Emociones encontradas

1447 Words
(Bastián)  La familia de Roxana es una de esas familias que te hacen sentir en tu casa, aunque vengas recién conociéndolas. Al final, aquel día me quedé hasta casi las once de la noche allí; me despedí y aseguré que pasaría al día siguiente para ver cómo seguía mi nueva amiga. Llegué a mi departamento y repasé aquel largo día. Y no largo de malo, sino que largo por todo lo sucedido. Así que esa era mi vecina. Y yo que había despotricado casi todo el día contra ella. Sonreí y me burlé de mí mismo. El teléfono sonó y me apartó de mis cavilaciones. ―Aló. ―Por fin te dignas a contestar, ¿dónde estás? ―En mi casa, ¿por? ―Te he llamado un montón de rato y tú ni luces, pensé que la devoradora te había secuestrado. ―Se fue a la casa de su amiga. ―Te dejó botado ―repuso con sorna. ―No, era mejor que se quedara en su casa, allá pueden cuidarla mejor y no quedará sola en el día. ―Claro ―ironizó. ―¿Qué quieres? ―pregunté de mal humor. ―A ver, Bastián, tú sabes quién es esa mujer, ¿cierto? ―Almendra. ―Aparte de su nombre. Resoplé sin contestar. ―Sí, efectivamente, Almendra Ríos es la vecina de tu garaje, a la que quieres echar a toda costa de tus terrenos. ―Cosa que, según tú, es imposible. ―Así es y por lo mismo te recuerdo que en la mañana decías que le ibas a hacer la vida imposible a esa mujer. ―Tuvo un accidente. ―Sí, y muy bien que podrías haberle endosado ese problema a otra persona. ―¿Endosado ese problema a otra persona? ¡Gustavo! Ella no es una cosa que si te estorba la apartas. ―Hasta antes de verla te estorbaba y bien dispuesto que estabas a apartarla como fuera. ―Sabes que no lo hubiera hecho. ―¿No? ¿Quién me asegura que no fuiste tú el que soltó el caballo para que chocara con ella? ―No caería tan bajo ―murmuré. ―Quizá sí, por esto te sentías tan culpable y tan responsable por ella. ―No digas idioteces, yo no soy un asesino, chocar con un caballo podría haberla matado. ―Es broma, hombre, estás demasiado sensible con el tema. ―Me preocupa. ―Ella está bien, tú mismo me lo dijiste. ―Sí, pero igual, todavía estaba como perdida, como pegada; se quedaba a ratos en silencio y ni cuenta se daba. ―En el hospital dijeron que aquello era normal, no te preocupes, mañana va a amanecer mejor. ―Ojalá. ―Te caló hondo esa mujer. ―Es preocupación, nada más ―mentí. ―Claro, y yo soy el rey de España. ―Es verdad, me preocupa, nada más ―mentí. ―Como digas ―aceptó con burla, me conocía demasiado bien―. Oye, voy a poner el dedo en la llaga, que al final, allá no pudimos conversar. Mañana tengo que ir al banco, pero necesito tu firma para depositar el cheque de la compraventa del terreno de Almendra. Se me hizo un nudo en el estómago. ―Ya, ¿a qué hora nos vemos? ―A las diez en el banco de siempre, tengo una audiencia y ahí cruzo al banco, tengo libre hasta las once, ¿nos tomamos un café? ―De acuerdo, nos vemos a las diez. Colgué el teléfono y me quedó un mal sabor de boca. Sí, lo admito, Almendra me cautivó en cuanto la vi, pero no la quería en mis terrenos, no en esos terrenos, mucho menos para seguir con la obra que tenía mi mamá, no quería un nuevo jardín de flores en ese lugar; prefería que se fuera de allí, estaba dispuesto a buscarle yo mismo otro lugar con tal de que ese sitio no lo utilizara ella. No ella. Y no en flores. Al día siguiente, poco antes de las once, me separé de mi amigo; él se fue a atender un caso y yo me fui a ver a Almendra. Estaba mucho mejor. Se le notaba en la cara. La señora Eli, la mamá de Roxana, me recibió con un café, yo había pasado a comprar unos pastelitos y unas golosinas para los niños, que resultaron ser encantadores. Al final, me invitaron a