La Convicción del Resucitado
El silencio en la habitación de Emilia era un grito. Afuera, la mansión respiraba a su ritmo habitual —el murmullo lejano de la cocina, el tictac solemne de un reloj de pie en el pasillo— pero dentro de esas cuatro paredes, el tiempo se había fracturado desde el beso.
La maleta, abierta y vacía sobre la cama, era un juez implacable. Huir. Era la única respuesta lógica, la única salida profesional.
Con manos temblorosas, tomó su uniforme del armario. La tela almidonada se sentía como una armadura que ya no le pertenecía, una piel de la que necesitaba desprenderse.
Cada pliegue le recordaba su deber, su ética, todo lo que había arrojado por la borda en un instante de conexión cruda.
Reemplazante barata. La voz de Claudia era un veneno que se había instalado en su torrente sanguíneo, y la vergüenza la quemaba por dentro.
Dobló la primera filipina y la colocó en la maleta. Un sollozo seco se escapó de su garganta. No lloraba por el trabajo, ni siquiera por el miedo a Santiago o a Claudia. Lloraba por la imagen del rostro de Lionel cuando ella se apartó.
No había la lascivia que temía, ni la confusión. Había una claridad desgarradora, el rostro de un hombre que se aferraba a un salvavidas en medio de un naufragio. Y ella era ese salvavidas.
«No me tengas miedo».
Pero lo tenía. Le aterrorizaba la ternura de su mirada, la convicción de su voz. Le aterrorizaba, sobre todo, la honestidad de su propio cuerpo, que había respondido a su llamado sin dudar.
Dejarlo ahora se sentía como una crueldad, como apagar la primera llama de esperanza que él había encendido en años. Abandonarlo a los buitres.
«Yo te protegeré».
Una risa amarga y ahogada brotó de sus labios. ¿Quién la protegería de sí misma?
Agarró el borde de la maleta, lista para continuar, cuando unos golpes suaves sonaron en la puerta. Su corazón dio un vuelco. No podía ser él. No se atrevería.
—¿Emilia? —La voz era femenina, firme pero amable—. Soy Laura Márquez. Mi padre me ha llamado. ¿Puedo pasar un momento?
Emilia se secó las lágrimas con el dorso de la mano. —Adelante.
Laura entró, y con ella, una brisa de normalidad pragmática. Era una mujer de unos veinticinco, con la elegancia innata de su padre pero con una energía más directa y moderna. Sus ojos, inteligentes y perceptivos, recorrieron la habitación y se detuvieron un instante en la maleta abierta antes de posarse en el rostro de Emilia.
—Perdona que te moleste —dijo, su tono suavizándose al notar la angustia de la enfermera.
— Iba a ver a mi padre, pero quería agradecerte primero. Cuando hablé con él por teléfono… su voz era diferente. No la había oído así desde… bueno, desde hace mucho tiempo. Lo que sea que estés haciendo, está funcionando.
Sus palabras eran un cumplido, cayendo sobre Emilia como brasas. —Señorita Márquez, yo…
—Por favor, llámame Laura. Y por lo que veo —dijo, señalando la maleta con un gesto de la cabeza—, parece que estás pensando en dejar de hacerlo.
Emilia bajó la mirada, incapaz de mentir. —La situación… se ha vuelto complicada.
Laura asintió lentamente, su expresión seria.
—Mi tía Claudia puede ser… complicada. Y sé que Santiago, el abogado, también ha estado por aquí. No subestimes su capacidad para enrarecer el ambiente. No les tomes demasiada importancia.
Luego miró su reloj diciendo:
— Mi padre me espera. ¿Podemos hablar después? No tomes ninguna decisión precipitada, por favor.
Con esa petición suspendida en el aire, Laura se retiró, dejando a Emilia aún más confundida.
La hija de Lionel parecía un ancla de sensatez en un océano de caos. Pero, ¿qué pensaría si supiera la verdadera naturaleza de la "complicación"?
Lionel esperaba en su despacho, no en la penumbra habitual, sino con las cortinas abiertas, dejando que la luz del sol iluminara el polvo suspendido en el aire.
Cuando Laura entró, se sorprendió al verlo erguido en su silla, con la mandíbula firme y una luz febril en los ojos.
No era el padre resignado y taciturno que visitaba por obligación y amor filial. Este era un eco del hombre que había construido un imperio.
