SIETE MESES DESAPARECIDA.
Tal como dije, el préstamo que solicité fue aceptado. Siempre procuré ser cumplida en pagar hasta los impuestos, ahora esa dedicación rinde frutos.
Edmundo se ofrece a llevar al “informante” el dinero.
Metemos los billetes a una maleta deportiva pequeña como lo hacen en las películas.
Leonardo proporciona la dirección de entrega. Es en Pachuca.
Esto tiene pinta de pago de secuestro, solo que con menos esperanzas.
No sé de qué manera demostrarle a mi hermano el gran agradecimiento que le tengo por atreverse a hacer tanto por nosotros.
Las otras madres compran un cirio y lo prenden en casa de Edmundo. Le han pedido a Dios que lo proteja y que lo regrese con bien. Saben que hará algo peligroso, pero no les di detalles de qué. Ellas ya le tomaron cariño a mi hermano. Están rompiendo la coraza con la que se cubrió años atrás después de nuestro desinterés en sostenerlo cuando más lo necesitó.
Edmundo se va por la tarde. Serán tres horas eternas en las que no pienso soltar el rosario.
Como suele pasar, el reloj marcha lento cuando queremos que las manecillas se muevan veloces.
Por suerte, mi hermano vuelve sonriente y nos dice que “ya estuvo”.
Todavía no sé si sentirme feliz por esto. Aún no sabemos si es seguro el encuentro con el tratante. El topo[1] ese puede arrepentirse y el dinero será solo un regalo para él.
Recibo al detective por la mañana del día siguiente del pago.
Son las vacaciones de diciembre. Pablo acompañó a su padre a comprar algunas piezas del carro. Antes era Abi quien iba, aunque no supiera nada de automóviles. Sabía que, si seguía a Luis, él terminaría por ceder a alguno de sus caprichos reposteros.
Llama mi atención que se quitó la barba que tenía meses cuidando. Luce más joven, pero me agrada más con la barba, le brinda una especie de seriedad interesante.
Lleva puesto una gabardina color beige. Hoy amaneció helado afuera.
Me percato de que se mueve de lado a lado en el recibidor.
El corazón empieza a acelerarse ante el miedo que causa su comportamiento. Estos meses conviviendo me hicieron conocerlo. Siempre que se porta así, es porque trae malas noticias.
Ni siquiera me detengo a invitarlo a pasar a la sala.
—Detective, ¿qué le pasa? Parece preocupado.
Él demora unos segundos en verme a la cara.
—Necesito hablarle de un asunto. Considero que es importante que lo sepa.
¡Sabía que lo del pago sería un fracaso! ¡Solo nos estafaron!
—¿Qué sucede? —pregunto temerosa.
Leonardo levanta el brazo para que nos vayamos a sentar.
Me adelanto y me dejo caer sobre el sillón solitario.
Luis estará decepcionado si sí resultó ser un robo.
Leonardo reposa la cabeza sobre ambas manos. Unos segundos después, se levanta.
—Verá, señora Valdés, hace unos meses pasó una cosa… extraña. Fue antes de que me pidiera que dejara de seguir a las jóvenes. Estaba en una guardia frente a la casa de la señorita Sherlyn. Era de tarde. Ella ya había llegado de la escuela. Estacioné el carro y me acomodé para esperar, pero en ese momento la joven salió de su casa. Parecía intranquila y...
—¿Qué? —pregunté hosca.
El detective no acostumbraba darle tantas vueltas a los asuntos que trataba, de ahí mi desesperación.
—No vaya a pensar mal de mí —dice sonrojado—, de ninguna manera pretendería algo con una menor.
—Leonardo, no le estoy entendiendo. Sabe que puede decirme lo que sea y no lo juzgaré.
Él respira y se acomoda en el sillón.
—La señorita Sherlyn llevaba puesta… digamos que… poca ropa. Una falda rosa muy corta y un… ¿cómo le dicen? —Apunta hacia su pecho—. De esos que van en la parte de arriba. Era pequeño y ne.gro.
—¿Un top?
—Sí, eso. —Su vista se pierde, parece estar recordando cada detalle—. Pasó cerca de mi carro. Caminó despacio por ahí y de pronto… se alzó la falda. Se le veía… —Suspira, avergonzado—. Usted sabe.
No necesito que lo explique.
—¿Supone que Sherlyn intentó seducirlo? —pronunciar aquello en voz alta lo vuelve más preocupante.
—Primero pensé que así es la moda de las jóvenes, y luego pasó lo del documento.
—¿Hay un “pero”?
Leonardo asiente.
—Un agente que tiene el caso de Abigaíl fue a su domicilio a realizar un interrogatorio. Esto pasó luego de que en la fiscalía le hicieran caso a su denuncia. Resulta que Sherlyn hizo lo mismo ese día, pero se atrevió a tocar al agente cuando su madre fue por un vaso de agua. Ya se imaginará dónde fue dicho toque. Me enteré apenas en una salida con otros colegas. En nuestro ambiente se sabe de todo.
Coloco la mano sobre el pecho.
—Esto es grave, detective —digo sorprendida.