almorzar, invitación que acepté encantado. Almendra estaba levantada de la cama, pero le acomodaron el sofá y allí se quedaba casi todo el tiempo, solo se salía de allí para comer e ir al baño, incluso, el café de media mañana, lo tomamos con ella en la salita. ―¿Cómo te sientes ahora que te paraste? ―le pregunté mientras la acompañaba a la mesa para almorzar. ―Yo me siento bien, son ustedes los que me tratan como inválida. ―No te tratamos como inválida, lo que pasa es que parece que tú no comprendes que los movimientos bruscos, el estar mucho de pie, los esfuerzos, impiden que tus neuronas se recuperen, recuerda que ellas siguen rebotando en tu cabeza y necesitan tranquilidad para asentarse. ―Pero me aburro ―protestó. ―Yo sé, pero son pocos días. ―Es que no puedo quedarme inmóvil, aunque sean solo unos días, tengo cosas que hacer. ―Pídele a Roxana, a alguien más, yo te puedo ayudar si quieres. Se detuvo. ―Roxana tendrá todo el peso de la tienda y de los trabajos en la nueva sucursal, no puedo darle más carga. Y no tengo a nadie más. ―¿Y yo? Yo te puedo ayudar. ―Tú tienes tus cosas, tus responsabilidades, tu trabajo... ―Soy el jefe y sé delegar, no tengo que estar encima todo el tiempo. ¿Qué necesitas? Dímelo. Bajó la cara sin contestar y reemprendió el camino. ―Almendra. ―La detuve con suavidad. ―No, Bastián, tú has hecho demasiado por mí y no puedo seguir abusando. Yo te agradezco de verdad todas tus atenciones, todo, todo, pero no soy una aprovechadora. ―Si tú me lo hubieras pedido, podría haber sonado como aprovechamiento, pero yo te estoy ofreciendo mi ayuda, además, solo serán tres días en los que estarás así, luego, iremos al médico para ver cómo sigues y ver si te da el alta, y si es así, podrás volver a hacer tu vida normal. ―¿Y si no? ―No pienses en negativo, ¡claro que te darán el alta! ―El accidente me dejó tonta ―murmuró contra sí misma. ―Si le quieres echar la culpa al accidente ―bromeé para alivianar la situación. ―¡Oye! ―Yo digo. No te conocí antes del accidente, así es que, en eso, no puedo opinar. Entrecerró los ojos, al parecer quería contestarme, pero no se le ocurrió qué decir. ―Vamos a almorzar mejor para que dejes de decir tonterías como que no te vas a recuperar, ¿okey? Más tarde me dices lo que necesitas para ayudarte. Iba a hablar cuando la interrumpió el llamado de la señora Eli para que nos apresuráramos. ―Menos mal, yo pensé que se les había olvidado que tenían que venir a comer ―nos regañó con algo de sorna.  ―Perdón, es que nos quedamos conversando ―nos justifiqué. ―Fue mi culpa ―repuso Almendra. ―¡Estaban pololeando! ―se burló Joaquín, uno de los hijos de Roxana. ―¡Joaquín! ―lo retó su abuela. ―¿Qué? ―preguntó con falsa inocencia. Yo me largué a reír. ―Ojalá hubiéramos estado pololeando, pero no, tu tía Almendra estaba peleando conmigo. ―¡Yo no estaba peleando! ―negó. ―¿Cómo que no? Estabas reclamando que te tratábamos como inválida, que estabas aburrida, que tenías un montón de cosas que hacer y que, como yo soy hombre no te puedo ayudar. ―¡Yo no dije eso! ―Entonces, dime, ¿por qué yo no te puedo ayudar? ―Porque no quiero abusar de ti. ―¡Ya! Déjense de discutir en la mesa ―nos reconvino la abuela―. Compórtense como adultos y no como niñitos. Joaquín y Lucía, los hijos de Roxana, se rieron por lo bajo, a mí también me dio risa, pero apreté los labios para no reír. Almendra me miró como si quisiera asesinarme, no me importó, las miradas no matan, así que le cerré un ojo y le tiré un beso silencioso. Ella me sacó la lengua, enojada, y yo tuve que hacer un esfuerzo sobrehumano para no saltar y besarla hasta que se me diera la gana.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD