IX

2293 Words
UNA SEMANA DESAPARECIDA.  Es raro describir lo que ha pasado estos últimos cuatro días. Todo ha sido un ciclo de repeticiones sin resultados que satisfagan o calmen las ansias. El agente que vino para iniciar la investigación oficial hizo solo unas cuantas preguntas y luego se esfumó. Fue como si no le interesara hacer su trabajo, como si no se tratara de una vida la que tiene en sus manos. Nos sentamos a revisar una y otra vez con lo que contamos. Sabemos que Abi no se fue en transporte público, pero ¿qué hacía su bolsa en la plaza? Leonardo piensa que la sembraron y por alguna razón insiste en vigilar al novio y a las amigas. Aunque creo que es un gasto de recursos innecesario, me mantengo callada porque el profesional es él. Eduardo regresó a Cuernavaca para extender su permiso y estará de vuelta en unas horas. Edmundo ha venido todas las noches a conversar, creo que de alguna manera me prepara para lo peor. Y yo me pregunto ¿qué sería lo peor? ¡Sí!, encontrarla muerta sería devastador, pero mi mente comienza a darle espacio a esa terrible posibilidad, aunque se rehúse a permitirle que se quede instalada. Soy consciente de que el dinero se termina. Luis toma la decisión de volver al trabajo. Su horario es de ocho de la mañana a tres de la tarde, por lo que le queda tiempo suficiente para continuar con este pesado proceso. Roberto llegará al país en dos semanas y comunicó que vendrá directo con nosotros. En cada llamada se le escucha muy afectado, pareciera que se encuentra viviéndolo en primera línea como los demás. De Roberto puedo decir que es un hermano muy consentidor, hasta un poco “tapadera” de las locuras de mis otros hijos, pero es porque no es capaz de traicionarlos. Abi lo quiere mucho. Él siempre le envía postales de sus viajes y ella las guarda como una preciada colección en una cajita de metal que también le regaló. Le hizo la promesa de que al cumplir los dieciocho años la llevaría a sacarse la visa estadounidense para invitarle un paseo por el país vecino. Pienso que esa promesa es lo que lo mantiene de pie en estos momentos. Alma y Eleonor se han ido, les insistí que fueran a sus respectivas casas para estar con sus familias. Me siento una ladrona al tenerlas todo el tiempo aquí. Estoy segura de que volverán, pero darles un respiro de nuestra tragedia es lo mejor para todos. Es domingo y en un día normal yo tendría que revisar pendientes de la escuela. Pero ya nada es normal en esta casa. Tomo un té de tila en la barra de la cocina para ayudar a relajarme. Luis sostiene una taza muy caliente de café, así le gusta. Lo prueba sin siquiera soplarle. El humo ronda su cara y ni siquiera lo nota. Se ha quedado pasmado, pensando o recordando, y sus ojos se enrojecen sin decirme nada. Apenas voy a hablarle cuando Pablo sale de su habitación, vuelve dos pasos, da una vuelta, luego otra, hasta que por fin se nos acerca. —¿Será que puedo ir a un partido? —pregunta nervioso y no nos mira de frente. Me levanto de un tirón y la taza de té se derrama por el impacto. ¡Mi pobre hijo! Voy hacia él. Lo veo más delgado y ojeroso. Sujeto su cara y aguanto las ganas de llorar. Sé que duerme muy poco porque desde niño sufre de insomnios cuando algo le preocupa. Es necesario que su mente vuele hacia otro lado, aunque sea un par de horas. —¡Pero claro que sí! —respondo enseguida—. Ve, hijo. Te hará bien. Él vacila. —¿Me llamarás si hay algo? Ya le hemos comprado un teléfono, no vamos a cometer el mismo error dos veces. —Serás el primero en enterarte si llegan noticias —al decirlo hago un esfuerzo por sonreír, o eso intento; en realidad ya estoy olvidando cómo hacerlo. Tocan el timbre y Pablo se adelanta a abrir. Es su amigo Alex el que llega. Alex, así le dicen, pero se llama Alessandro Ricci, es su mejor amigo y compañero de la universidad. Pronto los dos se van a graduar. ¿Qué puedo decir de Alex? Es un muchacho muy alegre, tiene la misma energía que Pablo, por eso se llevan tan bien. Durante un tiempo creí que a Abi le atraía porque