TREINTA Y DOS HORAS DESAPARECIDA.
Me cuesta trabajo comprender cómo es que algo así pudiera haber pasado desapercibido para mí. «¿Qué tipo de madre no se da cuenta de la primera vez que su hija llega a casa oliendo a alcohol?», me pregunto una y otra vez.
Estamos dentro de la habitación, intentamos dormir para recobrar fuerzas. Luis se encuentra sentado al borde de la cama y yo me mantengo acostada sin poder cerrar los ojos. Lo contemplo y por un momento pienso que su espalda parece ser la de un anciano: encorvada y cansada. Es como si toda su vitalidad se perdiera sin que quisiera evitarlo.
Mi esposo fue siempre un hombre activo. Le gusta ejercitarse y por las mañanas sale a correr, por lo que es delgado y a su edad, cincuenta y dos años, no padece ninguna enfermedad. Pero ahora el hombre que se encuentra aquí se ve como alguien mucho más grande y derrotado.
—Yo sí sabía —confiesa y voltea a verme con una mueca de vergüenza.
Lo comprendo enseguida y me siento en la cama porque sé que es hora de hablar con la verdad.
—¿Cómo dices? —le pregunto para que lo diga por segunda vez.
Luis resopla lento.
—Que yo si sabía lo de la fiesta. Estela me lo confesó ese mismo día.
Mi interior vibra. Me consideraba una madre presente, pero comienzo a creer que no es así.
—¡Ahora resulta que todos sabían, menos yo! —Estoy enojada y casi lo digo gritando.
Él no se altera, él casi nunca se altera, tiene una paciencia envidiable que yo nunca tendré.
—Le daba miedo decirte. Se sentía muy mal porque ella no quería tomar, pero sus amigas la convencieron. No quería decepcionarte.
—¿Sus amigas? ¿No fue Santiago?
—Dijo que sus amigas fueron las que la convencieron de ir y luego le insistieron en tomar. —Se gira para verme de frente—. Mira, Rita, no es pecado. ¿Cuántas veces nosotros no hicimos esas cosas? Acuérdate. Nos saltábamos clases para comprar cervezas, y hasta probamos la m*******a. ¿Y nuestros hijos? Sus primeras borracheras fueron de más jóvenes que ella.
Rememoro por un breve momento aquellos tiempos en los que hacíamos locuras. La juventud te hace ver todo más sencillo.
—¡Eso no es lo que me molesta! ¿Por qué a mí no me lo dijo nadie? Tal vez en esa fiesta sucedió algo que tenga que ver con todo esto que nos está pasando…
—Yo no creo eso, pero podemos preguntar a los que asistieron.
Pienso un instante.
—El detective se va a encargar de hacerlo, yo misma le diré. Me comentó que mañana temprano empezará a interrogar a las amigas. En este momento está recorriendo las calles cercanas con sus ayudantes. Creo que buscan pistas.
Luis se queda viendo hacia la pared.
—O un cadá...
—Ni siquiera lo digas —lo interrumpo de golpe, me pongo de pie y aviento la colcha con la que me cubría. Solo pensarlo me sobresalta.
El pesimismo de mi esposo es decepcionante.
—¿Tanto confías en él?
Su expresión triste hace volcar mis sentimientos y entran las ganas de llorar.
—Tenemos que hacerlo, es la única opción con la que contamos.
—Debemos estar conscientes de que es una posibilidad. —Respira hondo, su mirada de cristal lo delata y también se pone de pie para encararme.
Sé que quiere decirme algo importante porque toma mis manos entre las suyas, luego empieza a hablar con una voz que ya no parece la suya, es átona, y a mí me provoca desagrado:
—Te va a parecer una locura, pero ya no la siento aquí, en este mundo —lo dice melancólico—. Es difícil de explicar, pero ya no… —Niega—, no está.
Una lágrima sale de su ojo derecho y con eso quiebra mi corazón. ¡No quiero creerlo, no estoy dispuesta a pensar que mi hija está muerta y deseo poder hacerlo entrar en razón!
—Es porque estás desesperado, así como yo. —Siento que mis ojos se humedecen—. Tengamos fe, Luis. La necesito.
Él se da cuenta que estoy muy afectada y me abraza. La conversación termina con eso.
—Lo haré —susurra y nos vamos a la cama a intentar dormir sin decir una palabra más.
Hemos dejado gran parte del trabajo a los investigadores. Sus servicios costarán nuestros ahorros, pero en estos momentos el dinero es lo menos importante.
