Zaideth: la nada

1528 Words
Al principio, lo sentí como un reto. Cuando comencé como profesora de lenguas en un instituto de ricos para los últimos grados, lo vi como un desafío: ganarme el respeto de los estudiantes, que prestaran atención en las clases y que aprendieran de verdad. Al principio, cuando me veían como una novata, varios chicos, sobre todo de último año, se acercaron, restregándome sus apellidos importantes e intentando sobornarme para que les pasara la materia. Otros, intentaron seducirme para que me acostara con ellos. Claro, para ese tiempo, recién salidita de la universidad, seguía gozando de un buen cuerpo, de hecho, había comenzado a practicar natación y algunas veces, sobre todo los fines de semana, salía a trotar con Carl. Para ese tiempo pensaba que el trabajar en el colegio era un tema momentáneo. Por eso, a cada uno de ellos, lo hice perder la materia, lo humillé y me gané más de un enemigo. De hecho, un chico llamado Samuel Dávila, que se jactaba de salirse con las suyas, perdió el año por mi materia por cinco puntos y no pudo graduarse. El chico, cuando vio que no podría graduarse por mí, intentó amenazarme llegando al salón de profesores y me dijo “¡¿usted no sabe quién soy yo?!” Al principio me dio algo de miedo, de hecho, llegué a compararlo con el día que tuve que amenazar a Nicolás con mi pistola —y deseé tenerla en ese momento—, pero sólo tenía mis palabras. —Claro, —le respondí intentando verme serena—, eres el estudiante que deberá repetir el año porque nunca entró a mi clase —sonreí de manera ladeada. Cuando vi que su rostro pasó de la prepotencia al susto, entendí que no sería tan problemático, que, al parecer, ni sus padres pelearían conmigo para hacerlo graduarse. Seguramente hasta sus padres estaban cansados de él. Así que recogí mis papeles y noté un atisbo de remordimiento cuando su voz se quebró. —Por favor, necesito graduarme —comenzó a suplicar—. Profe, porfa, ayúdeme, hago lo que sea, ¿sí? Lo fulminé con una mirada cuando terminé de recoger mis cosas para marcharme, sin embargo, al verlo al rostro noté que estaba llorando y… era de verdad, estaba desesperado. —Por favor, necesito graduarme —suplicó. Me explicó esa tarde, cuando le pedí que se sentara y me explicara su situación, sobre el abuso de su padre, la negligencia de su madre y cómo sus hermanos mayores lo menospreciaban. Terminamos en un acuerdo de que, al finalizarse las últimas clases, él se quedaría haciendo un examen para acumular notas y ver si así compensaba las pésimas calificaciones que había tenido en todo el periodo escolar. Al final, terminamos conversando día por medio sobre qué carrera iba a elegir y yo le contaba sobre la universidad, el cómo terminé eligiendo mi carrera y cómo me independicé. Para ese momento, mi vida seguía siendo buena, de esa que se ve como un ejemplo a seguir. Así, al final, Samuel, logró graduarse y decidió estudiar literatura después de escribir un ensayo que me gustó mucho y que yo le dijera que tenía potencial. En su graduación, me llamó junto a otros estudiantes para que me tomara una foto con ellos y una sola con él. Siempre se dirigió a mí como “La profe”, “Mi profe”. Y, aunque se graduó, seguía buscándome para pedirme consejos o ayuda en algún trabajo de la universidad. Así, terminó siendo el único alumno con el que mantuve conversación por fuera del instituto. Cuando pasaron los años, llegó un punto en que, cuando caminaba por los pasillos los estudiantes corrían de mí y se encerraban en sus salones. Al momento de entrar a dar mi clase, todos hacían silencio absoluto y, se asustaban cuando los llamaba para preguntarles por la clase y las actividades previstas para ese día. Pasé de ser la bonita profesora rígida a ser la gorda profesora malhumorada que hacía perder a medio salón de clase.       