cuando venía, ella cambiaba su forma de comportarse y hasta de hablar. Debo reconocer que es un joven apuesto. Su padre es italiano y su madre mexicana, por lo que su mezcla resultó en un bonito jovencito. Es de piel blanca, ojos verdes y cabello n***o. Tiene las cejas pobladas y una mirada que te hace evadirla cuando te observa. —Buenos días —dice Alex al acercarse. Lleva puesto su uniforme para el juego y un balón entre las manos. Parece avergonzado, como si estuviera cometiendo un delito al venir por Pablo—. Mi madre le manda a decir que tiene a Abigaíl en sus rezos diarios. —Te agradezco. Dile a tu mamá que no deje de pedir por ella. Pablo se apresura a irse a cambiar y yo me quedo parada frente a su amigo. —Lo haré… —confirma el joven. Da un paso hacia atrás, voltea titubeante y luego regresa a vernos—. Me enteré de algo, pero no estoy seguro de decirlo sin pruebas. —¿Qué es? —pregunta de inmediato Luis y se voltea para verlo directo. Alex no suele dudar al hablar, es alguien que toma confianza muy rápido, pero esta vez hasta podría decir que siente temor. —Su novio…, el alto al que no le caigo bien… —Santiago, es su novio —añado—, ¿qué pasa con él? El muchacho mueve un poco la cabeza, le da vueltas entre las manos al balón, y después decide continuar. Supongo que vernos tan atentos a él le ayudó a convencerse. —Mi hermano, el más chico, va a su misma clase de inglés. No habla mucho con él, pero se enteró en el grupo que iba a cortar con su hija… —Traga saliva y da un vistazo hacia el pasillo de las escaleras—, porque ya estaba interesado en otra compañera de esa clase. —¿Eso cuándo fue? No estoy segura de si ese es un dato importante, pero Leonardo nos encomendó que preguntemos todos los detalles posibles sobre cualquier noticia. —Hace un par de semanas —continúa Alex. De pronto se pone más serio—. Debo decirle que conozco a Abigaíl desde hace cinco años. Me acuerdo que era todavía una niña, y desde que empezó a salir con el tal Santiago le vi un cambio, como si estuviera un poco… triste. Lo que el joven dice me sobrepasa. ¿Por qué no noté ese cambio yo? ¿Tan alejada estaba de mi propia hija? Ya no sé ni qué pensar. —Lo que tenga relación con Abi es importante. —Sujeto su brazo—. Gracias, Alex, por habérnoslo dicho. —Ojalá que vuelva pronto —dice sincero. Pablo sale con su ropa deportiva puesta, ausente de lo que acabamos de hablar, y ambos se van a su juego. El reloj nos avisa que es hora de seguir con la travesía. Una buena amiga de la familia consiguió un espacio en televisión abierta para que anuncien la búsqueda de mi hija. Son segundos valiosos que pueden lograr que mi niña vuelva. Para nuestra buena suerte el proceso para que salga el anuncio demora solo media hora. ¡Por fin algo sin tanta burocracia! Tengo fe en que nos dará resultados, aunque no sé si sean buenos. En cuanto estamos de regreso encontramos al detective estacionado frente a la casa. Pienso que el hombre descansa muy poco, ni los domingos deja de trabajar, e incluso siento pena por él. Pena que se esfuma cuando lo veo tan entregado en lo que hace. —Detective, ¿todo bien? —le pregunta Luis en cuanto se baja del coche. —Señor González —dice al estar cerca de nosotros—, mis compañeros están tomando las placas de los carros que pasaron entre las tres y las cinco de la tarde. Esperamos que sirvan de ayuda. Vine porque necesito que alguno de los dos me acompañe al Ministerio. El agente encargado de su caso está entregando información falsa. —¿Eso cómo lo sabe? —indago preocupada. Cada vez que Leonardo viene mi corazón se acelera; esta vez tiene razón en ponerse así. —Contamos con ojos pendientes de lo que esos ineptos hacen. Recomiendo que se le informe a su superior para que lo cambien, o va a terminar dejando el caso en espera. Proceso lo que Leonardo dice lo más rápido posible, pero no logro aceptar una negligencia de tal magnitud. —Voy yo —me apresuro a informarle a Luis. Tengo la enorme necesidad de confrontar esa tarea. Cargo en la bolsa tantos papeles que ya no es