—Papá, ¿qué ocurre? Tu voz al teléfono… y acabo de ver a Emilia. Parece que está a punto de huir. ¿Qué ha pasado? ¿Fue tía Claudia?
Lionel hizo un gesto hacia la silla frente a su escritorio. —Siéntate, Laura. Sí, fue Claudia. Pero ella solo fue la chispa. El incendio ya estaba ahí.
Laura lo estudió, perpleja. —¿De qué hablas?
—Hablo de vivir, Laura—dijo él, y la simple palabra resonó con un peso inmenso—. No de existir, no de respirar o de ser empujado de una habitación a otra…
— Hablo de sentir el pulso en las venas, de querer algo con tanta fuerza que duele... —Hablo de Emilia.
El silencio que siguió fue denso. Laura parpadeó, procesando la información.
—¿Emilia? Papá, es tu enfermera. Es una profesional excelente, pero…
—Es la primera persona en tres años que no me ha mirado con lástima —la interrumpió, su voz cargada de una emoción cruda.
— La primera que ha desafiado mi amargura en lugar de compadecerla. La primera que me ha tocado sin sentir repulsión o un sentido del deber. Ella me ha tratado como a un hombre, Laura. Y me ha hecho sentir como uno.
—¿Qué… qué quieres decir con eso? —preguntó ella, con cautela.
Lionel tragó saliva, sus ojos se encontraron con los de su hija, y por primera vez en años, fue completamente vulnerable.
—La he besado. Y ella me ha respondido.
Laura se quedó sin aliento. Todas las alarmas profesionales y familiares se dispararon en su mente.
—Oh, papá… no. No puedes. Éticamente, es un desastre. Para ella, podría significar su carrera. Para ti…
—Para mí, significa todo —afirmó él con una convicción que la estremeció—. Por eso te he llamado. No para que me detengas, sino para que me ayudes.
—¿Ayudarte a qué? ¿A seducir a tu enfermera? Esto es una locura papá.
—¡Ayudarme a vivir! —exclamó Lionel, golpeando con la palma de la mano la rueda de su silla.
— Ayudarme a luchar por la única cosa que me ha importado desde que tu madre murió.
Los ojos de Lionel se llenaron de lágrimas, pero no eran las lágrimas de autocompasión que Laura conocía tan bien. Eran lágrimas de frustración, de anhelo, de una vida que se negaba a ser enterrada.
Se inclinó hacia adelante, su voz bajando a un susurro confesional.
—Laura… hay algo que nunca te he contado. Un secreto. Tú idealizas el matrimonio que tuve con tu madre. Y la quise, por supuesto que la quise. Era mi compañera, la madre de mi hija. Pero… —hizo una pausa, el peso de la confesión era casi físico— no era feliz.
— No de verdad. Vivía cumpliendo con las expectativas: el marido exitoso, el padre perfecto. Era una vida cómoda, predecible… y vacía.
— Me sentía tan atrapado como me siento ahora en esta silla.
Laura lo miraba, con el corazón encogido. Su padre, su pilar de fuerza, le estaba revelando una g****a que atravesaba toda la fundación de su vida.
—El accidente… Fue una tragedia horrible. Perdí a tu madre y perdí mis piernas. Pero también, de una forma retorcida, me liberó de tener que seguir fingiendo…
— Y me hundí en la amargura porque era más fácil que admitir la verdad: que parte de mí se sentía aliviado de no tener que llevar más esa máscara. He pasado tres años castigándome por ese sentimiento. Odiándome por ello.
—Papá… —susurró Laura, con los ojos llorosos.
—Y entonces llega ella —continuó Lionel, su mirada encendiéndose de nuevo—. No ve al magnate caído, ni al pobre viudo. Me ve a mí, a Lionel. Y me desafía. Me cuida, sí, pero no me consiente.
— Y cuando la besé… no fue solo el deseo, Laura. Fue la sensación de respirar aire puro después de años en una tumba. Fue la primera vez que sentí algo auténtico.
— Por ella, estoy dispuesto a enfrentarme a Claudia, a Santiago, a las reglas y al mundo entero. Quiero volver a vivir, y mi vida, ahora mismo, empieza con ella. No voy a dejar que se vaya. No puedo Laura.
