Escape permitido

2025 Words
—Terminemos con la cosa —dijo en voz alta la chica de cabello corto y mirada retadora que llegó al final. El equipo se completó. Era el segundo año en el que Luciano participaba como voluntario. Su madre se mostró complacida cuando le dijo que quería ser parte del movimiento de Nuevo Oasis. Encaminar de nuevo a las jóvenes promesas era una tarea que llevaba a cabo con todo gusto. —A partir de aquí vamos a pie —informó el monitor del equipo púrpura—. Las villas donde se quedarán están a dos horas, así que comencemos. Espero que hayan traído equipaje fácil de transportar —eso salió con un deje de satisfacción y una sonrisa malévola. Su monitor se llamaba Eider. Luciano lo conocía del año pasado. Eider era famoso por ser un adicto al ejercicio y por detestar en voz alta a los veganos. Otra de sus famas era la de llevar al límite físico a los chicos que le eran asignados. Luciano tenía que prepararse. Usó lo más escondido posible su inhalador y se dispuso a avanzar con la multitud. La caminata no sería sencilla. Montañas cubiertas de selva verde y nubes bajas los rodeaban. El alineado grupo sudaba por el ejercicio intenso. —¡Rápido, rápido! —gritaba Eider, eufórico—. ¿Todavía se les antoja un pasón, ¿eh? ¿Qué tal un cigarrito? ¿O una copita? ¡Nada de eso van a encontrar aquí! ¡Así que rápido! Se encontraban en un campo amplio con senderos de tierra y árboles frondosos a los costados. Eider iba por delante con una postura firme y decidida. Vestía una camiseta de entrenamiento gris con el logo de un equipo deportivo. Sus ojos observaban cada movimiento de los jóvenes que intentaban seguirle el ritmo, algunos a regañadientes. Corregí a gritos a aquellos que no se esforzaban lo suficiente. Durante el trayecto realizaron saltos pliométricos, corrieron en un circuito improvisado, hicieron abdominales y flexiones. El sol de la tarde cayó sobre sus espaldas. La humedad de la selva chiapaneca volvió el aire pesado, difícil de respirar, lo que aumentaba el desafío para una persona que sufre enfermedades respiratorias. La chica de cabello corto refunfuñaba. Luciano la vio a lo lejos, al extremo de su misma línea. El sudor recorría su rostro redondo. En Luciano la fatiga comenzó a pasarle factura. Tuvo que detenerse a tomar aire. —Descansa, bro —le dijo en voz baja Eider, al mismo tiempo que le daba una palmada que quizá él creía que era leve. Luciano aceptó porque sabía bien que lo necesitaba. Se acomodó en una gran roca. Solo serían dos minutos… La chica de cabello corto enseguida levantó la mano y, con voz entrecortada, protestó: —¿Por qué él sí puede sentarse y los demás no? Eider la miró fijo desde su posición. Su rostro no mostró signo alguno de simpatía. Dio unos pasos hacia ella. Las botas de entrenamiento aplastaban el terreno de tierra bajo sus pies. —Si no puedes quedarte callada, niña, vas a tener que esforzarte el doble para ganar tu descanso. El resto de los jóvenes observaba en silencio, confundidos. La chica trató de volver a protestar, pero Eider no le dio oportunidad. —Haz cincuenta burpees. Y luego corre cinco vueltas al campo. Después podrás descansar como tu compañero. —Eso ser abuso… —¡Diez vueltas al campo! —sentenció Eider ante la nueva queja—. Aquí yo soy el que manda, niña. —Me llamo Renée. —Y yo me llamo “gringuita de barrio”. Algunos rieron bajito. Renée se arrastró hasta el suelo y comenzó a hacer los burpees con lentitud. Con cada uno de ellos le temblaban los brazos, mientras luchaba por levantarse después de cada repetición. La vista de Eider nunca abandonó a la joven. Los espectadores se mantienen atentos. Sin saber por qué, Luciano se sintió culpable del castigo impuesto a la joven. —Todos ya saben que aquí no hay espacio para la debilidad —añadió