necesario que entre a la casa. —¿Segura? —pregunta vacilando. Le confirmo con la cabeza. —Está bien —Luis accede—. Yo estaré al pendiente del teléfono. Puse la contestadora, pero siempre es mejor contestar personalmente. Antes de irme le doy un beso, un beso de ese amor que siento por él después de tantos años. El tiempo no ha provocado que deje de sentirme enamorada del hombre con el que me casé. El detective y yo subimos a su automóvil. Enseguida inicio una conversación para hacer más llevadero el viaje. —Y usted, ¿tiene familia? Me refiero a esposa, hijos… —No —responde tajante, pero amable—. Soy soltero y así me voy a quedar. —Es una decisión muy drástica. —No vaya a pensar que no me gustan las mujeres. —Sus mejillas se enrojecen en cuanto me lee entre líneas—, nada de eso. Salgo de vez en cuando con amigas, ya sabe…, pero nada formal. No quiero traer una vida a este mundo tan podrido —lo último lo pronuncia de una manera severa. —Comprendo. Yo sí traje vidas a este mundo, cinco para ser exactas, y ahora he perdido una. Me siento un tanto confundida y me quedo callada. Un teléfono suena y con el insistente timbrado rompe la tensión. El detective se estaciona para poder atenderlo. Es obvio que la llamada es de suma importancia porque no vacila. —Dime —se apresura a decirle a quien le llama. Unos segundos después sus dedos aprietan con fuerza el aparato. La persona del otro lado tiene mucho por contarle. Pasan dos largos minutos y Leonardo se queda mirando hacia el vacío mientras escucha—. Entiendo. Le informaré a la brevedad. —Cuelga y coloca las manos en el volante sin encender el carro. —¿Todo bien? —Es de un caso —habla, pero no voltea a verme—. Se acaba de resolver. —¿Y cómo terminó? —En realidad no debería interrogarlo, pero sé que aliviará lo que sea que lo tiene pasmado de esa manera. —c*****r putrefacto de femenina de treinta años hallada en un lote baldío al otro lado de la ciudad. —Cita como si lo leyera de un informe. Veo en su mirada el coraje reflejado. A mí me recorre un escalofrío cuando imagino el cuerpo de la mujer entre la hierba. —El SEMEFO la recogió después de una llamada anónima —prosigue—. Ya confirmamos su identidad. El médico forense calcula que lleva quince días muerta. —¿La mataron? —suelto sin pensar. No suelo ser así de impertinente, pero sé de sobra que sacar lo que nos altera sirve para aliviarnos. —Herida de bala en la cabeza —confirma Leonardo—. Fue muerte instantánea. La madre es viuda y era su única hija. La víctima salía con un exmilitar, pero el hombre negó la relación porque está casado. Una de sus amigas escuchó cuando ella lo amenazó con confesarle todo a su mujer. Dos días después desapareció. Tenemos varias pruebas que servirán para refundirlo en la cárcel —dice con un tono de voz desconocido, sombrío. Cuando recupera la calma, mete la llave y el motor suena—. Si no le molesta, voy a llevarla a su casa porque es necesario que la madre sepa. —¡Lo acompaño! —Es urgente que esa madre sepa y no quiero ser una distracción—. Me quedaré en el carro. Sin decir palabra, avanzamos. El trayecto dura más de cuarenta minutos, hasta que llegamos a una privada de gente adinerada. La zona está tan sola y silenciosa que parece que nadie vive allí. Un guardia permite que el coche del detective entre a lo que parece ser una mansión bien cuidada color blanca. Leonardo cruza el amplio patio, pasa cerca de la fuente y toca el timbre de la bonita puerta de vitral. Una mujer se apresura a abrirle. Seguro tiene empleados que hacen esa tarea, pero por la forma en la que saluda al detective sospecho que es la madre. Conozco la angustia que un simple timbre puede llegar a provocar y la comprendo. Leonardo entra y tan solo un minuto después escucho el grito de dolor. ¡Allí está ese alarido que sale desde lo más profundo!, ¡desde las mismas entrañas! En ese momento es donde me queda claro que no importan clases sociales, todas sufrimos de la misma manera al tener un hijo perdido.
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