La cena estaba servida y el ambiente parecía sacado de una película romántica, pero bajo esa superficie cálida se escondía un torbellino de intenciones. Amelia lo había planeado todo con precisión quirúrgica: las velas rojas lanzaban destellos sobre la mesa, la cristalería brillaba y el aroma del vino recién abierto se mezclaba con el de la carne jugosa y los espárragos recién salteados. Fernando se dejó caer en la silla frente a ella, pero no podía quedarse quieto. Sus ojos devoraban cada movimiento de Amelia: cómo se acomodaba el cabello detrás de la oreja, cómo cruzaba lentamente las piernas, cómo sostenía la copa con una delicadeza que parecía ensayada. Era evidente que la comida estaba lista, pero para Fernando, lo único que tenía hambre era de ella. —No tienes idea de lo hermosa qu

