Habían pasado ya varias semanas desde la desaparición de Dayan, y el vecindario entero parecía vivir bajo una nube negra. Patrullas en las esquinas, policías tocando puertas, letreros pegados en cada poste y los lamentos de la madre de Dayan que desgarraban el silencio de las noches. Esa tarde, Amelia estaba en la cocina preparando la cena. El olor del guiso apenas podía disimular la pesadez que cargaba en el pecho. Sabía demasiado, y lo guardaba como quien sostiene entre las manos una bomba a punto de estallar. Fernando entró sin anunciarse, caminando con esa arrogancia extraña que ya lo caracterizaba. Se acercó a ella, deslizó la mano por su cintura e intentó besarla. Amelia, de inmediato, lo apartó con un gesto brusco. —¿Qué te sucede, Fernando? —su voz temblaba, aunque intentaba son

