Capítulo 1: Un paso

1297 Words
Dicen por ahí que del amor al odio hay tan solo un paso… Bueno, no encuentro nada mejor que mi propia historia para corroborar esta hipótesis. Aunque lo mejor será que empiece por el principio, solo así podrán seguir el hilo de mis pensamientos. Sólo así entenderán cómo terminé en este gran aprieto. Después de graduarme de la universidad me llevé el chasco de toparme con la realidad laboral. Allí me encontraba a mí misma contemplando el escenario en el cual estaba envuelta. Podía distinguir a la distancia a ésas alimañas sedientas de la sangre y sudor de aquellos seres recién graduados, seres desesperados por un empleo digno que les permitiera cubrir sus gastos diarios. No cabían dudas que eran las presas favoritas de aquellas grandes empresas que solo tomaban en forma temporal a decenas de ésos seres, pagándoles miserias en un trabajo que era no remunerado y excusándose hipócritamente de que sólo lo hacían para el bien de aquellos indefensos con tal de que pudieran ganar experiencia laboral y así, luego de ser exprimidos brutalmente, pudieran encontrar más fácilmente sus trabajos de ensueños definitivos. Puestos de trabajos que claramente estaban muy lejanos a los puestos temporales para los cuales los contrataban. Uno cae un par de veces en ése juego hasta que al final te das cuenta que seguir en ese ciclo solo te lleva a seguir teniendo números rojos con la inmobiliaria e incluso con tus propios familiares. Lo cual resultaba casi imperdonable para uno mismo, porque ellos se preocuparon toda su vida por darme un techo y comida con tal de que pudiera cumplir mi sueño universitario y ahora que lo había alcanzado, no podía estar peor parada a nivel económico. Estaba recibida. Tenía mi grandioso título colgado en la pared más bella de mi departamento. Pero todo ese esfuerzo plasmado en un simple papel ahora tenía un sabor amargo que no podía calmar. Las lágrimas que desperdicié para conseguir mi meta ahora tenían un tinte gris que no me permitía ver lo importante que significó todo mi esfuerzo y temple invertido en horas y horas de estudio. Ahora parecía que se escapaban de mi vida echándome en la cara la triste realidad, haciéndome sentir como si al haber seguido este camino hubiera desperdiciado todo mi tiempo. Ahora, ya no dependía de mis propias capacidades para poder resolver los problemas y los obstáculos que se me atravesaran. Dependía de una persona, cuya camisa ajustada y desabotonada, me miraba de forma despectiva evaluando el mismo bulto que prácticamente él también llevaba consigo. Juzgaba con la mirada mi aspecto físico en vez de analizar con cuidado mi curriculum. Era evidente que por más que mis capacidades analíticas así como resolutivas fueran prodigiosas, no eran nada comparado con la vida que se desarrollaba en mi vientre. Como si aquel ser me invalidara por completo y automáticamente dejara de ser un humano competente. Carraspeé para hacerle entender que su mirada resultaba ser más incómoda que objetiva. Al instante volvió los ojos a los míos y terminó de decir la misma frase gastada que todos sus colegas de recursos humanos repitieron una y otra vez en cada una de las entrevistas presenciales que tuve hasta llegado ese día. — El proceso de búsqueda recién comienza, eres la segunda que entrevistamos. Debemos revisar varios perfiles todavía, si el tuyo llegara a interesarle al cliente, entonces nos estaremos contactando contigo. Agradezco mucho tu tiempo. — Gracias a ustedes por tenerme en cuenta. Mi contacto ya lo tienen, ante cualquier consulta, por favor, no duden en llamarme. — me despedí con gentileza. Salí de aquel edificio intentando disimular con una sonrisa airosa la verdadera tristeza que arrastraba mi alma. Si pudiera describir cómo me sentía en esos momentos, podría compararlo con la pesadez que maneja el Dios del Río en la película de Chihiro: cargada de cientos de kilos encima de pura porquería, que caía de amontones mientras caminaba de regreso a casa, preguntándome interiormente cómo haría la vida para limpiar semejante desastre ambulante… Habíamos muchos así en aquellos días… Lo único que me mantenía a flote era saber que no era la única… Lamentablemente, mi amiga y yo estábamos atravesando prácticamente la misma racha. Así fue como terminé en casa y tan pronto como cerré la puerta con llave escuché que tocaban el timbre. No hacía falta que lo dijera, pero sabía que sería ella. — ¡Ábreme la puerta, gordita fea! — gritó mi amiga a todo pulmón detrás de la puerta de entrada. — … — abrí la puerta pero no pude decirle nada. — Oh…— contrario a lo que esperaba, una embarazada furiosa defendiéndose por el insulto que gritó a los cuatro vientos, se encontró de repente con la vulnerabilidad en persona y se sintió terrible. Había herido a su amiga y se sentía fatal por eso, era tan transparente que pude percibir la culpa en sus ojos al instante. Pese a mis ojos húmedos por las lágrimas que se escapaban y me empapaban la cara, no podía controlar los músculos de mi rostro que no hacían más que pucheros de los que era totalmente incapaz de contener. Quería arremeter a su comentario con un chiste pero la angustia pudo más y no logré contradecirla a tiempo. Me desarmé en lágrimas antes de que pudiera abrir la boca. — Amiga, no, por favor. No te preocupes, todo va a estar bien. Perdón si fui tan brusca, no quise ser tan cruel, sabes que eres una gordita linda y para demostrarte que vine en son de paz te traje helado, ¿lo ves? — empezó a balbucear mientras me abrazaba de esa manera osca y típica de una persona que no tiene ni la más pálida idea de cómo ser afectuosa. De hecho, me sorprendía que hubiera sido capaz de articular palabras frente a mi angustia, supongo que no era la única que había crecido en esos últimos meses. Cuando niñas, tengo el recuerdo intacto de una situación similar. Sin embargo, para ese entonces, su capacidad emocional la limitó a expresar su empatía de una forma muy cavernícola. Con una rama de fresno me dio palmaditas en la espalda, intentando animarme desde una distancia prudencial. Fue la única que me ayudó a levantarme después de caerme de cabeza en la bicicleta y desde ese entonces han pasado quince años, donde hemos sido muy buenas amigas. — ¡Ruthy! — la llamé furiosa pero el puchero seguía con insistencia, así mi enojo perdía credibilidad, era indignante. Lo bueno era que al menos ahora era con menor intensidad. — Más te vale que tenga frutilla. — alcancé a reprocharle mientras tomaba su regalo como ofrenda de paz. Me abrí paso por el pasillo del departamento para que la visita tuviera lugar en un sitio más cómodo. Ya estando en el comedor, me senté en la silla acolchonada y ella se sentó en la que estaba justo al frente, no sin antes preparar un par de vasos con agua fresca que sirvió de la heladera. — Bueno… ¿A quién debemos ir a darle un puñetazo? — preguntó con total seriedad. — Jajaja — largué una carcajada nerviosa, logrando que recuperara aunque sea un poco el ánimo. — ¿Qué? — se quejó con falsa inocencia. — Siempre queriendo arreglar todo a las piñas, no cambias más. — reí divertida por sus ocurrencias. Algo tan cálido como un comentario típico me hacía sentir nuevamente reconfortada. Ruthy había crecido mucho, era evidente. Quité los ojos de mi cuchara y la dejé clavada en el helado. Al dirigirle mi atención, la encontré sonriendo. Estaba feliz de que pudiera ayudarme, aunque sea con uno de sus chistes malos. Era una gran amiga y lo que más amaba de ella era lo transparente que era.
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