Capitulo 1

2617 Words
Stella Suspiro, pesadamente y miro la hora. Seis de la mañana. El cielo aún está teñido de un gris tenue y mi cuarto permanece en penumbras, iluminado solo por la luz parpadeante del despertador digital. Me remuevo entre las sábanas, sintiendo cómo un escalofrío me recorre la espalda al recordar qué día es hoy. Hoy es el primer día de mi futuro. Hoy empieza todo. El día que imaginé desde el momento en que puse un pie en Princeton. Aquel primer día en el que me perdí entre los pasillos enormes y fríos, sintiéndome pequeña, fuera de lugar... y, sin embargo, tan llena de sueños. Ese mismo día conocí a Eve y Clarice, mis mejores amigas desde entonces. Ellas son mi hogar lejos de casa. Eve vive sola en un piso en el centro; Clarice y yo compartimos un dormitorio amplio dentro del campus. Pero, en realidad, estamos juntas todo el tiempo, como si el destino hubiera tejido nuestros caminos para que fueran inseparables. Salgo de la cama con lentitud, aún envuelta en la niebla de los pensamientos. Camino hacia el baño y me doy una ducha larga y reconfortante. El agua caliente alivia la tensión que se ha instalado en mi cuello. Lavo mi cabello con movimientos pausados, sintiendo el aroma dulce de mi shampoo favorito, ese que huele a cerezas. Después, me seco con una toalla mullida y me aplico crema hidratante con el mismo perfume. El aroma me hace sentir segura, como si envolviera mi cuerpo con una capa invisible de confianza. Me visto con cuidado. Elijo un traje de pantalón y chaqueta verde oscuro, elegante pero no demasiado formal. Lo combino con una camisa blanca de lino suave. No quiero llamar demasiado la atención…. Aunque con mi cabello, eso es imposible. Ese es mi mayor punto de inseguridad; mi pelo rojo intenso, lleno de rulos rebeldes. Me esfuerzo por alisarlo cada vez que tengo algo importante, tratando de pasar desapercibida. Pero hoy, la plancha ha decidido traicionarme. Perfecto. Resoplo, frustrada. No tengo tiempo para lidiar con esto. Lo dejaré secar al natural y me haré un recogido cuando lleguemos al bufete. No es ideal, pero tampoco es el fin del mundo. Porque si, hoy es el primer día de mi pasantía. La frase aún me parece irreal. Fui seleccionada para trabajar en Van der Beeck & Asociados, uno de los bufetes más importantes de Nueva York. Mi sueño desde que comencé esta carrera. Y para mi suerte, Clarice también fue elegida para hacer su pasantía ahí, asique, lo viviremos juntas, como tantas otras cosas. La única desilusión es que Eve no estará con nosotras. Fue seleccionada para el estudio de Adrián Warner, el segundo bufete más importante de la ciudad. Lo bueno es que los edificios están relativamente cerca, y como la única que tiene auto es Clarice, viajaremos juntas cada día. Como siempre. Sonrío al pensar en nosotras tres. Aunque los caminos se estén bifurcando un poco, sé que esta etapa también nos unirá. Y con el corazón latiendo rápido, de emoción, de nervios, de esperanza, me miro una última vez en el espejo antes de salir a enfrentar el primer día del resto de mi vida. —¿Quieres café? — pregunta Clarice apenas cruzo la puerta de nuestra sala común. Asiento con un suspiro. El aroma tostado que llena el ambiente es lo único capaz de convencerme de que el mundo merece ser enfrentado tan temprano. Nuestra habitación es más que eso; un pequeño apartamento dentro del campus. Amplio, luminoso y acogedor, que cuenta con una cocinita funcional y una sala con dos sillones mullidos, perfectos para nuestras noches de películas o estudio. Todo eso es gracias a Clarice, claro. Ella es la que tiene los recursos. Yo, en cambio, estoy aquí gracias a una media beca que mantengo con esfuerzo desde el primer día. No vengo de la pobreza, pero tampoco del lujo. Mi madre es contadora en una empresa