—Sospecho que la señorita Sherlyn está tratando de ocultar información importante.
Calmo las ganas de llorar. No es el momento.
—¿Cree que es culpable? —lo cuestiono. Me pregunto que, en caso de ser culpable, de qué lo sería.
—O busca encubrir al culpable —añade.
Ambos guardamos silencio. Después de todo, Leonardo tenía razón en seguirlas.
—Ese documento que firmé —digo convencida—, quiero que lo destruya y vaya tras esas mocosas. Ellas saben más de lo que han dicho. No se olvide de Perla y de Santiago.
El detective se gira más hacia mí y se inclina.
—Debe saber, señora Valdés, que tengo la responsabilidad de investigar a fondo cualquier delito, sin importar quién esté involucrado. Ninguna señorita hará que desvíe mi trabajo.
Sin pedirle permiso, sostengo sus manos.
—Confío en usted, Leonardo. Ahora sé que es de verdad una persona íntegra. La investigación de mi hija no podría estar en mejores manos.
Una sensación de tranquilidad me recorre, a pesar de que mi error sigue causando estragos.
En la misma reunión, el detective me avisa que la cita será dentro de dos días, en sábado y de noche, muy noche.
Hay menos custodios y será más sencillo el “proceso”.
Solo debemos participar mi esposo y yo. Si otra persona se presenta o lo ubican cerca, se termina el trato.
Así lo hacemos en la fecha y hora indicada, pese a la insistencia de Pablo y Edmundo de acompañarnos.
Pasan de las dos de la madrugada.
Luis estaciona el coche un kilómetro antes.
Caminamos un rato, hasta que por fin el penal iluminado está a la vista.
Se trata de un gran edificio de piedra y concreto; un reflejo crudo y desgarrador de las injusticias, las tragedias y las ansias de violencia que habitan en el corazón humano.
Juntos y sostenidos de las manos, llegamos al portón de acero oxidado que marca la entrada.
El aire se siente enrarecido y cargado incluso ahí.
Enseguida un custodio sale, nos pide las identificaciones y luego nos hace pasar.
Llegamos a un pasillo angosto, flanqueado por muros de concreto desgastado y cubiertos de grafitis que seguro cuentan historias de vidas rotas. Parece ser un mundo aparte, un lugar de penurias y conflictos.
Las paredes de lo que sigue están pintadas en tonos desvaídos por el paso de los años. Huele a sudor y se percibe la desesperanza. Hay una parcial oscuridad y un silencio inquietante.
En este mar de desolación se nos acercan otros dos hombres. Son altos y obesos. Ellos nos revisan hasta los calcetines. Después avanzan y, cuando se detienen, señalan hacia uno de los cubículos donde seguro trabaja algún administrativo. Está limpio, iluminado y adornado con fotografías familiares.
Por un instante temo que termine siendo una especie de trampa, pero no podemos arrepentirnos.
—Tienen diez minutos —dice uno de ellos.
Luis se asoma primero.
Allí, en ese espacio de cuatro por cuatro metros, ya se encuentra el tan mencionado Enrique Meléndez.
Lo dejaron sentado con las manos esposadas.
Solo tuve la oportunidad de ver sus fotografías en el periódico y un par de videos borrosos en los noticieros, pero al tenerlo de frente me doy cuenta de que no es tan grande como imaginé. Este hombre no pasa de los veinticuatro años. Es muy moreno, con barba descuidada, delgado, y se encuentra con solo una camiseta blanca puesta y unos pantalones de mezclilla. Debe estar padeciendo el frío.
Su mirada permanece perdida.
Hay dos sillas frente a él. Luis y yo las ocupamos. No dejamos de tomarnos de las manos.
En el bolso llevo la libretita con las preguntas que Leonardo recomendó realizar. La saco y la abro.
Enrique no hace contacto visual y sigue en la misma posición encorvada.
Aguardamos un momento, pero sigue callado.
—Soy Rita Valdés, y él es el Luis Gonzáles —decido tomar la iniciativa. No tenemos tanto tiempo.
—Me vale madres quiénes son ustedes —dice y se le dibuja una mueca de asco.
¡Eso no me va a detener!
—Nuestra hija desapareció el veintiuno de mayo, cerca de las cuatro de la tarde.
—Se llama Estela Abigaíl Gonzáles Valdés. Es ella. —Luis le muestra la fotografía de mi Abi.
Él hombre ni siquiera la voltea a ver.
—Ni idea… —Ladea la cabeza.
Tal como Leonardo dijo, se niega a confesar. Por los moretones en las mejillas y la cicatriz recién sanando del ojo, adivino que dichos interrogatorios no han sido amistosos.
—Sabemos que te mantienen aislado —dice Luis—. Si colaboras, te darán más libertades.
—¿Libertad? —se mofa—. ¿En este basurero?
—¿No te gustaría estar más cómodo? —Luis no desiste—. Si nos ayudas, podemos conseguirte una televisión, ropa abrigadora, comida decente, productos de higiene.
Mientras, yo releo las preguntas.
—¡Mmm! —Enrique se queda pensativo—. No lo necesito, anciano.
Aprieto la libreta al escucharlo.
