XXVII

1807 Words
OCHO MESES Y DOS SEMANAS DESAPARECIDA. El consultorio en el que nos encontramos está iluminado por una luz blanca que causa una sensación de frialdad. Este es más sencillo que el del doctor Perdomo. Es la segunda vez que venimos. En la primera le indicaron a Luis que debía hacerse más exámenes médicos, entre ellos, una biopsia de médula ósea. Gracias a Dios que los contactos de mi hijo mayor ayudaron a que todo se hiciera de urgencia y por medio del seguro social. Luis, nervioso, espera sentado en una de las sillas mientras hojea una revista de chismes de la farándula. Yo me mantengo a su lado. Vemos salir a una pareja de ancianos. Van juntos y la mujer se sostiene del brazo del señor. Si voy a llegar a vieja, quiero que sea así: a lado del hombre que juré acompañar hasta el final de sus días. El doctor Martínez, un hematólogo muy recomendado, sale después para indicarle a mi esposo que es su turno. Este médico ha mostrado, en las dos ocasiones, una expresión compasiva. Él quizá tiene mi edad, pero su delgadez la disfraza mejor. Ingresamos los tres a la oficina. El médico se sienta y nos invita a ocupar las dos sillas de enfrente. No puedo evitar arrugar la nariz por lo mucho que huele a medicamento. —Buenos días, señor González, ¿cómo se siente hoy? —le dice a él. —Buen día, doctor. —Mi esposo se encoje de hombros—. Pues… preocupado, así me siento. Que esté tan cabizbajo me atormenta. Quisiera poder ayudarlo a fortalecerse. —Entiendo. —El médico mueve la cabeza de arriba abajo, luego abre la carpeta beige que tiene a un lado—. Otros colegas y yo ya revisamos los análisis que me hicieron llegar antes. —De pronto, se muestra más serio al releer—. Es mi deber hablar contigo. —Se desvía a verme de manera breve—, con los dos, sobre lo que encontramos. El doctor Martínez mantiene la vista fija en Luis y prosigue: —Sus resultados mostraron ciertas anomalías preocupantes. No le voy a mentir, le espera un largo camino. —De nuevo me observa—. Lamento informarles que el señor González tiene linfoma de Hodgkin. En mi esposo noto un miedo paralizante. Yo voy de ver al doctor a ver la pared. Todo se mueve a mi alrededor. El vértigo se empieza a apoderar de mí. —¿Linfoma de Hodgkin? —pregunto con voz entrecortada—. ¿Qué significa eso? —Es un tipo de cáncer que afecta al sistema linfático, específicamente a los ganglios. ¡Ya! ¡Sucedió! ¡El diagnóstico que menos esperaba y que menos imaginé que vendría, está en nuestras vidas! —Cáncer —dice Luis, sonriente. Es una sonrisa dolorosa. —Este es un cáncer tratable. La probabilidad de vencerlo es alta, pero es importante que comprenda los pasos que seguiremos a partir de ahora. Debe ser estricto en seguir al pie de la letra el tratamiento. Mi corazón parece detenerse por un momento y siento como si se me fuera hasta los pies de un tirón. ¡Luis enfermo de cáncer! Ni siquiera puedo creerlo. Él, que sale a trotar todas las mañanas, que procura su alimentación, que no fuma ni bebe de más. ¡No, no puede estar así de enfermo! El doctor Martínez continúa explicándonos a detalle el tratamiento, los posibles efectos secundarios y el pronóstico de Luis. A medida que habla, lucho por procesar la avalancha de información que estamos recibiendo. —Entiendo, doctor. —Asiente mi esposo. —Estoy para apoyarlo en cada procedimiento. Tienen que saber que el tratamiento es caro si deciden llevarlo de manera privada. Les recomiendo que hagan una cita en su seguro social. Los ayudaré para que le den el pase al hospital donde tienen un equipo especializado que le brindará el mejor cuidado posible. Es en este momento donde me pregunto si haber sacado un préstamo que no sirvió para nada fue una mala decisión. Estamos quebrados, ¡justo ahora que vamos a necesitar del ahorro que ya no existe! El doctor Martínez extiende una mano hacia Luis. Su apoyo y comprensión se agradece. —No está solo, señor González. Saldrá adelante, ya verá. Mi esposo solo baja la cabeza y le responde la despedida. Ni siquiera es capaz de hablar. Mientras, yo experimento una mezcla de emociones que creo que él experimenta al mil porciento: miedo, incertidumbre, preocupación… Salimos de allí igual que los ancianos. Voy de su brazo. No pienso abandonarlo. Hoy no le daré la noticia a mis hijos. Planeo usar un par de días para derrumbarme antes de continuar. Me daré ese privilegio. Por suerte, sé que Pablo no estará. Avisó que iría a entrenar. Al llegar a casa, Luis decide irse a dormir un rato. Se ha quedado sin energías después de lo sucedido. Lo acompaño y procuro que se quede cómodo. En ningún momento permito que me vea afectada. Al contrario, le doy mi mejor cara. Él no merece recibir solo pesimismo. Cierro la puerta de la habitación y subo las escaleras. La recámara de Abi sigue intacta. Abro la puerta y entro. Sobre la cama que todavía tiene el aroma de su perfume me