La enfermera que no temía

1394 Words
Capítulo 1 La enfermera que no temía A veces, la única cura para el dolor es enfrentarse a otro aún más profundo. El reloj marcaba las diez en punto cuando el chirrido húmedo de la puerta principal anunció la llegada de alguien más. En el amplio salón de la mansión Márquez, la luz mortecina de la lámpara de araña proyectaba sombras alargadas sobre el mármol pulido, mientras un suave olor a madera mojada se colaba por la ventana entreabierta. Cada gota de lluvia contra el cristal parecía un mensaje indeciso: unas veces furioso golpe, otras caricia suave. Lionel Márquez, antiguo CEO de Márquez Group y ahora prisionero de su propia silla de ruedas, giró el rostro con desgano al sonido. Su chaqueta oscura, perfectamente planchada, contrastaba con las manos temblorosas que descansaban sobre los apoyabrazos. Aquella silla era a la vez su trono y su jaula. —Otra. —Su voz, áspera como grava, resonó contra las losas frías—. Otra enfermera enviada por mi hija. No necesito auxiliares inútiles. Al otro extremo de la estancia surgió una figura. Sin titubeos, avanzó con paso firme; cada zapatilla marcaba un eco sordo contra el suelo de mármol. Bajo su abrigo n***o, Emilia Rivas se movía erguida: sus hombros se mantenían fuertes, sin rendirse al temblor del miedo. Se detuvo a dos metros de Lionel y sostuvo su mirada, imperturbable. —Buenas noches, señor Márquez. Me llamo Emilia Rivas. No he venido a pedir permiso; vine a trabajar. Y seré yo quien decida si me quedo o me voy. Lionel entrecerró los ojos, desconcertado. Había visto huir a todas en menos de tres días, pero algo en el aire —en ese silencio tenso— lo detuvo. —¿Y qué te hace diferente de las demás? —escupió, con soberbia. Emilia no titubeó. —Que no lo veré como un enfermo. Lo veré como un hombre que debe ganar su recuperación. El relámpago estalló fuera, iluminando fugazmente los muebles de estilo clásico y los rostros de los retratos familiares. El cuadro más desgastado mostraba a una mujer de sonrisa dulce: la esposa de Lionel, desaparecida aquella noche de lluvia que había cambiado el curso de todas sus vidas. La primera señal de recuperación Desde la ventana, la lluvia golpeaba el cristal en un ritmo pausado, como latidos lejanos. Emilia se acercó y posó la mano con decisión en el respaldo de la silla de ruedas, helado al tacto. —¿Sabe cuál es la primera señal de que alguien está dispuesto a recuperarse? —preguntó—. Que rechaza toda ayuda. Usted aún pelea, señor Márquez. Y eso me basta. Un destello de sorpresa cruzó el rostro de él. Dos años viviendo atrapado, y ninguna enfermera lo había visto como un hombre en combate, no como un enfermo. —Haga lo que quiera, señorita Rivas. —Su tono fue seco, desafiante—. No resistirá más de tres días. —Eso lo comprobaremos. —Emilia esbozó una leve sonrisa—. Ahora dígame: ¿taza alta o baja? ¿Fuerte o suave? —Como guste. —La palabra le salió ligera, casi sin darse cuenta. Mientras ella se dirigía a la cocina, su mente repasaba la pregunta que llevaba días repitiéndose: ¿por qué insiste mi hija en mandarme a esta mujer? ¿Qué ve ella que yo no? Y en ese pensamiento, un atisbo de molestia se mezclaba con otra emoción más difusa: ¿culpa, tal vez? La sentía en su pecho, como un eco que se negaba a morir del todo. Introspección: recuerdos y temores Emilia caminó por el pasillo largo, apenas iluminado por las lámparas de pared. El olor a desinfectante viejo le recordó hospitales, despedidas, y noches en vela. Sintió un fugaz estremecimiento en el estómago. Recordó la última enfermera que la traicionó, la promesa rota como un espejo astillado. Aquella vez, juró no volver a confiar en la rutina de palabras bien pulidas ni en uniformes impecables. “No viniste a demostrar nada, Emilia. Solo a encontrar respuestas. Aunque duelan.” Se frotó la nuca, disimulando el cansancio. Más que físico, era emocional. Su espalda cargaba algo más que una mochila: arrastraba años de silencios, de preguntas que nadie quiso responder. Pero algo en la forma de respirar de Lionel, en la leve tensión de sus manos sobre las ruedas, le decía que él también tenía cicatrices que aún supuraban. Un resquicio de esperanza El tintineo de la tetera y el suave vapor llenaron la cocina. Primero vertió el agua, luego hundió la bolsita de manzanilla. Cada gesto era preciso, casi ritual, como si al repetirlos conjurara algo dentro de sí. Sacó su libreta y la abrió con lentitud. En la primera página, entre garabatos casi ilegibles, se leía: "¿Qué pasó realmente aquella noche?" No había venido por dinero ni por currículum. Lo sabía bien. Buscaba un atisbo de la verdad que su hija le había prometido. De regreso al salón, depositó la taza ante Lionel. El aroma herbáceo ascendió y pareció aflojar un nudo en su garganta. —Aquí tiene. —Su voz salió suave, pero firme—. Pruebe. Lionel tomó la taza con un leve temblor en los dedos. —Gracias. —Su tono, más cálido de lo habitual, llenó el silencio entre dos truenos. —¿Se pregunta cuánto duraré yo? —musitó él, como si tanteara el terreno—. ¿Será que los dos nos desafiamos a ver quién cede primero? Emilia apoyó la mirada en el ventanal, donde un relámpago dibujó su silueta. —Yo no me rindo. No añadió más. Solo el viento colándose entre las persianas y la lluvia acompañaron el aire cargado. Lionel bajó la vista a la taza. No se sentía débil, pero tampoco fuerte. Solo… despierto. —¿Siempre habla así? —inquirió, con sarcasmo—. ¿O es su forma de vérselas con pacientes que ya no esperan nada? —Solo cuando enfrento a alguien que está medio vivo. —Emilia mantuvo la calma—. Y usted aún late. La frase lo impactó: no por crudeza, sino por la precisión. Pesadillas del pasado Esa noche, Lionel despertó sobresaltado. Un sudor frío le empapaba la frente. En su mente resonó el chirrido de los frenos, el estallido del cristal… El coche deslizándose sin control bajo la lluvia. El grito de su esposa. La sensación de impotencia. El cuerpo de ella saliendo despedido, como una muñeca rota, y el instante eterno antes de que todo quedara en silencio. El peor de los silencios: el que llega después del caos. Ese silencio que no trae alivio, sino ausencia. Se cubrió el rostro con ambas manos. No lloró. Él ya no lloraba. Pero el vacío… ese sí seguía creciendo, como una g****a sin fondo. La rutina que todo cambia Al amanecer, Emilia ya esperaba con una bandeja: frutas frescas, pan tostado y otra taza de té. El cielo aún lloraba, pero con menos furia. Entró al dormitorio y lo encontró inmóvil, la mirada perdida en el techo. —Buenos días. —Su voz, suave como un susurro, le transmitió calma. —¿Dormiste aquí? —preguntó él, sin mirarla. —Sí. —Emilia dejó la bandeja con firmeza—. No imaginé marcharme mientras llovía. Él giró apenas la cabeza, observando su rostro. —No entiendo por qué estás aquí, Rivas. ¿Qué te hace diferente a las demás? Emilia se acercó y apoyó una mano en el colchón. —Tal vez porque sé lo que es quedarse solo cuando más necesitabas compañía. Él guardó silencio. Entonces, al fijar la vista en el pasillo, sacó el teléfono y marcó a su hija. —¿De dónde sacaste a esta mujer? —"Emilia" —respondió su hija con voz neutra—. Fundación Rivas-Soler. Excelente historial. ¿Te molesta? Lionel gruñó. Pero no dijo palabra. — Dale una oportunidad papá. Por ti… y por mamá. Lionel apretó la mandíbula. ¿Acaso su hija seguía intentando remendar lo irreparable? ¿O había encontrado en Emilia una manera de decir lo que él nunca quiso oír? —Algo no encaja. No parece una enfermera… parece quien vino a cambiarlo todo. Un relámpago iluminó la mansión por fuera. La pregunta rondó en el aire: ¿Qué respuestas traía esa mujer, y por qué estaban tan ligadas a su propia historia?
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