Capítulo 10

1336 Words
Punto de vista HELENA El sonido del mar había sido su único refugio. Pero no fue el agua lo que la arrastró aquella tarde, sino el recuerdo de un beso que no debía haber nacido. La cena en la terraza… Gaspar no la miraba como un jefe. Ni siquiera como un hombre que intentaba seducirla. Era peor. La miraba como quien tiene miedo de romper algo sagrado. Helena había accedido a cenar con él por estrategia, por educación… o al menos eso quiso creer. Pero al primer roce accidental, al primer silencio compartido, algo dentro de ella se quebró. Y cuando sus labios se encontraron, no fue porque él lo forzara. Fue ella quien se inclinó hacia adelante. Ella quien cerró los ojos. Y luego… huyó. Salió de la terraza sin decir palabra. Con los latidos en la garganta y el orgullo hecho trizas. Terminó en la playa, buscando una excusa para ahogar lo que había sentido. Y casi se ahoga de verdad. Desde entonces, todo había sido un murmullo. Los informes. Las llamadas. Las excusas. Y el silencio. Ese silencio que dolía más que cualquier reproche. Helena revisó su móvil por décima vez. Cuatro mensajes. Todos sin respuesta. Gaspar no evitaba verla… pero había vuelto a ponerse el traje de CEO: profesional, correcto, distante. Un muro vestido de traje a medida. Esa mañana, al entrar en su habitación, encontró una nota doblada junto a una pluma estilográfica. Solo decía: "Perdón." La pluma era la misma con la que él solía firmar contratos. Helena la sostuvo entre los dedos como si quemara. No entendía si era un adiós… o una tregua. Punto de vista GASPAR Gaspar miraba por la ventana del hotel, sin ver el mar. Solo se veía a sí mismo. Besándola. Sintiendo su respiración. El temblor de sus labios. Y luego, el vacío. Porque no hubo palabras. Ni excusas. Solo una huida. Había intentado fingir que nada había pasado. Que el informe tenía más peso que su deseo. Que la auditoría no era una excusa. Pero ya no podía mentirse. La nota fue su forma de rendirse sin arrodillarse. El “perdón” más sincero que había escrito en su vida… justo cuando nadie se lo había pedido. Buscó a Samuel. —Recoge mis cosas. Salimos esta noche. Sola ella. Yo necesito aire. —¿Señor? —Dile a Helena que surgió un imprevisto. Que la próxima semana nos vemos en la oficina. —¿Y la auditoría? —Que la termine sola. Puede hacerlo. Lo sabe. Samuel lo miró desde la puerta, con la maleta en una mano y la duda en la otra. —¿Está seguro de que esto es lo correcto? Gaspar tardó en responder. Se pasó la mano por la nuca, con ese gesto que solo usaba cuando algo realmente le dolía. —No lo sé —admitió al fin, con la voz más baja que de costumbre—. Pero si ella dio un paso atrás… yo no voy a dar dos hacia adelante. Miró la ventana. El mar seguía ahí, igual que cuando la rescató. —No se trata de rendirme —añadió, con una sombra de sonrisa triste—. Se trata de no presionarla. De darle espacio, aunque cada parte de mí quiera estar cerca. Samuel asintió, en silencio. Gaspar bajó la mirada y murmuró, más para sí que para su asistente: —Porque cuando una mujer huye de lo que siente… el que de verdad la quiere, no corre detrás. Espera. Y no empuja. Y con eso, cerró la puerta tras de sí. No con rabia. No con derrota. Sino con la esperanza de que, algún día, ella eligiera quedarse… sin tener que huir de sí misma. Punto de vista LAUTARO Lautaro llegó al hotel esa misma tarde. Vestía traje, corbata suelta y una sonrisa irónica, de esas que usaba cuando algo no encajaba. Se presentó como CEO de una empresa asociada al buffet. Nadie cuestionó su presencia; el apellido abría puertas, pero