🖤 Capítulo 2 – El hijo de mi esposo

1274 Words
El sonido de la licuadora llenaba la cocina, y Amelia intentaba concentrarse en su rutina. Era domingo, y el aroma a café, pan tostado y canela le daba una paz que no sentía desde hacía mucho… aunque no duraría demasiado. Esteban se acercó por detrás y la rodeó con los brazos. Le besó el cuello con esa mezcla de ternura y hambre que tanto le gustaba. —¿Estás lista? —murmuró. —¿Lista para qué? —Para conocer a Fernando. Ya viene en camino. —¿Hoy? ¿Tan pronto? Él asintió, sin notar la tensión que se dibujaba en el rostro de Amelia. —Tranquila —le dijo acariciándole la espalda—. Es buen chico. Algo reservado, pero noble. Sólo… dale tiempo. Dale tiempo. Amelia pensó que no era ella quien lo necesitaba. Era él quien llegaba a una casa donde su padre se acostaba con una mujer diez años menor que él. ¿Cómo iba a reaccionar? --- La puerta se abrió con un golpe suave. —Papá. —¡Fer! —exclamó Esteban, caminando a abrazarlo. Amelia los observó desde la cocina. Fernando era alto, de complexión atlética, con el cabello rebelde y ojos claros como los de su padre. Pero su rostro tenía un aire más salvaje, menos domesticado. Vestía jeans, camiseta negra y una mochila colgada al hombro. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Amelia, el tiempo pareció ralentizarse. Él no sonrió. Solo la observó… de arriba abajo. Ni un gesto grosero, pero la mirada era tan directa que ella sintió que le quitaba la ropa con los ojos. —Fernando, ella es Amelia —dijo Esteban, tomándole la mano. —Hola —saludó ella, sonriendo con amabilidad. —Hola —respondió él, sin apartar la mirada. Su voz era más grave de lo que esperaba. Y su silencio… incómodamente largo. Amelia desvió los ojos y le ofreció algo de jugo. Fernando se acercó y tomó el vaso sin dejar de mirarla. —Gracias. —¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó ella, intentando suavizar la tensión. —Largo. Pero... valió la pena. La frase flotó en el aire como una provocación. --- Esa noche, Amelia se duchó más tiempo de lo necesario. No podía sacarse esa mirada de la cabeza. Había algo en Fernando que no sabía definir: no era descarado, pero tampoco tímido. Era como si supiera cosas que no debería saber. Esteban dormía profundamente a su lado, abrazándola como si no existiera el mundo. Pero ella, de espaldas, con los ojos abiertos, recordaba el momento en que sintió a Fernando detrás de ella en el pasillo, al pasar rozándola apenas. Fue un roce casual… ¿o no? No seas ridícula, se dijo. Es solo un muchacho que necesita adaptarse. Pero cuando fue a la cocina por un vaso de agua a medianoche, lo encontró allí. Con el torso desnudo, bebiendo directamente de una botella. —¿No podías dormir? —preguntó él. —No… tú tampoco, ¿eh? —A veces me cuesta… dormir en lugares nuevos —dijo, dejando la botella sobre la mesa—. Pero hay cosas en esta casa… que me dan curiosidad. La miró. Ella se cruzó de brazos, como si pudiera cubrirse del calor que subía por su pecho. —Es tu casa también ahora, Fernando. Si necesitas algo, puedes decirme. Él se acercó. No mucho, pero lo suficiente para que Amelia sintiera el calor de su cuerpo. —¿Cualquier cosa? —Sí —respondió con voz firme, aunque su garganta se tensó. Fernando sonrió. No fue una sonrisa amable. Fue una sonrisa que escondía algo más… algo que a ella no le gustaba admitir… pero la inquietaba de forma deliciosa. —Buenas noches, Amelia —susurró él, y se marchó por el pasillo. Amelia se quedó sola, con el vaso de agua temblando entre sus manos y el corazón golpeándole el pecho. Y por primera vez en mucho tiempo… no se sintió la adulta de la casa. El vecindario donde se habían mudado parecía sacado de una revista de vida perfecta: calles amplias bordeadas por árboles jóvenes, cercos blancos bien pintados delimitando jardines verdes que olían a jazmín por las mañanas. Las casas, casi todas del mismo estilo americano moderno, se alzaban orgullosas con sus fachadas en tonos crema, techos inclinados y ventanales con cortinas de lino. Esteban y Amelia llevaban seis meses juntos como novios, y tomar la decisión de vivir en familia los había impulsado a dejar atrás el bullicio de la ciudad para probar algo nuevo. En ese vecindario, la vida parecía ir más lenta, más amable… más segura. Como si los problemas no pudieran colarse entre las bugambilias y los juegos de niños al final de la cuadra. Amelia pensó que esa mudanza sería el principio de una vida madura, equilibrada. Y durante los primeros días, así fue. --- Fernando llegó un sábado por la tarde, con el cielo anaranjado colándose entre las copas de los árboles. Amelia lo vio desde la ventana mientras Esteban salía a recibirlo. Venía con una mochila al hombro, jeans oscuros, camiseta ajustada y auriculares colgando del cuello. Alto, con una postura segura, tenía la misma mandíbula firme de su padre, pero con una chispa indescifrable en la mirada. La casa era de dos plantas, con ventanales grandes, cocina abierta y un pequeño porche con mecedora que Amelia amaba para leer. Fernando fue ubicado en una habitación del segundo piso, con vista directa al jardín trasero. No se quejó. Solo dijo un seco “gracias” y empezó a acomodar sus cosas sin ayuda. —Dale tiempo —repitió Esteban, mientras abrazaba a Amelia por la cintura. Ella asintió, pero por dentro algo la inquietaba. Fernando no era un niño confundido ni un adolescente desubicado. Era… otra cosa. --- Tres días después, Fernando ya había conocido a medio vecindario. Había salido a trotar por las mañanas y en el parque del fraccionamiento lo abordó una chica delgada, con una coleta alta y ropa deportiva: Dayan, hija del jefe de seguridad privada del residencial. Tenía diecisiete, pero se veía más grande. Coqueta sin esfuerzo, habladora, de esas chicas que saben que son atractivas y no temen usarlo. Amelia la vio desde la cocina una tarde. Estaba lavando platos cuando la risa de Dayan llegó desde la reja. Miró por la ventana: Fernando, con el torso húmedo por el ejercicio, se apoyaba en la bici mientras ella lo miraba como si acabara de descubrir el fuego. —Ya hiciste amigos, ¿eh? —le dijo Amelia esa noche, al verlo abrir el refrigerador. —La gente aquí es muy... simpática —respondió él con una sonrisa torcida. Amelia intentó no notarlo. Pero cuando lo escuchó reír por primera vez al celular con Dayan —una risa sincera, libre, como si se conocieran de años— una incomodidad nueva se instaló en su pecho. No es celos, se dijo. No es celos. Solo soy una mujer adulta viendo a un muchacho tener una vida normal. Y él es… un niño. El hijo de mi esposo. Pero algo se quebró un poco dentro de ella cuando lo vio salir al porche en la noche, con el cabello mojado y una camiseta blanca pegada al cuerpo, para seguir platicando con Dayan en la reja. La chica jugaba con su cabello, se inclinaba hacia él, le sonreía con picardía. Y él… no la rechazaba. Amelia bajó el libro sin leer una sola palabra. Se quedó mirándolos en silencio, desde el sofá, fingiendo que el corazón no le latía más rápido. Tal vez solo estaba preocupada. Tal vez… era otra cosa.
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