Un temor, un Latido
El encuentro con el doctor fue tan tenso como habían anticipado. El hombre, un viejo amigo de la familia Márquez, lanzó una serie de preguntas que, si bien eran profesionalmente válidas, llevaban el inconfundible veneno de la influencia de Claudia.
Lionel, con una calma gélida que Emilia admiraba y temía a partes iguales, manejó la situación con maestría.
Desvió las preguntas más insidiosas, exageró sus síntomas cuando era conveniente y restó importancia a su rápida mejoría, atribuyéndola a la "rutina disciplinada" que Emilia había implementado.
Emilia, de pie a su lado, respondió a las preguntas dirigidas a ella con una precisión de manual, citando presiones arteriales y regímenes de medicación con la frialdad de una máquina.
Por dentro, sin embargo, se sentía como una mariposa empalada en un tablero de exhibición, cada una de sus acciones y palabras analizada bajo una luz hostil.
Cuando el doctor finalmente se fue, convencido a medias pero sin nada concreto que informar a Claudia, el alivio que inundó la habitación fue casi palpable.
—Lo ves, mi amor —dijo Lionel, tomando su mano en cuanto la puerta del estudio se cerró—. Somos más listos. Solo tenemos que ser pacientes.
Pero la imprudencia de su encuentro a plena luz del día había dejado una marca.
El miedo, como una fina capa de escarcha, se había instalado en el corazón de Emilia.
Los días que siguieron, reanudaron su rutina de separación nocturna, una penitencia autoimpuesta que a ambos les pesaba.
Los momentos robados durante las sesiones de rehabilitación se volvieron más preciosos, cargados de una urgencia desesperada.
Un beso mientras él se apoyaba en ella para mantener el equilibrio, una caricia furtiva mientras le ajustaba una férula en la pierna.
Eran migajas, pero los mantenían vivos.
Tres semanas después del susto con el doctor, comenzó la indisposición. Al principio fue sutil, una ligera ola de mareo por la mañana que atribuyó a la falta de sueño o al estrés constante.
En especial con la estancia de Laura en la mansión Márquez. Ella preocupada por los informes del doctor quiso probar su punto de que su padre iba mejorando.
Eso ponía muy tensa a Emilia.
Sus náuseas se volvieron una compañera insistente.
Durante un desayuno con Laura, mientras le contaba animadamente sobre un nuevo proyecto de la fundación, Emilia sintió que el aroma del café y los huevos revueltos se revolvía en su estómago como una serpiente.
—¿Emilia? ¿Te encuentras bien? —La voz preocupada de Laura la sacó de su trance
—De repente te has puesto pálida como un fantasma.
—Estoy bien, Laura, es sólo… Creo que tengo un poco de jaqueca —mintió, poniéndose de pie con una mano apretada contra su boca.
—Si me disculpas un momento.
Caminó al baño de visitas más cercano, llegando justo a tiempo para vaciar el poco contenido de su estómago en el inodoro.
Se arrodilló en el frío suelo de mármol, temblando, con el sudor frío perlado en su nuca.
No era jaqueca. Era algo más, algo que su cuerpo de enfermera reconocía con una certeza aterradora.
Se enjuagó la cara y la boca, mirándose en el espejo. Su rostro, normalmente sereno, era una máscara de pánico.
En su mente, un calendario invisible comenzó a contar días, a conectar puntos, a unir la pasión imprudente de aquella tarde con la rebelión de su propio cuerpo.
El cálculo fue rápido, clínico y devastador.
Era una posibilidad demasiado real para ignorarla.
El miedo era diferente ahora. Ya no era solo el temor a ser descubierta. Era un terror más profundo, más visceral.
Un secreto que crecía dentro de ella, un secreto con latido propio.
— Necesito saberlo con certeza – se dijo, colocándose de espaldas en la pared para calmar el mareo.
Pedir el día libre era un riesgo. Claudia, aunque se había marchado de la mansión, llamaba a diario a Laura, y cualquier movimiento inusual de la "enfermera milagrosa" sería reportado y analizado.