era su forma de mirar lo que desarmaba cerraduras. Cuando vio a Helena, supo que algo se había roto. La mirada no era de rabia. Era de ausencia. —¿Dónde está Doménech? —preguntó con sequedad. —Se fue —respondió ella, sin adornos. —¿Así, sin más? —Dejó una nota. Una pluma. Y un “perdón” tan limpio que dolía más que una excusa mal dicha. Lautaro no dijo nada. Pero sus ojos hablaron. Mucho. Horas más tarde, lo encontró. Gaspar estaba con Samuel, supervisando que todo estuviera en orden antes de partir. —¿Podemos hablar? —preguntó el joven CEO. —Eso espero. Porque si no lo haces tú, lo haré yo —replicó Lautaro, sin rodeos. Se sentaron en la terraza. Gaspar ya no tenía traje. Solo una camiseta sencilla, ojeras, y la calma tensa de quien decide retroceder para no derrumbarlo todo. —No me voy porque me asuste —dijo, sin evasivas—. Me voy porque ella necesita claridad. Y yo… todavía estoy aprendiendo a no confundir amor con posesión. Lautaro lo escuchó en silencio, girando el coñac en su copa como si el movimiento pudiera descifrarlo todo. —¿Y si al irte pierde la única certeza que le quedaba? Gaspar bajó la mirada. —Entonces tú quédate cerca. Pero no digas nada. Si me pregunta, dile que fue mi decisión. Que necesitaba ordenar mi caos antes de volver a tocar el suyo. —¿Y si nunca vuelve a dejarte entrar? Gaspar se levantó despacio. Miró al horizonte, como si allí estuviera la respuesta. —Entonces al menos sabré que esta vez… no fui yo quien la rompió. Lautaro no replicó. Porque por primera vez… vio al hombre detrás del CEO. Y supo que ese silencio también era amor. Punto de vista HELENA Esa noche, Helena se quedó mirando la pluma. La había dejado sobre la mesa, junto a la nota. Una palabra. Solo una. Perdón. No era un adiós ruidoso. Ni una retirada dramática. Era un silencio limpio. Un punto y aparte. Pero cuanto más lo miraba, menos entendía. —¿Esperas que la pluma hable? —preguntó Lautaro desde el marco de la puerta, con una copa de vino en la mano y esa ironía suave que usaba solo cuando le importaba de verdad. Helena no contestó. Solo desvió la vista, incómoda. —Se fue sin decir nada —murmuró. —Sí. Igual que hiciste tú después de la cena. Ella apretó los labios. No le gustaban los espejos cuando no estaba lista para mirarse. —No era el momento —se defendió, bajando la mirada. Lautaro entró. Caminó hasta la mesa. Observó la pluma, la nota… y a ella. —Y este… tampoco lo era para él. Pero no se quedó a forzarlo. Helena alzó la cabeza. —¿Estás defendiéndolo? —Estoy diciéndote que a veces, el ego nos hace pensar que nos abandonaron… cuando en realidad fuimos nosotros quienes soltamos primero. Silencio. Uno denso. Lautaro la miró con ternura. No con lástima. Con cariño brutal. —Tú también tienes derecho a tener miedo. Pero no te engañes. Él no huyó de ti… se apartó porque tú no le diste espacio para quedarse. Ella no respondió. Solo cerró los ojos un instante, como quien intenta que no se le caiga el alma por la garganta. —No lo voy a esperar —susurró al fin, casi como una trinchera. Lautaro sonrió con tristeza. —No tienes que hacerlo. Pero si regresa… no será para tocar la puerta. Helena lo miró, confundida. —Será para tocar tu alma. Y ese día… tú decidirás si estás lista para amar a alguien que, por ahora, ha elegido respetarte más de lo que se respeta a sí mismo. Helena bajó la mirada. No dijo nada. Lautaro se giró hacia la ventana, su copa medio vacía en la mano. —El único pecado de ese chico fue quererte demasiado pronto. No lo conviertas en culpable por haberlo hecho bien.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD