VEINTICUATRO DÍAS DESAPARECIDA.
El entrevistador me dedicó a mí, por ser “la iniciadora del movimiento”, una nota que salió al día siguiente en la televisión a nivel nacional. En ese momento no dimensioné hasta dónde llegaría. Hablé frente a la cámara sobre mi dolor, mi angustia ignorada, y la de todos los demás. Exigí que se nos atendiera de verdad.
Sigo sin comprender bien el porqué prestarnos tal atención. Tampoco éramos tantos como para justificarlo, pero lo agradezco muchísimo. El mismo día que salió la noticia me llamaron de la oficina del jefe de Gobierno. Hoy tenemos la cita a las nueve de la mañana. Pidieron que solo vayamos Luis y yo. Seguro será a puerta cerrada. El hombre que nos contactó sonó demasiado serio.
Luis está revisando los aceites del carro. Yo espero paciente la entrada de la casa. Tengo confianza en que obtendremos cosas buenas en beneficio de la búsqueda de mi hija.
—¿Lista? —me pregunta mi esposo.
—Estoy lista desde hace media hora —le respondo.
Nos subimos al carro.
Luis luce más animado y eso me alegra.
Van a dar las ocho, pero no queremos llegar tarde y que nos cambien la cita por eso.
Llegamos quince minutos antes. La secretaria, a diferencia de la primera vez que estuvimos ahí, no nos hace esperar. Muy amable pie que pasemos enseguida a la oficina del licenciado Espinosa, el jefe de Gobierno. Huele a aromatizante floral y está todo bien ordenado.
En su silla detrás del escritorio se encuentra sentado el licenciado.
Se nota que también nos esperaba.
Una vez más, extiende una amplia sonrisa. Se levanta para darnos la mano.
—Señor Luis, señora Rita, por favor, siéntense. —Señala hacia las dos sillas vacías frente al escritorio.
Llama mi atención que conozca nuestros nombres.
—Licenciado, déjeme decirle que nos tomó por sorpresa que nos citara —comienza Luis en un tono amistoso.
El hombre vuelve a sonreír.
—Mi trabajo es para beneficio de los mexiquenses —lo dice como si lo leyera de un papel.
—Como ya sabe, seguimos buscando a nuestra hija —intervengo.
—Lo sé, lo sé. —Él hace un gesto de tristeza—. Lamentable noticia. —Levanta el escritorio una carpeta color beige. La abre y comienza a leer—. Contacté ya al fiscal Ramos, él personalmente va a encargarse de llevar su caso.
Logro escuchar el suspiro que Luis suelta.
—Licenciado, será de gran ayuda. Hasta ahora no se ha avanzado nada —Luis suena tan esperanzado.
El licenciado Espinosa también suspira.
—Cuenten con toda la ayuda que sea humanamente posible. —Su rostro cambia por uno serio—. Como parte de este acuerdo, necesito que firmen unos documentos. —Sobre el escritorio nos acerca la carpeta que sostenía—. Son mero requisito.
La recibo, antes de que Luis lo haga.
—¿De qué son? —pregunto al mismo tiempo que empiezo a leer el primer documento.
—Es solo un papel que confirma que el caso no ha tenido irregularidades de ningún tipo.
Sé que trata de ocultar el nerviosismo que carga, pero logro detectar un muy ligero temblor en su párpado derecho[CS1] .
No me gusta para nada que minimice lo que pide.
¡No, no pienso ser parte de su juego! Esto para mí es demasiado importante como para meternos en temas políticos.
—Eso es una mentira —lo digo sin detenerme a pensar lo que saldrá de mi boca.
—Rita… —Luis me mira impresionado.
Levanto el dedo cerca de la boca de mi marido.
—De seguro se quiere lavar las manos. Ya antes nos prometió ayuda y no nos la dio. ¿Qué cambió ahora? —me dirijo hacia Luis. Después giro a ver al licenciado—. A nosotros no nos han hecho ningún caso. —Resoplo, incrédula al recordar—. Al contrario, en la fiscalía hasta nos señalaron como posibles culpables de un delito en contra de nuestra propia hija.
Es ahí donde toda muestra de empatía se le desaparece. La máscara que el hombre trae tambalea. De un momento a otro, ya no luce cooperativo.