—¿Cómo puedes vivir con tantas culpas? ¿Cómo pudiste arrebatarles su libertad a tantos inocentes, sembrar el terror en tantas familias y estar como si nada? —esos cuestionamientos son propios—. Nosotros sufrimos por tu culpa. ¿Cómo logras dormir?
Es hasta ese punto donde el sujeto gira a vernos.
Sonríe de pronto.
—Ya me acordé de usted, es la de la cartita esa. Le quedó bien mamona. Casi lloro.
El tono de burla que usa me enfurece.
¡A la chingada con preguntas prefabricadas, estoy harta!
Me inclino solo para sujetarle el cuello. Lo tengo cara a cara e indefenso, solo falta aplicar más fuerza y esa bestia estará desterrada de nuestro mundo.
Sus ojos amarillentos quedan directos con los míos. No me intimidan.
—Escúchame, pedazo de mierda, vas a decirnos aquí mismo qué le hiciste a mi hija.
Él trata de volver a reír, pero mis dedos oprimiéndolo lo evitan.
—¿Qué me vas a… hacer, vieja pendeja? —dice, esforzándose—. ¿Me vas a… aventar tus… lagrimitas?
No más ser miedosa, ese hombre no verá que me quiebro. Ya supliqué bastante.
Aprieto un poco más. Oigo que lucha por respirar.
Atrás, Luis trata de que lo suelte.
Acerco el rostro y lo agito.
—Unos buenos plomazos en esa cabeza hueca no te vendrían mal.
—Rita, ¡detente! —grita Luis.
Eso me hace reaccionar. Por fin lo suelto de un empujón.
El hombre se toma unos segundos para recuperar el aliento.
—Si me matan… —dice—, mejor… Así no me están chingue y chingue con lo mismo.
Vuelve a sonreír y noto que tiene una corona de acero en uno de sus dientes frontales.
—La muerte no es lo peor que te puede pasar, eso te lo juro.
Es peor estar como me siento yo, medio muerta porque me quitaron una parte de mí.
Tomo asiento de nuevo, aunque estoy convencida de que no se dará ningún interrogatorio por más que insistamos. En realidad, fue una vana esperanza desde el inicio.
A pesar de eso, Luis sigue empeñado:
—Si lo que quieres es dinero, lo tendrás. Dinos cuánto.
—No, no quiero dinero. Tengo mucho guardado donde nunca lo van a encontrar los azulitos —refiriéndose a la policía—. Nunca lo van a encontrar, igualito que a su hija. —En ese momento muestra una sonrisa distinta, una que raya en lo maquiavélica—. Ustedes jamás van a saber dónde está.
El cuerpo entero se me estremece.
—¡Infeliz, desgraciado! ¡Te vas a arrepentir! ¡Lo juro!
Estoy a punto de volver a atacarlo, pero la fragilidad de Luis me frena. Mi amado esposo tiene el semblante endurecido por el dolor y la ira.
Me gustaría contar con un espejo para saber qué cara tengo yo.
Decido que es mejor irnos o terminaré por hundirle las uñas en los ojos a ese malnacido.
Salimos lo más rápido que podemos.
Luis se tambalea dos veces en el trayecto y pide que lo deje descansar.
Una vez en el carro, él evita el contacto visual conmigo y golpea el volante tres veces con el puño. El peso de su preocupación es demasiado abrumador para enfrentarlo.
—Ahora sabes que es muy posible que Estela sí haya sido vendida a algún cerdo depravado. ¡Así son las cosas! —Busco que entre en razón—. Luis, es necesario que te atiendas, y tiene que ser ya.
—No quiero hablar de esto. Te lo dije más de una vez. ¿Por qué no entiendes?...
—¡No puedes seguir ignorando lo que te sucede! —lo interrumpo—. Tus síntomas indican que necesitas atención médica. Dejar de lado el problema no lo hará desaparecer —mi voz tiembla un poco. Siento demasiado en este momento. Imagino a mi hija sufriendo. No planeo estar sola en su búsqueda. Una urgencia creciente de reconectar con mi marido nace en mí—. Si el miedo te paraliza, te irá peor. Debes enfrentarlo. —Entrelazo sus dedos con los míos—. No estás solo, me tienes aquí para apoyarte.
Luis levanta la mirada cristalina.
Los dos estamos llorando.
—Pero... ¿qué pasa si tengo algo malo, Rita? —Su barbilla tirita—. ¿Qué pasa si no puedo manejarlo? Voy a ser una carga para ti.
—Si hay un problema, no vamos a permitir que el temor nos impida saberlo.
—Está bien. —Asiente. Sus lágrimas no paran de salir—. Iré al médico. —Lleva mi mano a su boca y la besa—. Por ti, por nosotros, por mi Estela —promete.
Para ser sincera, la confirmación del tratante no me sorprendió, era una posibilidad. Sí, me destrozó, pero no me hizo caer a pedazos.
Abigaíl tendrá a unos padres sanos y dispuestos a buscarla al otro lado del mundo, hasta que vuelva a casa.
[1]Topo. Persona que, infiltrada en una organización, actúa al servicio de otros.