recuesto. Hundo el rostro en su almohada color rosa. Solo así consigo ahogar el grito que rasga mi garganta. Más que triste, estoy enojada, enojada con la vida, con Dios mismo, por ser tan cruel. ¿Qué pecado cometí? ¿Qué pecado cometió Luis? ¿Qué crimen pagamos? —Mi niña —digo llorando—, te llevaste toda mi alegría, me quedó el alma vacía. ¿Ahora de dónde voy a sacar esperanza? Solo quiero verte de nuevo. Si ya no estás en este mundo, ¿por qué no me visitas hoy en mis sueños? ¿Por qué no vienes y dejas que te arrulle y te cante como cuando eras apenas una bebé? ¿Por qué no vuelves? Tu amado padre te necesita más que nunca, tus hermanos te necesitan, yo te necesito. —Le doy un puñetazo a la cama. Me caigo a pedazos sobre el colchón—. ¡Ven a casa, mi amor! —Intento contener un violento gruñido—. ¡Déjala regresar, Dios! ¡Te lo suplico! ¡Déjala regresar! Poco a poco, me apago cual veladora vieja en el altar. Estoy seca. El cansancio me invade y, sin planearlo, dormito. Pasado un rato, el timbre suena una vez, dos veces, tres veces… Lo escucho a lo lejos. Cuando caigo en la cuenta, me apresuro a abrir. Descubro que Luis se levantó con el escándalo, pero lo detengo y le pido que regrese a la cama. Le aseguro que se trata de un mensajero porque lo vi desde la ventana. Él accede. Parece somnoliento y tiene los párpados hinchados. Lo siguiente que hago es abrir. Descubro que quien toca es Susana. Verla en la puerta de mi casa no es usual. Detrás reconozco a Edmundo. Vienen juntos. —Te llamamos decenas de veces —me reclama ella—. ¿Por qué no contestaste? Opto por salir y cerrar con cuidado. Si traen malas noticias, lo cual sospecho, será mejor evitar que Luis las sepa así. —Dejé el teléfono en mi bolsa. ¿Qué pasó? Susana me mira con una expresión agobiada. Contengo la respiración por inercia. —Rita, algo… algo terrible sucedió —su voz tiembla al decirlo. Frunzo el ceño. —¿Qué pasa, mujer? ¡Dime ya! Sospecho que ella se esfuerza por encontrar las palabras adecuadas, aunque su mirada se desvía hacia el suelo. —Es Catalina… Ella... Ella… —chilla. Experimento una fuerte punzada en el pecho. —¿Qué le pasó a Cata? —pregunto, aunque en realidad temo saberlo. Susana se gira y abraza a mi hermano. —Dime —le pido a Edmundo, susurrándolo. —La asesinaron —dice sin rodeos, mientras sostiene a mi compañera de búsqueda. Quedo estática. Las palabras de Edmundo parecen flotar en el aire. Tardo en ser consciente del horror que ha dicho. —Fue mientras andaba en bicicleta —continúa él—. Una camioneta se les atravesó en la ciclovía y les dispararon a ella y a su marido. Los dos murieron. De pronto, el mundo se desmorona a mi alrededor. Las lágrimas llenan mis ojos y lucho por procesar la impactante noticia. —No puede ser... —Me sostengo la cabeza—. A lo mejor es un error. ¿Ya lo confirmaron? —Hago a un lado a Susana y avanzo hacia el carro de mi hermano—. ¡Vamos! ¡Vamos a confirmarlo! —¿A dónde? —pregunta Edmundo. —¡Llévame, carajo! —le exijo. Susana se sube atrás y Edmundo arranca conmigo como copiloto. Le pido que vayamos a la morgue. Él obedece sin rechistar. Durante el trayecto el camino se desdibuja. Todo parece una caricatura borrosa y grotesca donde soy el personaje débil y malhecho. El que cae al hoyo, el que se cae, el que es desechable. En cuanto mi hermano estaciona el carro, salgo directo hacia la recepción. Sé a dónde ir y me meto a la oficina sin avisarle a la recepcionista. Esta me persigue con la intención de impedirme que avance. No lo consigue. Logro hallar a quien busco. —Elías, tú no me mentirías, ¿verdad? —le pregunto apenas lo alcanzo. Él forense se muestra asombrado. —No tengo por qué —responde con ojos bien abiertos. —¿Qué sabes de una pareja que fue atacada en la ciclovía…? Ni siquiera termino, cuando él asiente. —Ah, sí. Ya avisaron que los van a traer aquí. De hecho, los espero desde hace dos horas. El levantamiento de cuerpos está tardando. ¡Es real! ¡Sí es real! —¡El nombre! —me apresuro a interrogarlo—. ¿Sabes los nombres? Elías levanta su tabla metálica de un archivero. —Aquí tengo el informe previo —comienza a leer—: Primer occiso: Femenina de cincuenta años de edad. Se sospecha que la muerte obedece a una herida por arma de fuego de proyectil único que penetró por el orificio nasal derecho. —¡El nombre, Elías, el nombre de la mujer! Los ojos claros del médico van a la parte baja de la tabla. Para mí, el tiempo corre demasiado lento. Es desesperante. —Catalina Meraz —dice. Mi estómago sufre un repentino revoltijo ácido que amenaza con salir. En un solo día pasé por tanto que me pregunto: ¿cuánto dolor es capaz de soportar el ser humano? ¿Hasta cuánto es “demasiado”? No se sabe, quizá dependa de cada cuerpo. Sea como sea, yo ya no resisto más.
Free reading for new users
Scan code to download app
Facebookexpand_more
  • author-avatar
    Writer
  • chap_listContents
  • likeADD