Logro cerrar los ojos por más de cuatro horas. Al despertar ya es imposible volver a conciliar el sueño. Me observo rápido en el espejo del baño. Las ojeras hacen de las suyas, pero es lo último que me importa.
Salgo a tomar un café porque todos los demás siguen durmiendo.
La cocina huele a ella, a su pastel de limón que tanto le gusta hacer, a la vainilla que derramó sobre el mantel y jamás se fue. Esta es la clase de pesadillas que sí asesinan. ¡No!, no son las de las películas de fantasía y terror que aman ver mis hijos y de las cuales huyo en cuanto puedo. El miedo que provoca un monstruo queda eclipsado por el terrible miedo de perder a un hijo.
Dan las seis de la mañana y me dispongo a bañarme. Antes de que me quite la ropa, escucho que el timbre suena. Puede ser cualquiera, pero me apresuro a abrir porque ahora todos pueden ser Abi.
Apenas jalo la puerta, veo a una jovencita, es Sherlyn. Sus padres la esperan en la camioneta estacionada enfrente.
—Señora, ¿han sabido algo?
—Nada —le respondo a secas.
Sherlyn es la clase de jovencita que inspira ternura. Su cabello castaño claro y corto hasta el mentón, junto con finas facciones le brindan un toque de inocencia y menos edad. Aunque debo reconocer que es la que tiene mejores calificaciones en la escuela, ha ayudado a mi hija en más de una ocasión. Pero en este momento parece nerviosa y su vista va y viene de mí a sus padres.
—Si… si llegan a saber algo, ¿podrían avisarnos?
—Por supuesto.
La muchacha pretende irse, pero regresa y da un paso hacia adelante para hablar más bajo.
Yo inclino la cabeza para escucharla.
—Había… había un hombre siguiéndonos desde la semana pasada. Pensé que tal vez le gustaba alguna de las cuatro, parecía de unos veinte años, no más, y por eso lo dejé pasar. Mis papás dicen que es importante que ustedes lo sepan.
¡Me quedo fría!
Es la clase de información que menos deseaba recibir. Tengo que obligarme a responderle, aunque quiero gritar para expulsarlo todo.
—¿Puedes contarle los detalles al detective Medina?
Sherlyn asiente y se va a pasos apresurados porque las clases van a iniciar.
Es urgente que le llame a Leonardo para decirle lo que acabo de saber. Levanto la bocina del teléfono, marco su número y él contesta en el segundo timbrado. Ni siquiera lo saludo.
—Ha venido una de sus compañeras y me dijo que un hombre joven las estuvo siguiendo —suelto sin dar una buena explicación—. Le pedí que se entreviste con usted porque confío que hará las mejores preguntas.
—Voy para la escuela —me responde con su voz gruesa y casi puedo asegurar que somnolienta.
—¡Espere! —Evito que cuelgue—. ¿Puedo acompañarlo?
Hay un breve silencio.
—La veo en media hora
Me doy un baño rápido y estoy lista en quince minutos, yo que soy de las que tardan más de una hora en estar presentables.
Todos en la casa se van despertando.
Alma y Eleonor duermen en la recámara de la planta baja y son las primeras en verme mientras aguardo sentada en el comedor. Se nos unen mis hijos y Luis. Una vez reunidos, les explico rápido lo que pasó.
Cumplida la media hora tocan el timbre. El detective debe conducir como el mismo diablo o vivir un tanto cerca porque el tráfico a esas horas comienza a ponerse fatal.
Jalo mi bolsa y me despido. Antes de salir les recuerdo que no deben dejar la casa sola. A ninguno le di la oportunidad de acompañarnos porque no reparé en que quisieran hacerlo. Me porto egoísta, lo sé, pero estoy segura de que sabrán comprenderme y disculparme.
Abro y Leonardo me saluda. Sí que sabe vestirse veloz.
Nos subimos a su coche y arranca.
La escuela queda a veinte minutos, es privada y pequeña y cuenta con pocos alumnos.
—En este momento uno de mis colegas está preguntando a sus vecinos si tienen cámaras de seguridad. Su colonia es de casas grandes, tal vez tengamos suerte y nos den algo que pueda servir.
—Ojalá que sí —musito porque ya veo la entrada de la escuela.