El mejor momento para mí es la mañana que huele a café: todo está en silencio y lo único que logra interrumpirlo es el sonido del chorrito de café que sirvo en un pocillo. Es una rutina que sigo día a día, mañana tras mañana. No sé cuánto tiempo llevo así, levantándome a las cinco y media, tomando café de pie frente a mi balcón; lo único que tengo claro es que la tomé prestada de alguien que, si llego a retroceder más de cinco años atrás, lo tendría a mi lado enumerándome una por una todas las actividades que tendría para ese día. Pero hoy no estoy frente a mi balcón, porque no me encuentro en mi apartamento. Tampoco estoy tomando café, porque no tengo dinero ni siquiera para comprar una taza a un vendedor de la calle. Hoy no hay silencio, porque el sonido de los carros está a mi alrededor y yo… me encuentro debajo de un puente. Si tuviera que llamar a esta etapa de mi vida, la llamaría: la nada. —Mierda —suelto mientras llevo las manos a mi cabeza y mis ojos se clavan en mis pies descalzos. Pero esperen, seguramente se estarán preguntando, cómo yo, Zaideth, terminé sin nada, sentada debajo de un puente, con la cara sucia, sin zapatos y sin un lugar a dónde ir. Setenta y dos horas atrás, tenía todo lo que necesitaba para vivir cómodamente: apartamento, trabajo, dinero suficiente para poder pasar una de esas noches de borrachera, y, ah… zapatos. La mañana comenzaba como siempre, sólo con lo diferente en que Carl me había advertido que Mateo volvería a Colombia, pero, como siempre, aunque mi mente estuviera repleta de recuerdos de ese amor oculto que sentía por él, yo sabía que sería como todas esas veces que llegó y si a lo mucho le dije una que otra palabra. Tomé mi café como todos los días, apreciando la panorámica de esa parte de la ciudad. Sabía que demoraría quince minutos en llegar al colegio en bus, que mi primera clase era en el salón 11 – D y que podía tomarme mi tasa de café con tranquilidad, porque llegaría a tiempo, anques que la directora volviera a sorprenderme llegando tarde y me regañara. También que, si salí a las seis en punto, la arrendataria no volvería a molestarme con el tema de los dos meses y medio que le debía. Sí, debo aceptar que me he vuelto bastante mala administrando mi dinero, pero, la verdad es que, si quiero comer, no puedo pagar la renta, y si quiero pagarla, no puedo comer, porque hace muchos meses que nadie me pide que le edite un libro y ya no cuento con ese dinero —que antes me servía para poder llegar bastante cómoda a fin de mes—. —¡Oye, Zaideth! —gritó la arrendataria cuando me vio salir el ascensor. —Mierda —exclamé por lo bajo mientras echaba a correr por el recibidor, apretujando mi bolso en mi pecho, rumbo a la salida del edificio. —¡¿A dónde vas?! —la oí gritar a mis espaldas—, ¡me las vas a pagar! Pero ese día, al llegar a clases, sí que me encontró la directora, que ya le había pedido al coordinador que me mandara a llamar. Sabía que más de un padre de familia se estaba quejando esos días sobre mi mala manera de dar las clases, que se veía que más de la mitad de los estudiantes que daban mi clase reprobaban y… eso, juntando que, desde hace más de cinco meses estaba llegando tarde a las clases de la mañana; por más que ese mes intentara remediar mi impuntualidad, fue razón suficiente para que me despidieran. Tenían todo orquestado: un profesor de reemplazo, mi paga de ese mes que me dio la directora en un sobre, la palabrería de “espero que esto te haga reflexionar sobre tu vida, ya no puedes seguir así y bla, bla, bla”. La verdad es que, la directora, por más que la odiara en ese momento por quitarme el único sustento que tenía en la actualidad, sí que me tuvo buena paciencia, me decía, al principio de mi trabajo, que estaba buscando profesores como yo, que no se dejaran intimidar por los estudiantes caprichosos, ya que estaba buscando mejorar la reputación del instituto. Pero en esas últimas semanas me regañaba mucho, me decía “me sorprende tu cambio”. Mi cambio. ¿Por qué todos me decían lo mismo en esos meses? Hasta Carl, quien antes era el alcahueta de mis borracheras. Y ahí me encontraba, caminando en esas horas de la mañana sin un rumbo fijo, sintiéndome rara por estar ahí y no en el salón de clases. Adiós plan de estudiar una maestría. Adiós vida independiente y profesional. Hola desempleo. Hola pobreza extrema. Hola estancamiento mental. Y… hola atracadores de la avenida que me apuntan con un arma en la cabeza y me piden que les de todo lo que tengo. 
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