ANNA KALTHOFF
Lloro, pero es de felicidad. Sé y estoy más que segura, que Alexander jamás será como Roddy. Que mi hijo y yo estaremos seguros y seremos amados con él.
Verlo en aquella posición, de rodillas y abrazado a mi cintura, mientras llena mi vientre de besos, es la cosa más hermosa que vi en la vida.
Qué gran diferencia entre él y Roddy. Roddy jamás demostró tal acto de cariño o amor por mi embarazo o por Luka.
Cuando terminamos de hablar y de besarnos, comienza a tratar de secar mi rostro y mi cabello.
Estamos completamente empapados. Nos reímos y me da tiernos besos en la frente y trata de calentar mis manos. Estoy titiritando por el frío y me abraza con fuerza.
—Vámonos de aquí —propone, peinando mi cabello con sus manos—. Hace demasiado frío y te vas a enfermar.
Se inclina y me toma en sus brazos como si nada. Como si yo fuera un costal lleno de plumas.
—Alexander, me vas a botar —le chillo, sujetándome con fuerza de su cuello.
Se ríe. Mostrándome sus dos perfectas hileras de dientes blancos. Aquella sonrisa tan preciosa que le ilumina el rostro y me ilumina la vida.
—Por favor, mi amor —se mofa con petulancia—. Yo soy fuerte, como un oso. Si quisiera, podría lanzarte al aire y darte las tres vueltas del gato.
—Eres un tonto —le chisto entre risas— ¿Qué es eso de las tres vueltas del gato?
—No sé, pero sonaba bien —responde con simpleza—. Te hice reír y es lo importante.
—¿Sabes que puedo caminar, verdad?
—No, no puedes —me replica—. Estás embarazada.
—Estoy embarazada, no paralítica —le retruco, rodando los ojos.
—Yo sé que no estás paralítica y que puedes caminar muy bien —responde, clavando sus ojos y deteniéndose a un par de pasos del auto—. Pero el suelo está resbaladizo y puedes caerte y lastimarte, y lastimar a nuestro bebé.
Achino la mirada y lo observo por un instante, luego le sonrío y le digo:
—Eres un poquito sobreprotector, pero me gusta que nos cuides.
—Te dije que los protegería con mi vida. Es lo que estoy haciendo. No quiero que, absolutamente, nada malo les pase —manifiesta—. Además, me gusta cargarte. Y, si puedo hacerlo, ¿por qué me voy a privar de poder hacerlo? Acaso, ¿no te gusta que te consienta?
—Por supuesto que sí —le respondo, ladeando una sonrisa divertida—. Me encanta que me consientas.
—Entonces, tú solo déjate consentir. Han sido demasiados días en los que me has privado de poder hacerlo, y yo, me desvivo por tratarte como la princesa que eres para mí. Y ahora, que estás esperando a nuestro bebé, te trataré mil veces mejor y te consentiré hasta que te fastidies de lo meloso que voy a ser.
Me río. Solo él puede provocar esto en mí. Llevamos tanto tiempo separados. Hemos pasado tantas cosas, nos hemos hecho daño una y otra vez y, aquí estamos, completamente empapados, de noche, en un cementerio, con Cristhian esperándonos en el auto, y nosotros dos, riéndonos como dos tontos adolescentes que no han pasado por todas las cosas que han vivido en los últimos meses.
Desde el primer instante en que nos conocimos, tuvimos esta conexión. De poder ser amigos, confidentes, amantes, y la persona que más felicidad le brinda, una a la otra, a su vida.
—Jamás podría cansarme de ello —le digo.
—Me gusta que pienses de esa manera —responde.
Continúa caminando, hasta que llegamos al auto y nos introducimos dentro de él.
Cristhian nos observa a través del espejo retrovisor y sonríe al vernos luchar para acomodarnos en el asiento.
—Lucen terribles y espero que, gracias a esa tormenta, no se terminen enfermando. No pienso cuidar a moquillentos.
Arruga la nariz y pone cara de asco.
—Yo siento que ya se me están saliendo los mocos —le mofa, enseñándole la nariz—. Ven a limpiarme.
