El sonido de la licuadora llenaba la cocina, y Amelia intentaba concentrarse en su rutina. Era domingo, y el aroma a cafĂ©, pan tostado y canela le daba una paz que no sentĂa desde hacĂa mucho… aunque no durarĂa demasiado.
Esteban se acercó por detrás y la rodeó con los brazos. Le besó el cuello con esa mezcla de ternura y hambre que tanto le gustaba.
—¿Estás lista? —murmuró.
—¿Lista para qué?
—Para conocer a Fernando. Ya viene en camino.
—¿Hoy? ¿Tan pronto?
Él asintió, sin notar la tensión que se dibujaba en el rostro de Amelia.
—Tranquila —le dijo acariciándole la espalda—. Es buen chico. Algo reservado, pero noble. Sólo… dale tiempo.
Dale tiempo. Amelia pensó que no era ella quien lo necesitaba. Era él quien llegaba a una casa donde su padre se acostaba con una mujer diez años menor que él. ¿Cómo iba a reaccionar?
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La puerta se abriĂł con un golpe suave.
—Papá.
—¡Fer! —exclamó Esteban, caminando a abrazarlo.
Amelia los observĂł desde la cocina. Fernando era alto, de complexiĂłn atlĂ©tica, con el cabello rebelde y ojos claros como los de su padre. Pero su rostro tenĂa un aire más salvaje, menos domesticado.
VestĂa jeans, camiseta negra y una mochila colgada al hombro. Cuando sus ojos se cruzaron con los de Amelia, el tiempo pareciĂł ralentizarse. Él no sonriĂł. Solo la observó… de arriba abajo. Ni un gesto grosero, pero la mirada era tan directa que ella sintiĂł que le quitaba la ropa con los ojos.
—Fernando, ella es Amelia —dijo Esteban, tomándole la mano.
—Hola —saludó ella, sonriendo con amabilidad.
—Hola —respondió él, sin apartar la mirada.
Su voz era más grave de lo que esperaba. Y su silencio… incómodamente largo. Amelia desvió los ojos y le ofreció algo de jugo. Fernando se acercó y tomó el vaso sin dejar de mirarla.
—Gracias.
—¿Cómo estuvo el viaje? —preguntó ella, intentando suavizar la tensión.
—Largo. Pero... valió la pena.
La frase flotĂł en el aire como una provocaciĂłn.
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Esa noche, Amelia se duchĂł más tiempo de lo necesario. No podĂa sacarse esa mirada de la cabeza. HabĂa algo en Fernando que no sabĂa definir: no era descarado, pero tampoco tĂmido. Era como si supiera cosas que no deberĂa saber.
Esteban dormĂa profundamente a su lado, abrazándola como si no existiera el mundo. Pero ella, de espaldas, con los ojos abiertos, recordaba el momento en que sintiĂł a Fernando detrás de ella en el pasillo, al pasar rozándola apenas. Fue un roce casual… Âżo no?
No seas ridĂcula, se dijo. Es solo un muchacho que necesita adaptarse.
Pero cuando fue a la cocina por un vaso de agua a medianoche, lo encontrĂł allĂ. Con el torso desnudo, bebiendo directamente de una botella.
—¿No podĂas dormir? —preguntĂł Ă©l.
—No… tú tampoco, ¿eh?
—A veces me cuesta… dormir en lugares nuevos —dijo, dejando la botella sobre la mesa—. Pero hay cosas en esta casa… que me dan curiosidad.
La mirĂł. Ella se cruzĂł de brazos, como si pudiera cubrirse del calor que subĂa por su pecho.
—Es tu casa también ahora, Fernando. Si necesitas algo, puedes decirme.
Él se acercó. No mucho, pero lo suficiente para que Amelia sintiera el calor de su cuerpo.
—¿Cualquier cosa?
—Sà —respondió con voz firme, aunque su garganta se tensó.
Fernando sonriĂł. No fue una sonrisa amable. Fue una sonrisa que escondĂa algo más… algo que a ella no le gustaba admitir… pero la inquietaba de forma deliciosa.
—Buenas noches, Amelia —susurró él, y se marchó por el pasillo.