Emilia decidió esperar al día siguiente, su día libre programado. Inventó una excusa para Laura, algo sobre la necesidad de ir al centro de la ciudad para renovar una certificación profesional, un trámite burocrático y aburrido que esperaba no levantara sospechas.
Lo mismo que le dijo a Lionel. Fue cuestión de unas horas. Él le pidió volver a su lado tan pronto terminará de hacer el trámite.
No tuvo más opción que prometerselo.
Esa tarde, durante la sesión de ejercicios de Lionel, le costó el doble de esfuerzo mantener la compostura.
Él estaba muy feliz, había logrado caminar desde su cama hasta la ventana sin ayuda, una distancia corta pero monumental.
—¡Mira, Emilia! ¡Mírame! —dijo, su rostro radiante de sudor y triunfo.
La tomó por la cintura, atrayéndola hacia él en un abrazo.
—Pronto saldremos de esta casa, te llevaré a cenar a un lugar donde nadie nos conozca. Te compraré un hermoso vestido, y bailaremos toda la noche.
Él hablaba de un futuro brillante, de libertad, de noches de baile. Y ella solo podía pensar en mañanas de náuseas, en un secreto que lo cambiaría todo.
Le devolvió la sonrisa, un acto de voluntad que le dolió físicamente, y lo besó.
—Estoy tan orgullosa de ti, mi amor —susurró contra sus labios, y la frase tenía un doble significado que solo ella entendía.
Estaba orgullosa de él, sí, pero también estaba pronunciando las palabras que temía no poder volver a decir con la misma inocencia.
Al día siguiente, con el corazón martilleándole en el pecho, Emilia tomó la prueba de embarazo que había comprado como si estuviera comprando y entró al baño.
Necesitaba un momento para respirar. Se sentó en el retrete y cerró los ojos.
En su mente se vio en el parque que le gustaba visitar en sus tiempos de estudiante, recordó ver a las madres empujar los cochecitos de sus bebés, escuchando las risas de los niños.
Cada imagen era una puñalada en su corazón.
¿Podría ser ella una de esas mujeres felices algún día? ¿O estaba destinada a vivir entre sombras y susurros?
Cerró la puerta del baño con llave como si temiera ser descubierta y se apoyó en ella, respirando hondo, antes de volver a sentarse en el retrete.
Sacó la caja de su bolso con manos temblorosas. Siguió las instrucciones con la precisión de un autómata.
Luego, la espera. Los tres minutos más largos de su vida.
Colocó el pequeño dispositivo de plástico boca abajo en el lavabo, sin atreverse a mirarlo.
Se sentó en el borde de la bañera, con la cabeza entre las manos.
Su mente era un torbellino aterrador.
Por ella. Por su carrera.
Una carrera construida con tanto esfuerzo, se haría añicos si su sospecha fuera real. Sería la enfermera que se acostó con su paciente millonario y enfermo.
Una cazafortunas.
La historia se escribiría sola, y Claudia sería la narradora principal. Su reputación, su dignidad, todo por lo que había luchado, se convertiría en cenizas.
Temía por Lionel. Él estaba en medio de la batalla más grande de su vida. Luchando por su salud, por su empresa, contra un enemigo astuto como Santiago.
¿Cómo podría arrojarle esta bomba? Una noticia así podría ser una distracción fatal, una vulnerabilidad que sus enemigos no dudarían en explotar.
Un escándalo de esta magnitud podría debilitar su posición en la junta directiva, darle a Santiago la munición perfecta.
Temía por Laura. Este era el pensamiento más doloroso. Laura. La joven que la había contratado, que había depositado en ella toda su confianza.
Que la veía como una profesional intachable, casi una amiga. Descubrir que la mujer que cuidaba a su padre era también su amante secreta, y que ahora esperaba un hijo suyo, sería una traición de proporciones épicas.