Eider. Renée seguía luchando por terminar la primera orden. Agotada pero decidida, continuó. Su respiración se volvía cada vez más irregular. Cada burpee era más lento que el anterior. Por el número cuarenta y cuatro su cuerpo parecía no responder más, pero los gritos de Eider la tenían en movimiento. Algunos la observaban admirados, otros con cierta compasión. A medida que Renée se acercaba al número final de burpees, su cuerpo empezó a ceder. Al realizar el movimiento de empuje en el último, se tambaleó y cayó de rodillas en el suelo. El impacto la hizo gritar de frustración. Su rostro reflejó el dolor físico, pero también el deseo de no rendirse. Luciano creyó que Eider intervendría, pero le sorprendió ver que ella cerró los ojos por un momento y luego se levantó. En un último impulso, hizo el que le faltaba. Los demás jóvenes aplaudieron sin poder evitarlo, y algunos hasta chiflaron. Para sorpresa de Luciano, Eider no se retractó. Faltaban las diez vueltas, y así se lo indicó a la joven castigada. En cuanto ella se incorporó, el monitor hizo un gesto para que iniciara con las vueltas. La muchacha dio un paso, luego otro, arrastrando los pies, pero no se detuvo. Cada zancada parecía que su cuerpo estaba a punto de colapsar, pero siguió avanzando. El polvo de la tierra seca y el aire húmedo se mezclaban con el sonido de su respiración entrecortada. Una, dos, tres, cuatro vueltas… Al final de la quinta, cuando dio el último paso, Eider la detuvo al levantar la mano. Renée cayó de rodillas al suelo, agotada, pero victoriosa. —Ya, con eso está bien —le dijo entre dientes, aunque ocultó una media sonrisa—. ¡Avancen, avancen! —ordenó a los otros jóvenes—. Salen cosas raras en la noche por estos lugares. “Cosas raras”. Esa parte hizo eco en Luciano. Al pasar cerca de Renée, esta le dedicó una mirada de desprecio, por eso evitó saludarla. Quería hacerlo. Con ella no cruzaba palabra todavía. En su manual decía que una de sus tareas era convivir con los jóvenes inscritos. El grupo celebró cuando terminó la larga caminata. Se detuvieron al llegar a las villas de madera donde pasarían todo el campamento. El sol ya había desaparecido y el cielo quedó teñido de tonos azules y negros. Luciano admiró emocionado las estrellas. Estrellas que no se veían más en la gran ciudad. Las casas eran pequeñas, de dos plantas, pero pintorescas con sus techos de tejas de barro. Estaban distribuidas en pequeños grupos, a lo largo de un camino de tierra rodeado de vegetación, donde el aire fresco de la tarde olía a humedad y tierra. Las paredes de madera reciclada lucían pintadas en colores vibrantes: algunas de un azul cielo, otras en tonos de verde oliva o rojo terracota, con detalles en blanco y crema que daban un aire de calidez y sencillez. Cada una tenía una pequeña hamaca colgada en la terraza, y las ventanas abiertas, aunque protegidas con herrería, permitían que el viento suave entrara y refrescara el interior. El campamento era costoso. Pese a su finalidad, no iban a dormir a los muchachos en simples casas de campaña. En una villa les tocaba compartir a diez muchachos, divididos en hombres y mujeres; así hicieron con el grupo púrpura. Los murmullos de los chicos eran incomprensibles. Luciano no tenía todavía un compañero al que pudiera acercarse, así que solo se limitó a acomodar sus pertenencias en uno de los cubículos de la planta baja; el más cercano a la puerta principal. En cada grupo había cinco voluntarios cuya tarea era vigilar a los otros chicos. Adentro Luciano se sintió sofocado, por eso decidió levantarse de la sencilla cama y se atrevió a salir. Sabía que él sí lo tenía permitido, y aprovechó la oportunidad. Afuera, el sonido de la naturaleza lo reconfortó. Sin hacer mucho ruido, se alejó de la villa. Mientras