D O S

1298 Words
NARRA CAROLINA A veces la memoria me devuelve el mismo día en retazos que se pegan a la piel. Volvemos al mismo lugar: mi mamá despidiéndose de mi papá en la puerta mientras él se iba al trabajo; su pelo recogido en una cola, el gesto tierno en sus manos. La casa tenía un olor a pan y jabón; la luz de la tarde entraba por las cortinas y todo parecía tranquilo, hasta que no lo fue. —Dile que te compre un helado, mi niña —susurró una voz en mi cabeza. La escuché tan clara que pensé que alguien hablaba detrás de mí. —¿Quién eres? —pregunté en voz alta, asustada y curioso al mismo tiempo. Mi mamá me miró y me preguntó qué me pasaba con esa calma que tenía para todo. —¿Qué tienes, mi amor? —dijo mientras me alisaba el cabello. —Nada, mami —respondí—. Sólo quiero un helado de chocolate con menta. Sí, mami, porfis. Ella rió, me tomó de la mano y me dijo que llamaría a mi hermanito para que nos acompañara. Yo no quería que viniera. La voz volvió, esta vez con más urgencia. “Dile que no, dile que no, dile que no solo contigo”, murmuró dentro de mí. Me dio miedo, por eso salí corriendo detrás de mi mamá cuando ella fue al patio a hablar por teléfono. La alcancé y le agarré el brazo con fuerza. —Mami… —balbuceé—. Sólo las dos, por favor. Ella se volteó y me sonrió de esa forma que me calmaba. Me abrazó con fuerza y lo sentí todo: calor, latidos, seguridad. La voz, como siempre, me dijo en un hilo: “No le digas a mami que yo te hablo.” Fue un instante pero me dejó helada. No sabía si era real, si era mi cabeza o algo que venía de otro lado. Pasamos la tarde en la heladería. Reímos, jugamos, comimos. Fue una tarde de esas que se quedan pegadas a la memoria porque parecen perfectas hasta que todo se rompe. Cuando el reloj marcó la tarde alta, mamá me dijo que era hora de volver porque papá ya debía estar en casa. Fue entonces que algo cambió en el aire, como si un peso invisible se posara sobre nuestras cabezas. Caminábamos de regreso y las sombras se alargaban. Mi mamá revisó el teléfono para pedir un taxi, pero la voz en mí gritó. Me dolió la cabeza de repente, una punzada sorda que me nubló los ojos. Le pedí a mamá que siguiéramos a pie, que por favor no llamara el taxi, pero ella insistió en que no hacía falta. La renuencia me puso nerviosa. No supe explicar por qué mi cuerpo temblaba sin control. Faltaba poco para llegar a casa. De una calle lateral salió un hombre alto y ancho, con una cara que parecía tallada para la violencia. En su mano había una cuchilla que reflejaba la luz como un ojo frío. Mi mamá palideció. Noté el temblor en sus manos. Antes de que pudiera reaccionar, el hombre se abalanzó sobre ella. Fue una explosión de ruido: gritos, un golpe seco, el filo cortando aire. Ella gritó, se defendió como pudo, pero el hombre la atacó sin piedad. Cinco puñaladas. Cinco. Cada una fue un latigazo en mi cuerpo. —¡No! —grité sin pensar. Su sangre brotó roja y caliente. Mi mamá cayó al suelo; su respiración se fue haciendo más corta. La ciudad pareció detenerse y sólo quedó el sonido de mi propio corazón. No me importó el tamaño del hombre ni el cuchillo en su mano. Fue como si algo dentro de mí se encendiera. No sé cómo pasó: sólo sé que una fuerza salió sin preguntar de mi pecho y me empujó hacia adelante. Quería matarlo. Quería detener la violencia. Sentí una claridad brutal: supe que debía actuar. Mis manos se cerraron en el aire y, de algún modo, el cuchillo ya no estaba en sus manos. Lo vi levitar por un instante y clavarse en el cuerpo del agresor con una precisión que me dejó sin aliento. Al ver caer al hombre, me quedé en shock. El cuchillo rodó a un costado y la escena empezó a moverse como si alguien acelerara una película. Todo tembló a mi alrededor. Me acerqué a mi mamá, la moví, le hablé, le rogué. No respondió. Su cara estaba pálida, su boca tenía sangre. El mundo se llenó de manos que llegaron tarde y sirenas que sonaron demasiado después. Cuando recobré la compostura, alguien me sostuvo en brazos y me hicieron preguntas que no supe contestar. “¿Quién habló? ¿Qué pasó?”, preguntaban. Mi voz se quebró. Quise decir que una voz me había hablado desde siempre, que me había dicho cosas, que me había protegido o condenado —no lo sabía—. Sólo logré balbucear que no lo había hecho a propósito. Me llevaron a la comisaría; me hicieron contar lo que había pasado una y otra vez. Me miraron con una mezcla que no supe interpretar: asombro, miedo, sospecha. La noticia llegó a la casa al día siguiente. No fue la conmoción lo que sentí allí: fue el silencio. Mi padre ya no dijo que nos querían, ni que todo iba a salir bien. Simplemente me miró con ojos duros, como quien ve una sombra que no le pertenece. Max me miró con cierto desprecio, como si mi presencia fuera una mancha que pudiera arruinar su mundo. Mis tíos y tías hablaban en voz baja, alejando el tema como quien evita una enfermedad. Nadie se acercó a consolarme; nadie me ofreció refugio. Sólo sentí la culpa instalándose en la casa y creciendo como una planta de raíces venenosas. En la escuela fue peor. Los corredores olían a perfume barato y a desprecio. Rebeca y su grupo se dedicaron a señalarme con una crueldad que parecía disfrutada. Alexa, en particular, parecía disfrutar de mi humillación como si fuera un espectáculo. Me llamaron “rata”, “zorra”, cosas que me calaban más que cualquier golpe. Mientras me pegaban, mi corazón golpeaba contra mi pecho con la misma violencia que mis atacantes. Me dolía que Max no hiciera nada. Me dolía más verle sonreír cuando gente miraba. En el hospital me hicieron preguntas profesionales; pusieron palabras médicas en lo que yo sentía. “Shock postraumático”, dijeron. “Necesita acompañamiento psicológico”. Me dieron sesiones con gente que hablaba con calma, pero mi silencio era más fuerte que cualquier palabra bonita. La voz en mi cabeza, esa que me había hablado desde niña, regresó a veces para decir “defiéndete”, “no dejes que te rompan”, y otras para susurrar culpas nuevas. No entendía si era ayuda o castigo. Esa noche me acosté con la ropa manchada y el frío de la casa como testigo. Miré el techo y pensé en la madre que no volvería. Pensé en la casa que se había vuelto una jaula. Pensé en la gente que ya no me decía nada. Intenté hablarle a la voz interior, saber por qué me había protegido a su manera, pero no vino respuesta. Sólo un silencio que pesaba. Aunque nada me aseguró que era real o que no, esa voz se quedó en mí como un mantra extraño: no me dejaba ser la víctima completa, pero tampoco me daba explicaciones. Me dejó con una realidad: yo había perdido a mi mamá y, de algún modo, había sido el eje por el que todo se quebró. Fue un peso que cargué sin poder quitarme. Y aunque a veces quisiera olvidar, la memoria no me daba tregua. CONTINUARÁ...
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