—Que te limpie Anna —le retruca, lanzándole un manotazo, en broma, que se estrella en el rostro de Alexander.
—Sí, Anna, límpiame —expresa, restregando su rostro en mi vestido.
—Ay, no seas asqueroso —le riño entre risas, tratando de apartarlo de mí. Pero aquello es tan imposible, porque me abraza con fuerza y me da un beso en la mejilla.
—Me alegra verlos juntos otra vez —comenta Cristhian, poniendo el automóvil en marcha—. Ahora, que serán padres, deben estar más unidos que antes.
—Y así será —responde Alexander, se queda en silencio unos segundos y luego le dedica una sonrisa agradecida a Cristhian—. Gracias por cuidarlos durante este tiempo.
—No tienes por qué agradecer. Lo he hecho con todo gusto y dejaré de hacerlo hasta que Anna ya no quiera que lo haga.
Los observo en silencio, mientras ellos se observan uno al otro. Uno a través del retrovisor y el otro a través de los mechones de cabello mojado que caen por su rostro.
Por un instante hay un silencio incómodo, luego, el hombre de ojos azules le esboza una sonrisa al hombre de ojos oscuros Y le da un apretón en el hombro.
—Espero que así sea —manifiesta Alex—. Anna nos necesita a los dos. Debemos mantenernos unidos los tres y proteger al bebé.
[…]
Llegamos a Salzburgo de madrugada y nos instalamos en uno de los departamentos propiedad de mi padre.
Estoy cansada, pero, mi deseo por Alexander es mucho más grande e intenso.
Salgo del baño, donde acabo de darme una ducha, y lo observo. Está buscando ropa en su maleta. Se ha quitado la ropa que se había cambiado en la casa de Hans, cuando pasamos recogiendo cosas que necesitábamos, antes de salir de Alemania.
Viste solo una toalla enrollada a su cintura y yo solo visto la bata de baño.
Me lo quedo viendo y me lo como con la vista. Es que es tan perfecto. Tan varonil. Tan sexi… Que se me agua la boca solo con verlo e imaginármelo sin aquella toalla.
Me acerco a él y lo rodeo con mis manos, mientras deposito pequeños besos en sus omóplatos. Palpo sus pectorales tan definidos y lo escucho ronronear, mientras mis manos bajan por su vientre, acariciando con suavidad, hasta llegar a su m*****o, que poco a poco se torna duro ante mis caricias. Se gira y sus ojos azules me observan cargados de deseo.
Han sido semanas eternas sin poder disfrutarnos y, es más que evidentes, que ambos nos hemos necesitado y deseado durante todo este tiempo.
—Te deseo —le susurro, sin apartar mi vista de la suya.
No dice nada. Tan solo enreda su mano en mi cuello y me atrae hacia él, devorando mis labios con lujuria. Oprime mi cuerpo contra el suyo y sus labios bajan por mi mandíbula y mi cuello, poniéndome a jadear y a vibrar.
Sus astutas manos deshacen el nudo de la cinta de mi bata y una de sus manos aprisiona uno de mis pechos, amasándolo a su antojo.
Le quito la toalla y mis manos van hasta su m*****o, que ya está empalmado y duro, listo para brindarme el placer que solo él sabe darme.
—No sabes cuánto te he deseado —me ronronea.
—Y yo a ti —le respondo.
—Te he extrañado, Anna. Mi cuerpo ha extrañado al tuyo. He extrañado hacerte mía. Escuchar los suspiros y gemidos que tu boca profieren cuando te lleno de placer.
Arranca la bata de mi cuerpo y me lleva contra la cama. Se acomoda en medio de mis piernas y puedo sentir su virilidad punteando mi entrada, que ya está húmeda y deseosa de sentirlo, llenándome y penetrándome con todo su vigor.
Me besa tan fuerte, que mis labios resienten aquel beso. Llevo mis manos hasta su trasero, empujando su pelvis contra la mía, ayudando a su empalme a entrar con más prisa.
