Fernando estaba en su habitación, con la mandíbula apretada y los puños clavados en la colcha. El eco de los gemidos falsos de Amelia todavía resonaba en su cabeza como un martillo, mezclado con la voz triunfante de Esteban. Era un suplicio, un tormento que lo estaba volviendo loco. No podía con los celos. Sentía que se lo estaba cargando la vida misma. Una rabia sorda lo devoraba por dentro. Amelia no era una aventura más, no era otra víctima de su juego de mujeriego. Ella había penetrado en lo más profundo de su corazón duro, arrancando de cuajo la coraza que siempre había llevado. Había descubierto en ella lo que nunca creyó que necesitaba: ternura, complicidad, atención… amor real. Amelia se había convertido en su debilidad y en su obsesión. Había dejado de lado cualquier compromiso

