El aire en el pasillo de urgencias, ya denso con la tensión, se electrificó. El grito de dolor de Tyler, crudo y animal, se desvaneció a medida que la camilla se movía con urgencia hacia las dobles puertas del quirófano.
Dylan, con la desesperación de un alfa que no podía proteger a los suyos, arremetió para seguir la camilla, sus instintos gritándole que no dejara solo a su hermano.
Pero Samira lo detuvo con una audacia que lo dejó sin aliento. Sus manos, pequeñas pero firmes, se posaron sobre su pecho, un escudo inesperado contra su arremetida.
—Nadie puede entrar —dijo ella, su voz tranquila y segura, a pesar de la intimidante presencia del alfa—. Un quirófano es un área estéril, y su presencia sería un riesgo para el paciente.
Dylan se sintió impotente, una sensación desconocida y amarga. Su lobo, un torrente de rabia y desesperación, luchaba contra el control que su mente intentaba imponer. Quiso apartarla, pero el contacto de sus manos, que ardían con una calidez suave, lo inmovilizó.
El aroma a vainilla y canela lo envolvió, y por un momento, la furia se disipó, reemplazada por un aturdimiento embriagador.
—No sé cómo funcionan las cosas en su manada, pero sé de medicina —continuó Samira, sin apartar la mirada de la suya—. Y mi única prioridad ahora es salvarle la vida, así que por favor, no discuta.
Los ojos de Dylan se suavizaron al oír la sinceridad en sus palabras. Su alfa interior le decía que confiara en ella, que su instinto no le mentía.
—Sálvelo —dijo Dylan, su voz más una orden que una súplica.
Samira asintió.
—Haré todo lo que esté en mi poder —dijo, antes de girarse y desaparecer tras las puertas del quirófano.
El tiempo se detuvo para Dylan. Se quedó de pie en el pasillo, con la mano aún sobre el pecho donde ella la había puesto, como si pudiera sentir el eco de su calor. El rubio, Marcus, su segundo al mando, se acercó a él.
—Dylan, vamos a la sala de espera —dijo, su voz calmada.
Dylan asintió, su mente aún anclada en el aroma de Samira.
Mientras tanto, dentro del quirófano, una batalla contra el tiempo y la muerte se desataba. Las luces frías iluminaban la piel pálida del paciente, quien yacía inconsciente en la camilla. Samira se lavaba las manos con urgencia, y el sonido de los monitores se hizo más fuerte.
—Necesitamos extraer la bala lo antes posible, si su lobo no inicia el proceso de curación pronto lo más probable es que no lo logre —dijo Samira a su equipo. El doctor a su lado, el doctor Ben Carter, asintió.
—Doctora, aquí está la máquina de fluoroscopia. Podremos ver los fragmentos en tiempo real —dijo una de las enfermeras, acercando un monitor a la mesa de operaciones.
Samira asintió, enfocada. Las imágenes en blanco y n***o se proyectaron en la pantalla, mostrando el interior del pecho del joven. Un suspiro colectivo de sorpresa llenó la sala. La bala no era un solo proyectil; se había fragmentado en múltiples pedazos, esparciéndose en el tejido muscular, peligrosamente cerca del corazón.
—Los fragmentos son demasiado pequeños para una cirugía normal, y están muy cerca del corazón —dijo Samira, hablando con su equipo. —Con el bisturí será casi imposible.
La cirugía comenzó, y cada segundo se estiró como una eternidad. El equipo de Samira trabajaba con una sincronización perfecta, sus movimientos tan precisos y rápidos como los de un ballet mortal.
Samira, con la ayuda de la fluoroscopia y un microscopio quirúrgico, empezó a extraer los diminutos fragmentos de plata, uno por uno. Cada fragmento era una victoria, un pequeño paso hacia la vida. Pero la plata era astuta, y el veneno que dejaba detrás era traicionero.
De repente, el monitor del paciente empezó a pitar con una frecuencia alarmante. Su pulso se aceleró, su respiración se volvió superficial.
—¡Su ritmo cardíaco está cayendo! —gritó Ben, su voz llena de pánico—. ¡El cuerpo del paciente está reaccionando a la plata que queda! Su sangre está empezando a coagularse. No podemos dejar que su sangre se envenene más.
Samira, con la adrenalina disparada, se inclinó sobre el pecho del joven. Sus ojos estaban fijos en la imagen del corazón en el monitor, que latía con una lucha desesperada.
—¡Preparen el desfibrilador! —ordenó.
Ben asintió, sus manos volando para preparar la máquina. Las palas se cargaron y se colocaron sobre el pecho del paciente.
