El domingo amanecía tibio, con la luz filtrándose tímida por las cortinas de la recámara. Amelia abrió lentamente los ojos y lo primero que vio fue el rostro relajado de Fernando, durmiendo boca arriba, con el pecho desnudo moviéndose al compás de su respiración. Ese gesto inocente contrastaba con la imagen ardiente del joven que la había poseído tantas veces en las últimas semanas.
Sonrió sin darse cuenta y, llevada por un impulso, acercó sus labios a su mejilla. El roce fue suave, casi un roce de pluma. Luego sus dedos subieron a acariciar la línea de su mandíbula, sus cejas espesas, hasta detenerse en sus labios.
—Despierta… —susurró cerca de su oído, juguetona.
Fernando se movió despacio, abrió los ojos medio adormilados y se estiró, dejando escapar un bostezo.
—Es domingo… —dijo c