caminaba, el sonido de las hojas crujiendo y el rumor del viento lo envolvían. ¡No más tráfico, estrés, una vida apresurada y un día que no era suficiente! Luciano se mantuvo quieto, cerró los ojos, y respiró profundo. El aire fresco y revitalizante se coló en sus pulmones, y su cuerpo pareció relajarse luego del intenso ajetreo. Si alguno de sus padres lo viera seguro lo reprendería por no llevar puesto un suéter, y lo haría regresar ya. En la capital, ambos lo despidieron preocupados, como era su costumbre. Las decenas de recomendaciones no faltaron. Colgaba de su cuello un collar con dije redondo de plata que se suponía alejaba a los espíritus malignos y otras maldiciones. Solo se lo ponía para complacerlos. En la maleta que le alistaron, el doble de grande, llevaba ropas y medicamentos extras “por si acaso”. Todo a su alrededor parecía en calma. Estaba a punto de regresar, pero, de pronto, un ruido agudo lo hizo detenerse. Fue una especie de rasguño que recorrió la corteza de algún árbol cercano. Él se tensó y su corazón latió más rápido; podía escuchar su respiración agitándose. Dio un paso atrás, pensando que tal vez algún animal o incluso un compañero del campamento se acercaba, pero el ruido se repitió, esta vez más próximo. ¡Había algo que se deslizaba entre la vegetación! Luciano se giró hacia el origen del sonido, sus ojos recorrieron las formas densas, donde solo existía penumbra. ¿Un animal? ¿Una broma? ¿Un asaltante? Aunque se esforzó, no lograba ubicarlo. Sabía que no estaba solo allí. Su instinto le indicó que saliera lo más pronto posible. En ese momento, vio que una sombra se desplazó veloz. Luciano retrocedió un par de pasos, sin poder moverse más. Mantuvo la vista fija en el lugar. Sus oídos se taparon y sufrió un breve mareo. Un susurro inesperado lo estremeció. ¡Esa fue una voz humana!, pero no pudo saber qué dijo. El miedo lo poseyó. ¡Era tiempo de correr! Dio media vuelta y lo hizo sin dudarlo. La adrenalina lo recorría, fluía por todo su cuerpo. Era capaz de sentir lo que se movía acechante detrás. Después de lo que le pareció una eternidad, se encontró con el inicio de las villas. Raro, porque no creyó haberse adentrado tanto en la selva. A pesar de todo, decidió voltear atrás. Lo hizo de reojo y con la presión en el pecho. ¡Nada! Allí solo se vio de cara con la naturaleza y sus sonidos habituales. —¿Qué te pasó? —escuchó que le preguntaron a su izquierda. Giró veloz. Sus conocimientos en defensa personal que tomó a regañadientes le serían útiles por fin. Había un sudor frío que le cubría la frente. Luciano no respondió de inmediato, se agachó primero para recuperar el aliento, aunque no lograba quitarse la sensación de angustia. —Sí... solo... salí a tomar un poco de aire —respondió sin ver a su compañera a la cara. Se trataba de una joven de baja estatura que era parte de otro equipo. Tal vez del rosa, o del verde… La chica lo miraba con una ligera ceja levantada, pero no dijo nada más. Ya más concentrado, Luciano se irguió y, en ese instante, apareció la vergüenza. —¿Quién eres? —le preguntó a la joven. —Vania —respondió ella—. Del grupo rosa. —Sonrío pícara y señaló su cabello largo y pintado de rosado—. ¿También te escapaste? Él contempló aquellos labios curvados hacia arriba y por unos segundos olvidó sus obligaciones. ¿Por qué ella lo estaba poniendo nervioso? —¿A dónde vas? —la cuestionó cuando cayó en la cuenta de que se salió de su villa. —Vine a buscar a una amiga. En su grupo están planeando hacer una fiesta mañana. —Colocó una mano a un lado de la boca—. Su novio trajo meta. ¿Te gustaría acompañarme? Luciano no quería volver a adentrarse en la selva, pero, dadas las circunstancias, iba a tener que hacerlo.
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