—¡Despejen! —gritó Ben, y una descarga eléctrica sacudió el cuerpo del joven.
El monitor del paciente seguía pitando, pero su ritmo cardíaco no se estabilizaba. Su cuerpo, debilitado por la herida y el veneno, estaba al borde del colapso.
—Otra vez —ordenó Samira, su voz más firme que nunca.
Ben volvió a aplicar la descarga, y esta vez, el corazón del paciente respondió, con un latido fuerte y claro. Su pulso, aunque débil, se estabilizó.
—Lo perdimos por un segundo —murmuró Samira, con el sudor cubriendo su frente.
Pero la batalla no había terminado. Samira y su equipo continuaron, extirpando el último fragmento de plata del pecho del joven, casi rozando el corazón. Cada movimiento era una apuesta, cada segundo una agonía.
Finalmente, después de lo que pareció una eternidad, Samira levantó el último fragmento.
—Lo tenemos. El resto queda en mano de la Diosa.
El alivio inundó la sala, un suspiro colectivo que casi se podía oír. El equipo de Samira trabajó para cerrar la herida, mientras ella se quitaba los guantes, con las manos temblando.
En la sala de espera, el tiempo se había estirado y contraído como una goma elástica. Dylan, sentado en una silla, se sentía como si su vida estuviera en pausa. El olor a vainilla y canela de Samira era lo único que lo mantenía cuerdo. Se imaginaba su rostro, sus ojos azules, y la firmeza de sus manos sobre su pecho.
—Dylan, ¿estás bien? —preguntó Marcus, sentándose a su lado.
Dylan asintió, su mirada perdida.
—Siento que me voy a volver loco si no sale pronto.
Marcus lo miró con compasión.
—Sabes que es fuerte. Va a salir de esta.
Dylan no respondió. No se trataba sólo de la fuerza de Tyler. Se trataba de la impotencia, la frustración de ser un alfa que no podía proteger a su manada. Se trataba de un sentimiento que lo carcomía desde la muerte de su padre.
Varias horas más tarde, las puertas del quirófano se abrieron. Samira salió, con el uniforme manchado de sangre, su rostro pálido pero sus ojos brillantes con una victoria contenida. Dylan se levantó de un salto, y la manada lo siguió, sus rostros llenos de esperanza.
—¿Cómo está? —preguntó Dylan, su voz llena de ansiedad.
Samira lo miró, y una sonrisa cansada se dibujó en sus labios.
—El paciente está bien. La operación fue un éxito. Extraje todos los fragmentos de plata y logramos estabilizar su ritmo cardíaco. Tuvimos un pequeño susto durante la operación, pero está fuera de peligro.
Un suspiro de alivio se extendió por la sala, y Marcus abrazó a Dylan.
—Te lo dije. Es fuerte.
Dylan asintió, sus ojos fijos en Samira. Su corazón se hinchó con una mezcla de gratitud, admiración y un sentimiento que no podía nombrar.
—Debemos mantenerlo en observación durante las próximas 24 horas para asegurarnos de que no haya complicaciones —continuó Samira—. Pero esperamos una mejoría rápida. Ahora que la plata está fuera de su cuerpo, su lobo puede empezar el proceso de sanación.
Dylan se acercó a ella, sus ojos mieles brillando de emoción.
—Gracias —murmuró, su voz profunda y sincera.
Samira, con una sonrisa cansada, asintió.
—Hice mi trabajo.
—No —dijo Dylan, moviendo la cabeza—. Hizo más que eso. Salvó a mi hermano. Y por eso, estaré eternamente en deuda con usted.
Samira se sonrojó, sintiendo el peso de su mirada. No estaba acostumbrada a tal intensidad, a tal gratitud.
—Si me disculpa, me retiro. Debo ir a descansar un poco —dijo, intentando romper el momento.
Dylan asintió, pero no se movió.
—¿Podemos hablar después? —preguntó, su voz suave.
Samira se detuvo, su corazón latiendo con fuerza. Miró a los miembros de la manada, que los observaban con curiosidad. Y luego, miró a Dylan, sus ojos llenos de una promesa silenciosa.
—Está bien —dijo ella, asintiendo con confusión—Después.
Y con eso, se marchó, dejando a un alfa pensativo y a una manada aliviada en el pasillo del hospital. Su aroma se quedó flotando en el aire, un recordatorio silencioso de lo que el alfa creyó imposible.
—Quiero que encuentren al hijo de perra que hizo esto —gruñó entre dientes, y los hombres que lo acompañaban gruñeron. La manada quería sangre, y no se detendrían hasta que quien haya sido el culpable de lastimar a uno de sus miembros más jóvenes, y familia del alfa, clamara misericordia.