“Solo por hoy.” Esa se había convertido en su frase más repetida, y también la que mayor culpa le daba porque estaba descubriendo que no era una simple excusa para ser amable con ellos, también era una excusa para no alejarse de ellos.
—Ya, confiésalo —pidió Julissa, viendo a su amiga llegar de nuevo a casa con esa niña que a ella también le agradaba demasiado—. Estás loca por ellos.
—No es por ellos —musitó Airam, entendiendo bien a lo que su amiga se refería—. Yo estoy loca y ya.
—Sí, se te nota —señaló la enfermera siguiendo a la mujer hasta su departamento, que se encontraba un par de pisos sobre el suyo—. Creía que te ibas a alejar de ellos.
—Si pudiera hacerlo, créeme que ya lo habría hecho, pero parece que simplemente no quiero hacerlo —soltó en medio de un suspiro la joven maestra, quien ahora que tenía la vida casi resuelta, parecía que tan solo se dejaba llevar por todo lo bueno en su vida.
Es decir, si lo peor había pasado, seguro podría con lo que fuera que ellos derrumbaran a su paso por su vida, porque estaba segura de que ese amor que le profesaban no sería para siempre, un día simplemente desaparecería, igual que ellos.
Airam estaba segura de que a María Fernanda se le pasaría el encanto por ella pronto, y que Fernando tarde o temprano encontraría a alguien mucho mejor que ella y elegiría a esa otra mujer, así que ambos la dejarían atrás, hecha pedazos, pero con muy buenos recuerdos que atesoraría para siempre.
» Mafe, esa mochila —pidió Airam a la chiquilla que, luego de entrar en el hogar de la maestra, soltó la mochila en el suelo.
—Ay, mamá, ahorita —respondió rezongona la chiquilla que había detenido sus pasos cuando la mujer la llamó.
—Ahorita es ya —indicó la morena, dando paso a su amiga a su casa—. Llévala a su lugar.
María Fernanda rodó los ojos y caminó despacito, moneando, de regreso hacia su bolso para levantarlo.
—Es que, mamá, esa mesa no es el lugar de la mochila. Necesito mi cuarto en tu casa, ahí si sería el lugar de la mochila —renegó María Fernanda, arrastrando su mochila, que no era de llantitas, hasta la sala y subiéndola al sofá.
Airam rodó los ojos, inconforme porque no había terminado en la mesa, donde debería ponerla, pero al menos la mochila ya no estaba en el piso a media entrada, así que se rindió.
—No vives conmigo —declaró la mujer caminando hasta su habitación para dejar sus cosas y volver a la cocina a comenzar con la preparación de la comida—, no necesitas una habitación aquí, porque igual duermes en mi cama cuando te quedas en mi casa.
—Mamá, pero cuando papá se queda también hace mucho calor, además, Vicky me dijo que si duermo con ustedes no voy a poder tener hermanitos porque necesitan estar a solas para hacerlos —explicó la chiquilla provocando que la mandíbula de las dos mujeres que la escuchaban se fueran al piso.
Airam negó con la cabeza, y movía la boca como si estuviera diciendo montón de cosas, pero no estaba diciendo nada, en realidad; además de que su rostro se tornó rojo hasta las orejas por la vergüenza que sentía.
Julissa, por su parte, luego de la sorpresa se dedicó a partirse de risa, al punto de estar doblada sobre sí misma y sin poder respirar adecuadamente.
—Tu papá y yo no vamos a hacerte hermanitos —dijo al fin la morena, sirviéndose un vaso de agua para aminorar el calor que le encendía las mejillas.
—¿Por qué no? —cuestionó María Fernanda, caminando hasta la cocina para encarar a esa mujer que le negaba su más grande deseo ahora que ya tenía una mamá—. Tienen que darme hermanitos, si no me voy a convertir en mimada y berrinchuda como Tony que es hijo único.
—¡Ay, Dios mío! —exclamó Airam alzando la vista al cielo con todo y cara.
Ella, aunque no estaba segura de eso, creía que las palabras de esa niña habían salido del aula de clases. Tendría que revisar mejor los temas de conversación entre sus alumnos a partir de ese momento.
» Tú ya eres mimada y berrinchuda —aseguró la maestra y la niña que le escuchaba abrió enormes sus bellos ojos y su boca.
—Pues porque no tengo hermanitos —respondió la chiquilla y Julissa soltó otra tremenda carcajada—. Por eso necesito mi propio cuarto en tu casa...
» O —continuó hablando la niña—, tú podrías venir a vivir con nosotros a mi casa. Ahí tengo mi propio cuarto, además allá es más grande y más bonito que aquí. Le voy a decir a papá que te invite, aunque estoy segura de que me dirá que sí, por eso, ¿quieres que te ayude a hacer maletas?