Amelia se quedó sola, con el vaso de agua temblando entre sus manos y el corazón golpeándole el pecho.
Y por primera vez en mucho tiempo… no se sintió la adulta de la casa.
El vecindario donde se habĂan mudado parecĂa sacado de una revista de vida perfecta: calles amplias bordeadas por árboles jĂłvenes, cercos blancos bien pintados delimitando jardines verdes que olĂan a jazmĂn por las mañanas. Las casas, casi todas del mismo estilo americano moderno, se alzaban orgullosas con sus fachadas en tonos crema, techos inclinados y ventanales con cortinas de lino.
Esteban y Amelia llevaban seis meses juntos como novios, y tomar la decisiĂłn de vivir en familia los habĂa impulsado a dejar atrás el bullicio de la ciudad para probar algo nuevo. En ese vecindario, la vida parecĂa ir más lenta, más amable… más segura. Como si los problemas no pudieran colarse entre las bugambilias y los juegos de niños al final de la cuadra.
Amelia pensĂł que esa mudanza serĂa el principio de una vida madura, equilibrada. Y durante los primeros dĂas, asĂ fue.
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Fernando llegĂł un sábado por la tarde, con el cielo anaranjado colándose entre las copas de los árboles. Amelia lo vio desde la ventana mientras Esteban salĂa a recibirlo. VenĂa con una mochila al hombro, jeans oscuros, camiseta ajustada y auriculares colgando del cuello. Alto, con una postura segura, tenĂa la misma mandĂbula firme de su padre, pero con una chispa indescifrable en la mirada.
La casa era de dos plantas, con ventanales grandes, cocina abierta y un pequeño porche con mecedora que Amelia amaba para leer. Fernando fue ubicado en una habitaciĂłn del segundo piso, con vista directa al jardĂn trasero. No se quejĂł. Solo dijo un seco “gracias” y empezĂł a acomodar sus cosas sin ayuda.
—Dale tiempo —repitió Esteban, mientras abrazaba a Amelia por la cintura.
Ella asintió, pero por dentro algo la inquietaba. Fernando no era un niño confundido ni un adolescente desubicado. Era… otra cosa.
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Tres dĂas despuĂ©s, Fernando ya habĂa conocido a medio vecindario.
HabĂa salido a trotar por las mañanas y en el parque del fraccionamiento lo abordĂł una chica delgada, con una coleta alta y ropa deportiva: Dayan, hija del jefe de seguridad privada del residencial. TenĂa diecisiete, pero se veĂa más grande. Coqueta sin esfuerzo, habladora, de esas chicas que saben que son atractivas y no temen usarlo.
Amelia la vio desde la cocina una tarde. Estaba lavando platos cuando la risa de Dayan llegĂł desde la reja. MirĂł por la ventana: Fernando, con el torso hĂşmedo por el ejercicio, se apoyaba en la bici mientras ella lo miraba como si acabara de descubrir el fuego.
—Ya hiciste amigos, ¿eh? —le dijo Amelia esa noche, al verlo abrir el refrigerador.
—La gente aquà es muy... simpática —respondió él con una sonrisa torcida.
Amelia intentĂł no notarlo. Pero cuando lo escuchĂł reĂr por primera vez al celular con Dayan —una risa sincera, libre, como si se conocieran de años— una incomodidad nueva se instalĂł en su pecho.
No es celos, se dijo.
No es celos. Solo soy una mujer adulta viendo a un muchacho tener una vida normal.
Y él es… un niño. El hijo de mi esposo.
Pero algo se quebrĂł un poco dentro de ella cuando lo vio salir al porche en la noche, con el cabello mojado y una camiseta blanca pegada al cuerpo, para seguir platicando con Dayan en la reja. La chica jugaba con su cabello, se inclinaba hacia Ă©l, le sonreĂa con picardĂa. Y Ă©l… no la rechazaba.
Amelia bajĂł el libro sin leer una sola palabra. Se quedĂł mirándolos en silencio, desde el sofá, fingiendo que el corazĂłn no le latĂa más rápido.
Tal vez solo estaba preocupada.
Tal vez… era otra cosa.