El secreto quedó suspendido entre ellos, cambiando todo. Laura ya no veía a un paciente enamorado de su cuidadora. Veía a su padre, un hombre que finalmente había encontrado una razón para liberarse de una doble prisión: la de su silla y la de su pasado.
Se levantó, rodeó el escritorio y se arrodilló junto a él, tomando su mano.
—Está bien —dijo, su voz firme a pesar de las lágrimas—. De acuerdo, papá. Te ayudaré a luchar por tu felicidad.
Mientras tanto, en su habitación, el teléfono de Emilia vibró sobre la mesilla de noche. Un número desconocido. Dudó, pero la posibilidad de que fuera la agencia la hizo contestar.
—¿Diga?
—Emilia. Soy Santiago.
Su voz, suave y encantadora, le heló la sangre. Se puso rígida.
—¿Cómo ha conseguido mi número?
—Soy un hombre con recursos. Solo llamaba para asegurarme de que estabas bien. Me preocupó la escena con Claudia. Ella puede ser muy… intensa…
— Quiero que sepas que la mansión Márquez puede ser un lugar complicado. Si alguna vez te sientes presionada, o necesitas hablar… o si necesitas una salida… estoy aquí para ti.
Cada palabra era como seda envuelta alrededor de una amenaza. No era lo que decía, sino cómo lo decía. La oferta de "salvarla" era una trampa obvia. Sentía sus ojos depredadores a través del teléfono, desnudándola, acorralándola.
—Estoy bien, gracias. Tengo que irme —dijo, su voz apenas un susurro.
—Por supuesto. Solo recuerda, Emilia. Algunas jaulas son más bonitas que otras, pero siguen siendo jaulas. Yo te ofrezco la llave. Piénsalo.
Colgó antes de que ella pudiera responder, dejándola con el corazón martillando contra sus costillas.
El pánico la envolvió. Estaba atrapada entre la pasión prohibida de Lionel y la lascivia posesiva de Santiago.
La maleta sobre la cama parecía la única opción sensata. Huir, desaparecer.
Se levantó, decidida esta vez. Tomó una pila de ropa y la metió en la maleta. Ya no podía más. Era demasiado para ella.
Pero justo en ese momento, la puerta se abrió de nuevo. Era Laura. Su expresión ya no era solo de preocupación; ahora había una determinación feroz en sus ojos, un reflejo de la que había visto en su padre.
—No te vayas, Emilia —dijo Laura, su voz tranquila pero inquebrantable.
—No puedo quedarme. No lo entiende…
—Entiendo más de lo que crees —la interrumpió Laura, acercándose—. Entiendo que mi tía es una mujer venenosa y que Santiago es un depredador…
— Y entiendo que mi padre es un hombre difícil que acaba de hacer algo profundamente inapropiado. Pero también entiendo que, por primera vez en años, quiere vivir en lugar de morir lentamente. Y eso es gracias a ti.
Emilia sacudió la cabeza, las lágrimas corriendo por sus mejillas. —Arruinará mi carrera. Arruinará todo… le haría daño.
—¿O lo salvaría? —replicó Laura, su mirada suavizándose—. Emilia, toda tu vida has sido la cuidadora, la profesional, la que se mantiene a distancia. ¿Qué pasaría si, por una vez, dejas que alguien más luche por ti?
— Mi padre me ha dicho que te protegerá. Y yo te doy mi palabra: yo también lo haré. No estás sola en esto.
Emilia se quedó mirando a Laura, la sinceridad en sus ojos. La oferta era tan aterradora como seductora. Quedarse no era solo arriesgar su carrera; era apostar por algo incierto y salvaje.
Era aceptar la protección de un hombre en silla de ruedas y su hija contra un mundo de intrigas.
Irse era seguro. Quedarse era vivir.
Lentamente, con un movimiento que se sintió monumental, Emilia sacó la filipina doblada de la maleta y la dejó sobre la cama. Levantó la vista hacia Laura, con el rostro manchado de lágrimas pero con una nueva luz naciendo en sus ojos.
Una luz de desafío.
—¿Qué… qué necesita que haga? —susurró.
Una sonrisa genuina, la primera que Emilia había visto, iluminó el rostro de Laura.
—Por ahora, deshaz esa maleta. La guerra acaba de empezar, y te necesitamos en esta trinchera.