Los sueños fallan

1735 Words
(Bastián) Golpeé con la carpeta, que me habían entregado hacía pocos minutos, el escritorio. Me sentía furioso, o más que eso, sentía cosas que no pueden ser descritas con una sola palabra. Ni con mil. ―Bastián, cálmate ―me rogó mi mejor amigo y mi abogado. ―¿Cómo quieres que me calme? ¿Por qué le vendiste ese terreno a una mujer que quiere colocar un jardín en ese lugar? ¡No! Eso lo arrancó mi padre de cuajo de allí porque no quería nada que le recordara a su mujer; tú sabes la historia, tú sabes de la tragedia; tú, menos que nadie, podía vender eso para recordar por siempre a mi mamá. ―Bastián, eso pasó hace mucho tiempo, además, ¡tú ni siquiera vives allí! No sé de qué te quejas. Yo te dije, te lo advertí, pero tú no tomaste en cuenta y me dijiste que yo hiciera lo que tuviera que hacer, tampoco es que los terrenos se estén vendiendo con mucha facilidad. Y la mujer que lo compró es una empresaria que se enamoró del lugar en el mismo momento en el que vio el aviso, todavía ni había visto el terreno; según ella, su instinto no le falla. ¿Qué querías que hiciera? Tú no me dijiste que no querías un campo de flores ahí. ―Lo sabías. ―Pero, Bastián, por favor, tampoco es para que te pongas así. ―¿No te das cuenta de que allí surgió el problema que llevó a la muerte a mi mamá? ―Sí, pero no fue el jardín, fue la casa que utilizaba como motel el problema, y no puedes decir que no. La casa debieron destruirla, no el jardín que no tenía culpa alguna. ―¿Y no se puede hacer nada? ―No lo sé, tú me otorgaste el poder absoluto sobre tus tierras para venderlas, ya está hecho; si no quieres venderlas ahora, deberás llegar a un acuerdo con la dueña legal, aunque dudo que la deje ahora, pues estaba fascinada, ella tiene una florería en el sector alto de la ciudad y muy pronto abrirá una sucursal en el centro, así es que dudo que quiera llegar a un acuerdo, tendrías, no solo que devolverle el dinero, también tendrías que recompensarla y eso serán más trámites y más dinero. Negué con la cabeza. ¡Una florería en el sector alto de la ciudad! Seguramente era una de estas tipas estiradas que miran por encima del hombro a todos los demás que no son de su clase. Y yo soy de esa misma clase, lamentablemente. ―¿Qué dices? ¿Dejarás que se quede con el terreno? ―¿Acaso tengo opción? ―Tú decides. ―No, tú decidiste por mí ―ironicé con rabia. ―Ya, hombre, si no es tan terrible. Es una joven maravillosa, eso te lo puedo asegurar, ama las plantas tanto como tu mamá. Es una de esas a las que llaman “abraza-árboles”. ―Mi mamá abrazaba mucho más que árboles ―repliqué resignado. ―Bueno, entonces, ya está todo saldado. Todos felices. ―No lo creo. ―Sonreí al darme cuenta de un pequeño detalle que mi amigo no logró ver antes. ―¿Qué pasa? ―No, dime tú qué pasará cuando ella se entere que el terreno colindante será un estacionamiento de camiones. ―¿Siempre vas a dejar allí los camiones de la empresa? ―Claro, ¿qué creías? Necesito un lugar donde dejarlos por la noche y qué mejor que allí, lejos de todo y, sin embargo, a mano para devolver a los trabajadores a sus casas. Además, sabes que ya está todo hecho. ―Bueno, en la ciudad hay tráfico todo el día, así que supongo que no habrá problema. ―Y si lo hay, pues tendrá que irse. ―No lo hará. Bueno, ya te entregué los documentos, ahora me voy porque un caso me espera en Tribunales. ―Dale saludos a tu Usía ―me burlé. ―Gracioso ―respondió. Largué una carcajada en tanto mi amigo salía rumbo a su cita con la mujer de la que todos estaban enamorados, pero que, por la misma razón, a Gustavo no le llamaba la atención, por más que ella se le declarara abiertamente, al parecer, no le gustaba perder y mi amigo había sido el único que no había caído en sus garras. Miré la hora. Eran las nueve y cuarto. Lunes. Primer día de la semana, primera hora de la mañana, primer día hábil del mes, y ya todo marchaba mal. Yo no quería ver las tierras de mi mamá convertidas de nuevo en un jardín, sería tener el recuerdo de ella latente y no quería. Ella tuvo un amante y nos abandonó, no de presencia, pues su alcurnia no le permitía un divorcio, pero sí lo hizo en casa. Su jardín y su casita eran lo más importante para ella, mi papá y yo quedamos relegados a los espacios públicos, donde se jactaba de tener una familia maravillosa, que no cambiaría por nada. Y sí que nos cambió. Nos cambió por unas plantas... y por otros hombres. Recibí una llamada en ese momento, era el supervisor de terreno con un problema, uno de los camiones había chocado