón de terciopelo como si aquel lugar —y cualquier lugar— le perteneciera por derecho. Giró lentamente la copa de vino entre los dedos, disfrutando del color rubí que atrapaba las luces nocturnas. La elegancia era su armadura, y esa noche, también su arma. —Creí que con un simple beso se calmaría —dijo, dejando que la frase cayera como quien lanza una piedra a un lago tranquilo—. Pero el muchacho fue a buscarla. Observó la silueta masculina frente a ella, envuelta en penumbra. Un hombre que prefería la sombra a la luz, porque en la oscuridad los hilos se movían mejor. —Eso lo hace más fácil de manipular —respondió él con voz grave—. El corazón blando es la mejor herramienta para destruir imperios. Isadora saboreó un sorbo largo, sin apartar la vista. Le encantaba ese momento: el instante previo a que la presa se diera cuenta de que estaba atrapada. —Veremos cuánto dura su amor cuando entienda quién ha estado moviendo los hilos —susurró, con una sonrisa tan perfecta como letal. Alzó su copa hacia él. El brindis sonó hueco, como un eco anticipando la caída de alguien. Y en su mente, ya podía oírla.
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