Lo quiero. Lo deseo ya. No quiero más juego previo. Estoy ansiosa por sentir como me parte y me despedaza con toda su hombría.
Le doy otro empuje a su trasero y… ¡Bingo!
Su falo me llena de una estocada. Entierro mis dedos en su trasero y jadeo, sintiendo que la respiración se me corta cuando me embiste.
Comienza a moverse con vigor dentro de mí, llenándome de tanto placer, que siento que voy a deshacerme debajo de él.
Es exquisito esto. Es placentero. Y no tengo idea de cómo quería estar alejada de él, cuando es él, el único que pone mi mundo a vibrar.
Estoy cerca de alcanzar el primer orgasmo, cuando él se detiene y me observa asustado.
—¿Qué sucede? —le pregunto confundida. Pues no entiendo su reacción.
Sale de dentro de mí, dejando un vacío en mi interior, que resiente la falta del fuego que lo estaba consumiendo en aquel momento.
—No puedo hacer esto —murmura.
—¿Por qué? —inquiero intrigada—. ¿Qué es lo que sucede, Alexander?
—El bebé —masculla—. Podemos hacerle daño, Anna.
Me río. Aquello me causa gracia y ternura. Llevo mis manos hasta su rostro y con dulzura le digo:
—Mi amor, no le va a pasar nada al bebé. Todo va a estar bien.
—No, Anna, no —insiste preocupado—. Esto tiene que estar mal. No podemos hacerlo.
Le hago un mohín y lo observo con ternura. Me puede aquello. Verlo tan preocupado y decidido a hacer a un lado sus deseos, por proteger al bebé. Pero, yo estoy muriéndome de deseos y sé que sus temores son infundados. Así que, ni modo…
Lo agarro con todas las fuerzas que puedo y lo empotro contra la cama. Me subo a horcajadas sobre él y acomodo su m*****o en mi centro, dejando caer mis caderas, con fuerza sobre su falo.
Abro la boca y gruño muerta de placer, sintiendo como se abre paso dentro de mí. Y, ante su mirada contrariada, comienzo a montarlo con vigor y vehemencia.
No se rehúsa. No pone ninguna resistencia. De hecho, su deseo crece ante el mío y se deja vencer por él. Se incorpora y se sienta en la orilla de la cama. Rodeándome con sus enormes brazos y oprimiendo su cuerpo con el mío.
Me besa con fogosidad y sus manos ayudan a mis caderas a estrellarse con fuerza contra su pelvis.
No necesitamos mucho, pues el fuego nos ha consumido por completo. Bastan unos segundos y el orgasmo nos ataca con potencia. Dejando nuestros cuerpos temblorosos y extasiados por aquel deseo que nos ha consumido.
Sus manos rodean mi espalda y me da pequeños besos en los labios, mientras nos reímos por lo que acaba de pasar.
—Prácticamente me violaste —musita riéndose y negando con la cabeza.
—No vi que pusieras mucha resistencia —le replico, peinando su cabello con mis manos y devolviéndole los besos que él me da.
Me aparta unos centímetros y me observa por unos segundos. Sus ojos brillan misteriosos y de repente me dice:
—Casémonos. Mañana mismo, no perdamos más tiempo y por fin dame el privilegio de ser tu esposo.
Lo miro en silencio. No sabiendo cómo reaccionar. Aquella propuesta me ha dejado en shock. Miles de emociones arremolinándose en mi interior y no dándome ni un instante de tregua para poder responderle.
—Dime que sí —suplica, llevando mis manos hasta sus labios y besando mis nudillos—. Prometo serte fiel, honrarte, amarte y ser tuyo hasta el resto de mi vida. Y, cuando ya no esté en este mundo, prometo buscarte en el otro y seguirte amando hasta el resto de la eternidad.
Otra vez besa mis nudillos y sobre mis manos, su boca se vuelve a abrir y susurra:
—Dime que sí, Anna, y hazme el hombre más feliz sobre esta tierra.
—Sí —susurro, con la voz cargada de emoción—. Sí, y mil veces sí. Quiero casarme contigo mañana mismo y que nuestro amor dure por el resto de la eternidad.