CAPÍTULO 1

1148 Words
GASPAR La puerta se cerró tras él con un clic seco. En cualquier otro lugar, habría sido recibido por una sonrisa falsa, una mano extendida y una voz que exageraba cada sílaba de su apellido. Pero allí no había nadie. Ni una recepción ocupada. Ni una secretaria corriendo a ofrecerle café. Sólo un silencio contenido y la sensación de haber entrado en un lugar que no necesitaba adornos. Gaspar Doménech no era impaciente, pero odiaba perder el tiempo. Sacó el móvil del bolsillo de su chaqueta y revisó el correo. Nada urgente. Un paso firme resonó en el suelo pulido y, al levantar la vista, la vio. Ella. Con el ceño relajado, el cabello recogido sin esfuerzo, y unos ojos verdes que lo miraban con la misma intensidad con la que él solía mirar al mundo. Sin miedo. Sin necesidad de fingir agrado. —Buenas tardes —dijo ella, sin titubeos—. ¿Puedo ayudarle? —Gaspar Doménech. Tenía una reunión con el señor Salazar. Me adelanté un poco, parece que no hay nadie en recepción. —Sí, el asistente de dirección ha salido antes. Estoy cubriendo su puesto esta tarde —respondió, sin disculpas, sin excusas. Como si no le debiera nada a nadie. Gaspar asintió, curioso. Había algo en su forma de hablar que lo descolocaba: su tono era educado, pero no servil. Su presencia era discreta, pero firme. Y había algo más. Algo en su forma de estar allí que no cuadraba con el resto del personal que conocía en lugares como ese. —¿Quiere pasar a la sala de espera? El señor Salazar no debe tardar —añadió ella, ya dándose media vuelta. —¿Y usted? ¿Trabaja aquí desde hace mucho? Ella se detuvo. Lo miró por encima del hombro. —Lo suficiente para saber que esas preguntas no se responden en el pasillo. Él sonrió. No de forma arrogante, sino como un niño que acaba de encontrar algo que no esperaba: una chispa en mitad de la rutina. —¿Puedo al menos saber su nombre? —Helena. —Bonito. Le va bien. Ella no respondió. Pero sus ojos lo dijeron todo. "No juegues conmigo, Doménech. Aquí no." Y justo cuando él pensaba que el silencio iba a tragarse la escena, ella volvió. —¿Desea un café mientras espera? —No, gracias —contestó él, aunque en realidad sí quería uno. Pero la quería a ella, en esa pausa, no en una bandeja de porcelana. La quería mirándolo sin filtros, justo como lo había hecho hasta ahora. Antes de que ella se alejara del todo, soltó con suavidad: —No está acostumbrada a tratar con gente como yo… y eso es refrescante. No hubo respuesta. Pero él lo sabía. Acababa de entrar en un terreno que ni siquiera sabía que estaba buscando. Y Helena… Helena lo había descolocado. Un timbre agudo rompió el silencio. Helena atendió de inmediato. Asintió dos veces, sin hablar, y colgó. Luego lo miró. —El señor Salazar se ha retrasado. Dice que estará aquí en quince minutos. Me ha pedido que lo mantenga informado… y acompañado. Gaspar ladeó la cabeza, entre divertido e intrigado. —¿Eso significa que tengo permiso para entretenerla? —No —respondió ella, seca, con una media sonrisa que desmentía la rigidez de su tono—. Significa que no me puedo ir. Ella se sentó en la silla de enfrente, cruzó las piernas con naturalidad y sacó una carpeta. —¿Le molesta si trabajo mientras espera? —No, adelante. Me gusta observar a la gente cuando está concentrada. Revela más de lo que cree. Ella no levantó la vista, pero él lo notó: una ceja sutilmente arqueada. Había picado. 📖 CAPÍTULO 1 – HELENA Lo vi entrar desde el despacho, justo cuando estaba terminando de corregir un par de documentos urgentes para el socio principal. Ni siquiera tuve que adivinar quién era. El apellido Doménech lleva tiempo rondando en los pasillos del bufete, envuelto en rumores, expectativas y reverencias innecesarias. Al principio, pensé que esperaría en recepción como cualquier otro. Pero al parecer, el destino tenía otros planes para mí. Me acerqué con el mismo paso seguro con el que suelo moverme entre estos muros: sin prisa, sin pausa, sin bajar la cabeza. Y ahí estaba él. Alto, elegante, con ese porte que no necesita presentación. Pero lo que realmente llamó mi atención fue su mirada. Había algo de dulce y peligroso en ella. Como si tuviera la capacidad de leerme en silencio. Me obligué a responderle de forma profesional. Para mí, era otro cliente más. Uno joven, con mucho por demostrar. En este mundo, los apellidos pesan, sí, pero el tiempo es el verdadero juez. A sus treinta años, aún le faltan horas de vuelo. Y yo... yo ya no pertenezco a ese cielo. Mientras hablábamos, mi mente volaba. Pensaba en las mil cosas que me habría gustado decirle: que bajara la mirada, que no me analizara como si fuera un enigma. Que aquí no, no hoy. Que ya había aprendido que las miradas intensas no pagan facturas, ni curan heridas. Pero no dije nada. Solo lo conduje a la sala, como si nada en mí se hubiera estremecido. Cuando ofrecí el café y él rechazó con esa media sonrisa, supe que había notado algo. No sabía el qué. Pero lo había notado. Y entonces lo dijo. “No está acostumbrada a tratar con gente como yo… y eso es refrescante.” Tuve que contener la risa. Porque si supiera lo poco que me impresiona su tipo de gente, quizás no habría dicho nada. O quizás sí. Porque hay miradas que no se olvidan. Y la suya, por desgracia, ya se había quedado en algún rincón de mi memoria. El teléfono sonó y, por inercia, lo atendí. Era Salazar. Se había retrasado. Y como no podía quedarse sin saber qué hacía su flamante invitado, me pidió que lo mantuviera “atendido”. Suspiré por dentro. Volví a la sala con la misma compostura de siempre. —El señor Salazar tardará unos quince minutos. Me ha pedido que le haga compañía. Pido disculpas si interrumpo su descanso. —¿Eso significa que puedo entretenerla yo a usted? —preguntó, con esa media sonrisa que parecía tener en stock. —Eso significa que no me puedo ir —repliqué, y lo vi inclinarse hacia atrás, divertido. Me senté enfrente. No por él, por mí. Porque no quería que notara el pequeño temblor en mis dedos. Saqué una carpeta. Trabajo rutinario, escudo perfecto. —¿Le molesta si trabajo mientras espera? —Para nada. Me gusta observar a la gente cuando está concentrada. Revela más de lo que cree. No alcé la vista. No debía. Pero no pude evitar que una ceja se arquease, rebelde. Y ahí estaba de nuevo. Ese juego. Ese terreno resbaladizo. Maldito Doménech.
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