—No, Fernanda —respondió Airam, sin saber si molestarse por todo lo que la chiquilla decía o reírse—. No voy a irme a vivir a tu casa y, si mi casa te parece fea, ya no tienes que venir.
—Ay, mamá, no te enojes —pidió la chiquilla, devolviendo sus pasos a la sala—. Pero no es mentira que mi casa es más bonita, aunque no huele tan rico como la tuya. ¿Qué le pusiste?
—Nada, Mafe. No le he puesto nada —aseguró la joven de nuevo, pues no era la primera vez que escuchaba de esa cría que su casa olía muy bien—. Hace cuatro días que no limpio, estoy segura de que debe oler a polvo.
» Deja de reírte —ordenó Airam entre dientes a su amiga—. No puedo creer que la siga queriendo luego de que me hace pasar todas estas vergüenzas. ¿Te platiqué que les contó a las señoras de la comunidad que me vomité el otro día mientras me lavaba los dientes?
Ante la pregunta de su amiga, la enfermera volvió a reír con ganas. Eso era algo nuevo y divertido.
—¿Cómo crees? —cuestionó Julissa, casi bufando por no poder contener la risa.
—Sí. Me estaba tallando la lengua con el cepillo y la muy imprudente de Mafe llegó a abrazarme de repente, empujándome, así que el cepillo entró hasta el fondo de mi garganta y vomité —explicó Airam, sacando montón de cosas de su refrigerador para preparar la comida—, y luego fue y les platicó a todos.
Julissa negó también con la cabeza, demasiado divertida como para poder dejar de reír.
» Me muero de la vergüenza —continuó explicando la castaña— y, aunque no paro de repetirlo, ella nada más no entiende que no debe hablar de todo lo que pasa aquí. Hasta siento que lo presume.
—Puede que sea así —señaló Julissa pidiendo a Airam que le permitiera hacerse cargo de la ensalada—, una psicóloga, que dio una charla el otro día en el centro de salud, dijo que los niños suelen hablar sobre lo que les hace felices.
—¿Le hace feliz que yo vomite? —cuestionó la maestra, lavando las papas para ponerlas a en la estufa para poder hacer un puré después.
—No —respondió la enfermera—, lo que le hace feliz es pasar tiempo contigo, todo el tiempo, así que para ella todo lo que ocurre contigo es importante y bueno, por eso lo presume a los demás.
—Pues no me gusta mucho que digamos —declaró Airam, y luego suspiró.
—Pues deberías comenzar a tomarle el gusto, o de perdida acostumbrarte a ello, porque eso es ser madre de una niña de cuatro años que no se pierde nada de lo que haces —respondió la joven enfermera, con total calma y algo de nostalgia—. Te tocaba saberlo.
Airam no respondió nada. Era cierto que ella era madre de una niña de cuatro años, una que no conocía ni conocería, por eso había pensado que se ahorraría todas esas etapas incómodas de ser madre, al parecer se había equivocado.
—Sabes —habló Airam luego de un rato de silencio donde solo la televisión en la sala de su casa se escuchaba de fondo a un par de personas cocinando en silencio—. Cada que Mafe hace algo nuevo y emocionante me pregunto si ella hizo algo igual... y me está matando.
—Sí, tenía que pasar —señaló Julissa—. Ellas tienen la misma edad, y hasta el mismo nombre si esa mujer cumplió la promesa que te hizo; así que es normal, supongo.
—Puede que sea normal, pero no es bonito —declaró la castaña—. No dejo de preguntarme por ella, y tampoco dejo de sentirme terrible cada que Mafe me llama mamá. Es un sentimiento de culpa y traición que me ahoga.
Airam suspiró y abrió los ojos enormes para evitar que se aguaran demasiado, de esa forma no terminaría por llorar.
» Cada que la escucho diciéndome mamá me quedo sin aire —explicó la maestra—, y a veces hasta ganas de llorar me dan. No puedo parar de compararlas, es como si me reclamara mi consciencia por ser la mamá de alguien más cuando no quise ser la madre de mi hija.
—No es que no quisieras —intervino Julissa, que conocía perfectamente la historia de su amiga—. Esa niña tenía un destino diferente, y solo lo respetaste.
Airam asintió, entendía lo que su amiga decía, y, de hecho, no dejaba de repetírselo constantemente, pero igual no lograba estar conforme con esa situación.
» Amiga —continuó hablando la enfermera—, no tienes que sentirte culpable, solo piensa que haces por esta niña sin mamá lo que la mamá de tu hija hace con ella por ti. Estás pagando por ello.
—¿Tienes una hija, mamá? —preguntó María Fernanda, que había llegado a la cocina en el momento más inoportuno y había escuchado algo que no debía haber escuchado.