CAPÍTULO 14: LAS HUELLAS DEL TIEMPO

1035 Words
El tiempo, esa constante que avanza sin detenerse, seguía su curso implacable. Lucía y Gabriel se sumergían más en su relación, un paso a la vez, en un proceso que a veces parecía lento y otras veces tan rápido que no podían comprender cómo habían llegado hasta allí. Las huellas del tiempo se hacían visibles en sus corazones y en sus vidas, pero ya no las veían como cicatrices, sino como marcas que les recordaban que habían sobrevivido, que habían aprendido. Lucía, ahora más segura de sí misma, había comenzado a buscar nuevos horizontes en su vida. Se sentía más libre, más auténtica, como si las cadenas que la habían mantenido atada a las expectativas ajenas por tanto tiempo finalmente se hubieran roto. Había empezado a involucrarse en proyectos que la apasionaban, en actividades que le permitían ser ella misma sin miedo al juicio de los demás. El arte, la escritura, la jardinería, todo lo que había dejado de lado por años, ahora era una fuente de alegría que cultivaba con entusiasmo. Gabriel también se encontraba en una etapa de introspección. Aunque su trabajo seguía siendo importante para él, ya no lo veía como la única medida de su valor. Empezaba a disfrutar de la compañía de Lucía sin la presión de lo que debía ser, sin las expectativas de éxito que lo habían definido durante tanto tiempo. Aunque el camino no era sencillo, sentía que cada día se acercaba más a una versión de sí mismo que había dejado olvidada. Un amor que madura A pesar de los avances que ambos experimentaban por separado, lo que más les sorprendía era cómo su relación comenzaba a cambiar. Ya no se trataba solo de redescubrirse el uno al otro, sino de aprender a ser juntos sin perder la individualidad. Había momentos de complicidad profunda, cuando las palabras sobraban y bastaba un gesto, una mirada, para entenderse. Sin embargo, también había momentos de duda, momentos en los que los temores del pasado asomaban, como sombras que amenazaban con apagar la luz que lentamente comenzaba a brillar entre ellos. Una noche, después de una cena sencilla y tranquila, en la que solo hablaron de cosas cotidianas, Lucía rompió el silencio que se había instalado entre ellos. —¿Crees que estamos haciendo lo correcto? —preguntó, con una ligera inseguridad en su voz. Gabriel la miró por un momento, sus ojos reflejando una mezcla de serenidad y preocupación. Sabía lo que Lucía sentía. Los dos temían que el miedo al fracaso o las heridas del pasado pudieran interponerse entre ellos. —Lo que estamos haciendo ahora, en este momento, es lo que sentimos que es lo correcto. No sé qué depara el futuro, pero no quiero seguir mirando atrás con arrepentimiento. Solo sé que, ahora mismo, contigo a mi lado, me siento completo —respondió Gabriel, con una sinceridad que iluminó el ambiente. Lucía lo miró fijamente, buscando en sus ojos una respuesta que, al parecer, solo él podía darle. Después de un largo silencio, suspiró y se recostó en su silla, pensativa. —Creo que nunca imaginé que llegaría a sentirme tan tranquila contigo. Aunque aún hay dudas, aún hay miedos, también hay algo que me dice que tal vez este es el camino que debíamos tomar —dijo, con una voz suave, pero firme. Gabriel la observó, tocando suavemente su mano. No necesitaba más palabras. Sabía que, aunque el camino no era fácil, había algo más profundo que los unía, algo que iba más allá de la lógica o las dudas. Lo que compartían era genuino, y aunque no podían predecir lo que vendría, sabían que valía la pena luchar por ello. La paciencia como virtud Con el paso de los días, Lucía y Gabriel se dieron cuenta de que la clave para avanzar no era forzar las cosas ni apresurarse a definir el futuro, sino cultivar una relación basada en la paciencia. La paciencia para aceptar las imperfecciones, la paciencia para comprender las emociones del otro, la paciencia para aprender de los errores y las victorias. Había algo profundamente liberador en no tener que cumplir con un guion preestablecido. Un día, después de un largo día de trabajo, se encontraron en el parque donde solían pasear al principio de su reencuentro. El aire fresco de la tarde les daba una sensación de renovación, y decidieron sentarse en un banco, sin prisa alguna. —¿Recuerdas cómo era todo al principio? —preguntó Lucía, mirando al frente mientras las hojas de los árboles se movían suavemente con el viento. Gabriel asintió, sonriendo de forma nostálgica. —Claro, era todo tan incierto, tan lleno de preguntas sin respuestas. Ahora, aunque las dudas siguen allí, siento que tenemos algo sólido, algo que no depende de promesas vacías, sino de momentos reales, de momentos que compartimos sin miedo. Lucía lo miró, y en sus ojos brilló una comprensión profunda, como si esas palabras hubieran sido la conclusión a un largo viaje emocional. —Lo que más me sorprende es cómo, a pesar de todo, siempre hemos vuelto a encontrarnos. Siempre hemos tenido esa oportunidad de empezar de nuevo, sin importar lo que pasó antes —dijo Lucía, con una ligera sonrisa. Gabriel sonrió también, sin prisas, sin respuestas definitivas. Simplemente disfrutaba de ese momento. Ambos sabían que la vida no les debía explicaciones, ni las circunstancias debían dictar sus decisiones. A veces, el reencuentro más importante era el que sucedía dentro de uno mismo, el proceso de aceptación, de soltar lo que ya no servía, de abrazar lo que venía con el corazón abierto. La noche comenzó a caer, y mientras se levantaban del banco, Lucía y Gabriel caminaron juntos bajo la luz tenue de las farolas. La quietud de la noche los rodeaba, pero no era una quietud de estancamiento, sino de paz. Sabían que aún quedaba mucho por aprender, pero ya no sentían el peso del pasado como antes. Habían encontrado una forma de caminar juntos, paso a paso, sin temor al mañana. Y, por primera vez en mucho tiempo, ambos se dieron cuenta de que lo único que necesitaban era seguir caminando, sin prisas, sin expectativas, solo con el deseo de estar juntos en el ahora.
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