La tarde se deslizaba lenta, como si algo invisible pesara en el aire. Amelia había pedido comida porque no tenía ánimos de cocinar. Volviendo del supermercado, notó a la mamá de Dayan llorando junto a la ventana. Se quedó unos segundos estática, con el carrito en la mano, sintiendo una punzada incómoda en el estómago. Pero prefirió no acercarse; fingió indiferencia, aunque el corazón le palpitaba con un presentimiento extraño. Al llegar a casa, dejó las bolsas sobre la encimera y se fue directo a la ducha. El agua tibia le caía sobre el cuerpo, pero su mente no podía dejar de repetir las palabras que Fernando le había dicho la noche anterior: “Soy capaz de cualquier cosa con tal de protegerte, Amelia”. Aquella frase ahora resonaba con un eco más denso, casi amenazante. Salió del baño en

