Amelia despertó envuelta en el abrazo de Esteban.
Su cuerpo aún estaba adormecido por el placer de la noche anterior, pero su mente no podÃa ignorar lo que la habÃa desvelado horas después.
El recuerdo de Fernando.
La puerta entreabierta.
Esa mirada.
Esa sonrisa.
Sacudió la cabeza levemente y se deshizo con delicadeza del brazo de su marido. Se puso la bata y bajó a preparar el desayuno como cada mañana. Necesitaba sentirse útil, enfocada… normal.
El aroma del café comenzó a llenar la cocina, mientras batÃa los huevos con jamón en la sartén. Se obligó a sonreÃr. Todo está bien. Es solo la rutina.
Pero el sonido de pasos bajando las escaleras la hizo tensarse.
—Buenos dÃas —dijo Fernando con voz grave, recién levantado, con una camiseta blanca pegada al cuerpo y un pantalón de pijama que dejaba poco a la imaginación.
Amelia sintió que el corazón se le detenÃa un segundo.
Solo un segundo.
Luego volvió a su papel.
—Buenos dÃas. El desayuno estará listo en unos minutos.
Fernando se sentó en la mesa. La observó en silencio. Su bata era delgada, y la luz de la mañana la volvÃa casi translúcida. Ella no parecÃa notarlo, o no querÃa notarlo.
Cuando le sirvió el plato, él no dejó pasar la oportunidad:
—Vaya, Amelia… No solo tienes unas manos bonitas —dijo sin apartar la vista de sus dedos que aún sostenÃan el tenedor—. También sabes hacer magia con ellas.
Amelia se quedó helada por un instante.
¿HabÃa escuchado bien?
Lo miró. Él sostenÃa su mirada sin pestañear.
HabÃa una sonrisa en sus labios.
Pero no era amable.
Era provocadora.
—Gracias —respondió ella, recuperando el aliento—. Un pequeño truco que me enseñó mi madre… y que mi tÃa Ruth me hizo perfeccionar.
—Tu tÃa debe ser toda una maestra —murmuró él, mientras llevaba el huevo a la boca de forma lenta, deliberada.
Amelia sintió que el calor subÃa por su cuello. Se giró para buscar el café, deseando que Esteban bajara ya, que rompiera esa burbuja cargada de tensión.
—¿Y tú cómo dormiste? —preguntó ella, intentando desviar la conversación.
—No dormà mucho —respondió Fernando con voz baja—. HabÃa mucho… ruido en la casa.
Y no del tipo molesto.
Del tipo que uno preferirÃa… presenciar.
Amelia se giró lentamente, sosteniéndole la mirada con los labios entreabiertos.
—Fernando… basta.
Él solo sonrió, se levantó de la silla y pasó a su lado, rozando apenas su espalda con su mano mientras murmuraba:
—No dije nada malo, Amelia. Solo digo que algunas cosas… se escuchan muy bien desde el pasillo.
Y salió hacia la sala, como si no hubiese dejado su olor, su calor y su sombra detrás.
---
Amelia se apoyó en la barra de la cocina, respirando profundo.
Esto ya no era un juego de miradas.
Fernando estaba avanzando.
Y ella… no estaba segura de si tenÃa la fuerza para detenerlo.
El reloj marcaba las 2:43 de la madrugada cuando Amelia abrió los ojos de golpe.
Algo habÃa sonado abajo, tal vez el refrigerador, tal vez nada.
Tal vez solo su mente jugando con ella otra vez.
Se puso de pie con pereza, el camisón de seda blanco con encaje n***o deslizándose por su piel como un susurro. Encima, una bata suelta, apenas cerrada.
El pasillo estaba en penumbra y la casa, en un inquietante silencio.
Bajó las escaleras descalza.
Desde la entrada de la cocina, vio la luz cálida del refrigerador abierto.
Y ahÃ, de espaldas, estaba Fernando.
Sin camisa.
Solo un pantalón de pijama delgado, colgado bajo en su cadera.
Los músculos marcados de su espalda se movÃan mientras buscaba algo entre los estantes.
Amelia tragó saliva.
El corazón le dio un brinco.
Fernando se giró al oÃrla.
—¿Te desperté? —preguntó con voz baja y ronca, tÃpica de la madrugada.
—No... solo bajé por agua. —mintió ella, tratando de controlar su mirada.
—¿Quieres un sándwich? Estoy haciendo uno. Te preparo uno también si quieres.
Amelia dudó. Su instinto decÃa que subiera. Que se alejara.
Pero su cuerpo no le hizo caso.
—SÃ... estarÃa bien. Gracias.
Se sentó en la barra de la cocina mientras Fernando buscaba el pan, el jamón, el queso.
Ella lo observaba: el cabello desordenado, el pecho firme, la piel dorada.
Ese cuerpo joven, seguro, insolente.
Dios… ¿en qué estás pensando, Amelia?
—Eres muy hábil en la cocina —le dijo, rompiendo el silencio.
Fernando sonrió.
—Aprendà solo. Siempre me ha gustado improvisar... —le respondió mientras encendÃa la sartén—. Aunque tú cocinas mejor. Ese pollo al horno de hoy... una obra de arte.
Ella rió, incómoda.
—Gracias. Me alegra que te haya gustado.
—Todo me gusta cuando viene de ti.
Amelia alzó la mirada.
Fernando la estaba observando, pero no como un hijo ve a su madrastra.
La miraba como hombre.
Y ella… no supo qué hacer con eso.
Él deslizó el plato hacia ella y se sentó frente a ella.
—¿Y Dayan? —preguntó Amelia, forzando una conversación casual—. ¿Te gusta? ¿Van en serio?
Fernando sonrió de lado.
—No lo sé… es linda, divertida. Tiene lo suyo —murmuró. Dio un mordisco y luego agregó—. Pero la verdad, solo se me antoja para pasar el rato.
—Fernando… —dijo ella, reprendiéndolo con la voz, aunque su tono temblaba.
—No te ofendas. A veces el cuerpo habla más fuerte. —Fernando se inclinó un poco hacia adelante, su voz más baja, más Ãntima—. Aunque contigo no podrÃa ser solo el cuerpo.
Amelia sintió el calor subirle por la nuca.
—¿Qué estás diciendo?
Fernando ladeó la cabeza.
—Nada malo. Solo digo que hay cosas que uno… nota.
Que escucha.
Ella se quedó inmóvil.
Él no desvió la mirada.
—Escucharte… anoche. Fue… interesante. —Fernando sonrió de forma ambigua—. Me hizo pensar muchas cosas.
—DeberÃas irte a dormir —murmuró ella, con la voz tensa, incómoda, confundida.
—SÃ, claro… después de que termines tu sándwich. No quisiera dejarte sola en la oscuridad.
---
Más tarde, Amelia no logró dormir.
Se dio vueltas en la cama.
Recordaba esa mirada. Ese tono. Esa cercanÃa.
Y cuando al fin se quedó dormida, la mente la traicionó.
En su sueño, Fernando estaba detrás de ella.
En la cocina.
Sus manos en su cintura.
Su respiración en su cuello.
Su voz, preguntándole: ¿Te gusta más asÃ… o como te lo hace mi padre?
Ella gemÃa.
Se rendÃa.
Y se dejaba hacer todo lo que nunca se permitirÃa despierta.
---
Amelia se despertó con un sobresalto.
El sol apenas asomaba por la ventana.
Su pecho subÃa y bajaba como si hubiese corrido un maratón.
No era real.
Pero lo sintió.
Lo deseó.
Y lo soñó con demasiada intensidad.
¿Qué me está pasando...?