Rompería el corazón de Laura, destruiría la confianza entre padre e hija, y colocaría a Emilia en el papel de la villana que había destrozado a su familia.
Y luego, en esa lista de preocupaciones estaba Claudia.
Emilia podía oír su voz en su cabeza, goteando veneno y satisfacción.
— “Te lo dije, Lionel. Estas arribistas huelen la debilidad a kilómetros. Pobre de mi hermana, debe estar revolcándose en su tumba.”
Las palabras de Claudia serían una lápida.
Claudia no solo la destruiría; se deleitaría en el proceso.
Ella usaría a ese niño nonato como un arma para reclamar lo que ella creía que era suyo: el control sobre Lionel y el legado de los Márquez.
Atacandola y destruyendo su imagen ante Lionel y su hija Laura.
Finalmente, con un suspiro que pareció arrancarle el alma, se levantó y volteó el dispositivo.
Dos líneas.
Nítidas, inequívocas, crueles. Positivo.
El aire abandonó sus pulmones. Por un instante fugaz, un calor irracional floreció en su pecho.
— Un bebé. Un pedacito de Lionel y mio.
— Un ser nacido de un amor desesperado que nos profesamos en secreto.
Lloró y entre sollozos dijo: Dentro de mí está creciendo una vida diminuta, inocente y ajena a las intrigas y los odios de Claudia y de Santiago.
Esa realidad la aplastó casi al instante. La calidez de sentirse madre se convirtió en un hielo que le recorrió las venas.
El pánico la atenazó con garras afiladas.
Se quedó mirando las dos líneas, la prueba tangible de un amor que podía destruirlos a todos.
Ya no era una posibilidad, era un hecho. Un hecho que crecía silenciosamente dentro de ella.
Esa noche, cuando fue a la habitación de Lionel para darle su medicación nocturna, tuvo que actuar con la mayor naturalidad de su vida.
Él la recibió con una sonrisa cansada pero feliz.
—Hanks me llamó —le dijo Lionel mientras ella le entregaba el vaso de agua.
— Estamos cerca de acorralar a Santiago.
— Parece que nuestro hombre ha sido descuidado, dejó un rastro digital que lleva a una cuenta offshore.
— Estamos a punto de atrapar a la rata en su propia trampa.
Él hablaba de trampas y victorias, y ella se sentía atrapada en la suya propia, una de la que no había escapatoria.
—Eso es maravilloso, Lionel —logró decir, su voz sonaba extrañamente distante a sus propios oídos.
Él notó su tensión. —¿Qué te pasa, mi amor? Pareces a un millón de kilómetros de aquí.
— ¿Es por Claudia? No dejes que ella te afecte.
—No, no es eso. Solo estoy… cansada —mintió.
Él tomó su mano y la besó.
—Pronto todo esto terminará. Y entonces no tendrás que estar cansada nunca más. Solo seremos tú y yo. Y nuestro futuro.
Sus palabras, destinadas a consolarla, fueron como dagas.
¿Un futuro? ¿Qué futuro le espera ahora?
Lo miró a los ojos, a ese hombre por el que había arriesgado todo, al padre de su hijo.
El amor que sentía por él era tan inmenso como el terror que la paralizaba.
— Esta noche dormiré en mi habitación. Tengo una terrible jaqueca y ya me tomé el medicamento.
Él lo lamentó, pero lo entendió.
Ella se despidió con un beso casto y caminó por el pasillo oscuro hacia su habitación.
El secreto le pesaba en el vientre, en el alma.
No podía decírselo. No todavía.
Pero tampoco podía ocultarlo para siempre.
Cada día que pasara, el secreto se haría más evidente.
Se detuvo a mitad del pasillo, puso una mano instintivamente sobre su abdomen plano. Una decisión terrible se formaba en su mente, una elección entre el hombre que amaba y el futuro de todos los que la rodeaban.
El eco de un latido que aún no podía oír ya gobernaba su vida, su mente y sus decisiones.