La fachada es color blanca con un gran logo justo arriba de la puerta que se mantiene cerrada una vez que comienzan las clases. En la barda y la puerta ya están pegados varios carteles de mi hija. Siempre buscamos lo mejor y más seguro para ella. Luis fue quien insistió en la escuela de paga para que no recorriera grandes trayectos. Me pregunto ¿en qué fallamos? Abigaíl debería estar dentro, riendo como la adolescente que es, esperando ansiosa la hora del almuerzo para platicar con sus amigas sobre los chismes más recientes… Pero no es así, ella no está allí y me duele en el alma el reafirmármelo.
—El perito de retratos hablados solo espera mi llamada para venir. Ayer revisamos el metro que Abigaíl debió abordar. Ningún empleado dice haber visto algo extraño con alguna adolescente de sus características. —Truena la boca—. Pero es difícil de saber porque entran y salen miles de personas al día.
Me agrada la idea de que el detective me proporcione detalles del avance de la investigación. Yo tenía la idea de que ellos eran más reservados. La facilidad con la que me informa ayuda a que aminore mi pena porque sé que hay gente experta buscándola.
Nos bajamos del carro y el guardia, como esperábamos, nos niega la entrada. Leonardo insiste firme en que debemos hablar con el director porque es de carácter urgente. El hombre llama por radio a otra persona y le confirman que podemos ingresar.
Dejamos identificaciones y una prefecta que se acerca nos guía hasta la dirección.
Las voces de los alumnos, ese sonido como de aves en los árboles, me estremece porque la parvada se encuentra incompleta, un gorrioncillo pequeño y vivaracho está perdido.
Llegamos a la dirección. Es un lugar amplio con paredes grises, en medio se ubica el ancho escritorio de madera, atrás tiene el librero lleno con libros escolares, premios y carpetas de archivo. Giro a un costado y veo la bandera, es tan bonita con sus tres colores y su símbolo del águila devorando la serpiente. Justo me siento como esa serpiente: moribunda y acorralada.
Encontramos al director revisando unos papeles con su secretaria, pero los deja en cuanto nos divisa.
—Maestra, pase... Pasen —nos indica con una seña. Se pone de pie y apenas me alcanza me da un fuerte abrazo.
Conozco a Adolfo, el director, muy poco, pero él debe comprender por lo que estoy pasando.
—Licenciado Castañeda, estamos aquí para hacerle unas preguntas a algunos de sus alumnos —le dice Leonardo después de sentarse y ver de reojo el portanombres.
El director se acomoda en su silla giratoria. Leonardo le proporciona su tarjeta y él la lee entrecerrando los ojos.
—Maestra Valdés —habla con un pesar que me desarma y casi puedo adivinar lo que va a decir—, créame que la acompaño en este momento tan difícil, pero me ponen entre la espada y la pared. Es necesario que este tipo de interrogatorios sean realizados en presencia de un defensor de lo familiar.
—Este no es un interrogatorio, solo queremos confirmar una información que una de las alumnas nos proporcionó —comenta Leonardo con una seguridad admirable.
—Sus padres estuvieron de acuerdo —añado.
—Les creo, pero los padres de la alumna deben venir también. —Traga saliva y me mira como si yo fuera un corderito lastimado—. Lo siento mucho, maestra. No cuento con el poder para ayudarlos. Puedo afectar a la escuela y a mí si doy el permiso. ¿Por qué no esperan a la hora de la salida y así lo conversan con los familiares?
¡Esto es demasiado para mí! Me levanto de un tirón y le doy un manotazo al escritorio.
—¡Adolfo, faltan varias horas para que salgan, y son horas vitales para mi hija!
Se nota que el director entiende mi reacción y la deja pasar.
La impotencia me consume y hace de las suyas, nubla mi buen juicio porque quiero gritarle a todo aquel que se interponga en la investigación.
—Esperaremos —interviene Leonardo y me sujeta del brazo—. Vamos, señora Valdés.
Salimos de la escuela y ya es imposible que detenga el llanto frente al detective que seguro está más que acostumbrado a este tipo de escenas, lo puedo ver en la manera en la que se porta: calmado y silencioso. Me recargo en un brazo que poso sobre el carro para poder tranquilizarme porque siento que estoy en un espacio frío y vacío donde el aire falta y me asfixia. Imágenes terribles atormentan mis pensamientos. Es la vibración de mi teléfono celular lo que me saca del estupor. Luis llama y contesto de inmediato.
—Rita, Edmundo dice que tiene algo. Vente ya.
La esperanza renace en mi interior y nos subimos al coche. El detective sí conduce como el diablo, imagino que las multas son lo último que le importan porque avanza violando los límites de velocidad para llegar a la casa.