—¿Cree que la televisora fue porque les interesa su caso? —nos dice. Incluso su voz suena distinta, hasta cierto punto, sombría—. Tengo encima a varios que quieren sacarme, buscan desprestigiarme y hacerme quedar como un mal jefe, y están dispuestos a todo con tal de lograrlo, hasta de usar a los ciudadanos como ustedes.
«Porque es un inepto», pienso.
—Estamos de acuerdo con lo que pide… —Una vez más, Luis quiere conciliar.
—De acuerdo nada —interrumpo irritada.
A mi esposo ya no parece que lo deje en mal. Lo noto en su mirada fija en mí.
—¡Rita!
—No, Luis. A esta gente solo le interesan las apariencias. No nos va a utilizar. —Le planto cara al hombre—. Escúcheme bien, señor, sea como sea, tengo la atención de los medios. Si me lo propongo, esta conversación saldrá a la luz, y no creo que lo deje bien parado.
—¿Me amenaza? —pregunta sin rodeos.
—Con la verdad no se amenaza. —Me levanto. Para mí, la charla terminó—. Haga su trabajo y nosotros no diremos nada de lo que acaba de pasar aquí. Es lo que le ofrezco.
—Sí así lo quiere, así se hará, señora Valdés —dice sin añadir nada más.
Los ojos enrojecidos del licenciado son intimidantes, y al ser alto y corpulento mis alertas se encienden.
Es hora de retirarnos.
Luis me secunda, molesto.
—Buena tarde —le digo al licenciado antes de darme media vuelta.
Otra madre en mi lugar a lo mejor hubiera aceptado sus condiciones, pero es que es la forma en la que nos callan. Quieren silenciar a unos cuantos cuando somos miles de padres desesperados. Conmigo no van a contar para hacer sus fechorías. Lo he decidido.
A pesar del recelo de mi esposo y de mis hijos, a casi un mes de que mi hija desapareció, la fiscalía por fin manda a gente competente. ¿Por qué es necesario llegar a extremos para que nos tomen en cuenta? Ahora sí los nuevos agentes quieren saber cada mínimo detalle, trabajo que Leonardo ya hizo semanas atrás. A pesar de eso, les pienso dar lo que pidan. Quizá entre todos logremos dar con el paradero de Abigaíl.
Los treinta días casi se cumplen. Me duele el pecho cada vez que recuento el tiempo.
Por ratos imagino que mi hija está en su cuarto, metida en… sus intereses. ¿Cuáles eran sus otros intereses? Sé lo de la cocina y los postres, pero debe tener más. ¿Por qué no los conozco? Ni siquiera puedo decir qué tipo de música le gusta o cuál es su libro favorito. Todavía me falta tanto por vivir con ella. No la puedo perder para siempre, no estoy lista.
Es domingo dieciocho de junio, por la noche. No puedo dormir. Doy vueltas y vueltas en la cama. Luis tiene que descansar. El doctor le ha dicho que su presión no andaba bien. Tiene que cuidarse mejor y el descanso es indispensable.
Me levanto a tomar agua, pero antes de llegar a la cocina noto que la puerta del espacio que tenemos atrás se encuentra abierta.
El aire que entra me causa temor. No solemos dejarla así.
Despacio y con miedo, camino lento hacia allí.
El corazón me brinca veloz.
De pronto, reconozco una espalda. Casi estoy segura de saber quién es.
Es tranquilizador saber que no se trata de un asaltante.
El olor del tabaco pica mi nariz.
—¿Desde cuándo fumas? —le pregunto detrás.
Eduardo gira a verme y se apresura a apagarlo. Sabe que en casa no está permitido fumar.
—Desde hace un mes —responde cabizbajo—. Me relaja.
En su mirada la tristeza se le desborda. Ahí tomo una decisión.
—Hijo, ¿y tu trabajo? ¿No te preocupa perderlo? Te costó mucho esfuerzo conseguirlo. Sé cuánto lo cuidas. —Para los artistas como él, no es tan fácil hallar un lugar donde les paguen lo suficiente para mantener una vida estable.
Eduardo demora un instante en hablar y lo hace inseguro:
—Es que… no los quiero dejar solos.
Decido sentarme a su lado. El aire ya corre más fresco y a veces me hace daño, pero en esta ocasión no me importa.
Toco su hombro, se lo masajeo.
—Si tienes que irte, no me molestaré o te juzgaré —digo sincera—. Tampoco creas que te estoy corriendo, pero, por suerte, tu hermana tiene un ángel que le mandó muchas manos para buscarla.
Los dos suspiramos.
En verdad creo que un poder divino la está cuidando.
A mi hijo lo veo vacilar.
—¿Segura? —me pregunta avergonzado.
Sonrío leve y asiento.
—Te avisaré cada cosa que suceda, lo prometo.
Casi juro que oigo un respiro de alivio de su parte.
—Gracias, mamá. Vendré todos los fines de semana. No… no vayas a pensar que viviré como si nada pasa.
—Jamás pensaría eso. Menos de ti. Llevas a todos tus hermanos aquí. —Poso la mano sobre su pecho—. Sabes que te quiero mucho, ¿verdad?
—Yo también, mamá.
Terminamos por darnos un abrazo.
Abrirme con Eduardo es tan sencillo. Ojalá pudiera ser así con todos. Es que él tiene una “energía” que relaja y te convence de que es alguien de confianza. Me preocupa que el sufrimiento le afecta un poco más que a los demás. Lo más sano para él es alejarlo de nuestro caos.
Planeo decirle a cada uno de mis hijos mis sentimientos hacia ellos, aunque se trate de hombres adultos.
Al fin llega el temido mes. Un número fatal para mi familia. Es un simple número que nos lastima.
El detective ya no me llama tanto. Desde que firmé la hoja donde pedía que dejara de seguir a los compañeros de escuela de mi hijo, parece distante conmigo. Llega a la casa a darnos informes, pero ahora se dirige más a Luis. Lamento que se lo haya tomado de esa manera.
Después de llorar un rato, logro dormir. Cada noche llegan las horrendas imágenes de mi hija siendo lastimada, abusada, herida por seres malditos.
De pronto, el timbre de mi segundo teléfono perturba mi débil sueño. No lo puedo ignorar, aunque sean más de las dos de la madrugada. Me levanto para responder. Aprieto somnolienta el botón.
—Diga —pronuncio en voz baja.
Por suerte, Luis no escuchó el ruidoso timbrado.
Salgo despacio de la recámara con el teléfono pegado a la oreja.
Quien llama no dice nada, solo alcanzo a reconocer una respiración lenta.
—¿Está jugando conmigo? —pregunto, intentando sonar ruda.
La respiración se hace más audible.
—Este teléfono es para tratar temas serios —gruño—. Vaya a hacerle bromas a su abuela.
Estoy a punto de mover el teléfono, pero una voz masculina me detiene.
—Tengo un tema serio.
Me siento apenada. Quizá me equivoqué al portarme de esa manera.
—¿Sí? —lo cuestiono.
El sujeto no deja de respirar raro y su voz es demasiado ronca. Sospecho que está cubriéndose la boca con un paño.
—¿Quieres saberlo? —esa pregunta me causa un leve escalofrío por la forma en la que lo dice.
—¿Tienes a un desaparecido?
Suelta una risa burlona.
—Tengo varios. —Hace una pausa desesperante—. Anota.
En la primera fracción de segundo no lo comprendo del todo, pero cuando caigo en la cuenta corro a alcanzar una hoja y una pluma.
—En Tenango del Valle —prosigue—, justo en los límites de Ocoyoacac y Lerma, vas a ubicar un terreno baldío. —Otra vez ríe—. Ahí está un regalito.
El frío que me recorre el cuerpo es doloroso. En mis oídos el zumbido molesto me provoca un mareo. Estoy muy asqueada.
—¿Mi hija? —murmuro apenas. No quiero saber, pero es necesario que lo pregunte—. ¿Dejaron a mi hija ahí?
El hombre tarda en responderme con tono burlón:
—No se te olvide llevar una pala.
Sé que ya ha colgado por el sonido que hace el teléfono, pero insisto en seguir cuestionando.
—¿La mataron? —Aprieto el aparato—. ¡Responde, desgraciado! ¡¿Mataron a mi hija?! ¡Mi hija no! ¡Mi hija no!
Sigo gritando.
Despierto a todos en la casa, incluso un par de vecinos toca para saber qué sucede y si necesitamos ayuda.
No pueden. Nadie parece poder ayudar en nada.
Si encuentro a Abigaíl ahí, si lo que ese desconocido dice es verdad, no existirá ayuda alguna que calme mi pena jamás.