pues se le habían cortado los frenos y era necesaria mi presencia en el lugar. Salí a toda prisa rumbo a la dirección que me había dado y, al llegar, ya todo estaba más calmado, aun así, el camión debía ser llevado a reparación. Por suerte, nadie había resultado afectado, solo un vehículo menor terminó con sus latas algo abolladas, ante lo cual me comprometí a enviar a mi mecánico para que lo arreglara. Terminado el trámite aquel, decidí ir a ver las tierras de mi padre, las que estaba vendiendo por lotes, así era más fácil venderlas y también evitaba que hicieran casas o departamentos, prefería que las usaran de bodegas, almacenes, pero no industrias o inmobiliarias, a pesar de trabajar codo a codo con ellos, pues mi empresa era de distribución de todo tipo a lo largo del país: Transportes Uribe. Mi mamá odiaba ese apellido, lo encontraba tan poblacional, y siempre me pregunté que, si lo consideraba ordinario, ¿por qué se había casado con un hombre con ese apellido? Claro, ella era Oyanedel de los Ríos, presumía de ser descendiente de Catalina de los Ríos y Lisperguer, la famosa “Quintrala”, y quizá tenía razón, pues era igual de mala con los hombres. Al menos con mi papá. Decidí no seguir pensando en eso, estaba a punto de llegar a mi destino. El pequeño automóvil naranjo no pasó desapercibido para mí. Y creo que para nadie. Parecía una mariquita a la que le habían borrado los puntos, pero al acercarme más, me di cuenta de que, a falta de puntos negros, este tenía un montón de flores de todos colores por un costado. Quien fuera que anduviera en ese vehículo no pasaba desapercibido y me pregunté cómo era que nunca lo había visto en la ciudad, de haberlo hecho, estaba seguro de que no se me habría olvidado. Pasé de largo, no me detuve, aunque ganas no me faltaron. Seguí al terreno del lado, el que me había dejado para guardar mis camiones en las noches. Allí estaba instalando un galpón para cubrirlos en invierno, el que ya estaba pronto a llegar. También tenía mi pequeña oficina y una especie de casino para que los camioneros pararan allí a descansar. Después de hablar con los chicos que estaban realizando los trabajos de limpieza para luego instalar todo lo necesario para los camiones, me fui a caminar por el lugar. Recordé los momentos que pasé allí de niño. Ya no quería tener más recuerdos de mis padres. Mi mamá se suicidó cuando mi papá descubrió su pequeño secreto en el jardín, y él nunca lo pudo superar; al final, la tristeza y la depresión se apoderaron de él y terminó como mamá. Ninguno de los dos pensó en mí, en lo solo que quedaría, solo pensaron en ellos, en su felicidad. Gustavo me llamó para avisarme que estaba en camino, necesitaba que le firmara unos documentos de otro de los terrenos que iban a comprar. Lo esperé sentado en una piedra afuera de mi oficina, mientras me tomaba un café, mi bebida preferida. Desde allí observé a la mujer del lado, se había agachado al lado de la casita, no vi para qué, pero allí se mantuvo un rato. Luego sacó la manguera y regó ese sector y sus alrededores. Guardó la manguera y se volvió a agachar en el mismo lugar de antes. ―¿Vigilando a la vecina? ―se burló mi amigo que había llegado. ―Es un poco rara. ―Para que te voy a decir que no, si sí ―respondió divertido. ―Bueno, ¿quieres un café? ―Claro. Serví los dos cafés, cuando sentí un estruendo por el lado de mi vecina. Salí de mis terrenos, al mismo tiempo que lo hizo Gustavo. Mi vecina había chocado con un poste de protección frente a su reja. Corrí a ver si se encontraba bien. ―Sí, sí, estoy bien, gracias. Se me cruzó un caballo blanco, ¿él está bien? ¿Le pasó algo? ―preguntó algo adormilada. ―Aquí no hay ningún caballo blanco, señorita, creo que se confundió. ―Sí, yo lo vi, por hacerle el quite, choqué. ―Pues no, aquí no hay ningún caballo blanco, y si lo hubo, escapó. Suspiró. Se desabrochó el cinturón de seguridad y se bajó, atolondrada todavía. ―Quédese quieta un rato, ¿dónde se golpeó? ―La frente, le di al volante. Se giró y me miró, la parte que no había visto de su cara estaba llena de sangre, se había roto la sien. ―Creo que debería ver a un médico ―dije por inercia. Saqué mi pañuelo y se lo coloqué en la herida para hacer presión. ―¿Se ve muy mal? ―Algo, aunque yo no sé de esto. ―Yo tampoco. ―Está sangrando mucho. ―Eso debe ser malo. La sangre es mala. ―Supongo, nadie sangra porque sí. Se tocó la sangre y se miró la mano; sus ojos se movieron en todas direcciones y se desmayó en mis brazos.
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