en Seattle. Siempre me ha dado lo que ha podido, con amor y sacrificio. Pero los caprichos caros y los viajes de verano eran lujos ajenos para nosotras cuando era niña. Recuerdo bien la primera vez que vi a Clarice. Yo vivía en una habitación estrecha, con paredes demasiado blancas y una compañera que apenas pronunciaba palabra. Fue ella quien, al notar mi incomodidad, me invitó a compartir su cuarto. Desde entonces, hemos sido inseparables. —Por favor— le digo con una sonrisa mientras se acerca con una taza caliente entre las manos—. Sabes que no funciono hasta que el café no hace efecto. —Tu fanatismo por la cafeína es preocupante— se ríe—. El tuyo y el de Eve. Y eso que ella es inglesa... ¡una traición al té nacional! Río con ella. Clarice tiene esa forma de iluminar cualquier mañana. —Bueno, ya la conoces. Eve nunca fue del todo tradicional. Eve es todo lo contrario a lo que la gente espera de una chica inglesa y si bien es la más introvertida de las tres por decir algo y la más metódica, también es irreverente, sarcástica, adicta al café y sin filtro alguno. Pero eso la hace única. Las tres formamos una especie de triángulo imperfecto y perfecto al mismo tiempo. Donde una flaquea, las otras sostienen. Mientras tomo el café, n***o, fuerte, perfecto, reviso mentalmente que no me olvido de nada. Laptop, carpetas, identificación, mi currículum impreso por si acaso. Hoy no hay lugar para errores. Después de desayunar algo rápido, recogemos nuestras cosas y bajamos a la calle y nos subimos al auto. Menos de diez minutos después llegamos al edificio de Eve en donde ya nos espera en la entrada. —¡Por fin! — nos grita—. Pensé que me iba a convertir en estatua esperando. —No empieces— le responde Clarice con una sonrisa—. Hoy es un día glorioso. Tenemos permitido demorarnos cinco minutos. Nos subimos al coche entre risas. A las siete en punto, las tres estamos en la ruta, cantando a los gritos una canción de los ochenta que ninguna conoce completa, pero eso no importa. La música, las carcajadas, el aire fresco que entra por la ventana abierta… todo se siente como el preludio de algo grande. Nuestro primer día de pasantía. El inicio del futuro que tanto soñamos. Y aunque no sabemos todo lo que nos espera, estamos listas para enfrentarlo. Juntas. Después de dejar a Eve en el bufete Warner, Clarice estaciona el auto en una calle perpendicular a Park Avenue. Bajamos con el café en la mano y los nervios a flor de piel. Caminamos la media cuadra que nos separa del edificio donde, a partir de hoy, empieza todo. Cuando lo vemos, ambas nos detenemos en seco. —Santo cielo… — murmura Clarice. Yo solo consigo tragar saliva. El edificio de Van der Beeck y asociados es una torre de vidrio n***o y acero, con líneas tan elegantes y minimalistas que parece sacado de una revista de arquitectura. Refleja el cielo de Nueva York como un espejo pulido y su sola presencia impone. Es el tipo de lugar que uno se imagina en una película sobre abogados despiadados y trajes a medida. Entramos al hall principal, un espacio tan amplio y brillante que por un segundo siento que mis pasos suenan demasiado fuertes sobre el mármol blanco. Una recepcionista de sonrisa impoluta y cabello recogido en un rodete perfecto nos mira al acercarnos. —Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlas? —Somos Stella Jones y Clarice Sterling— respondo, tratando de que mi voz no tiemble—. Hoy comenzamos nuestras pasantías. Ella escribe algo en su computadora con rapidez. —Perfecto. Aquí tienen sus pases temporales. Suban al último piso, las están esperando. —Gracias— decimos al unísono, y nos dirigimos hacia los ascensores con pasos firmes. —Esto es impresionante— susurra Clarice mientras miramos hacia arriba, rodeadas de cristal y acero. —Ya lo creo que sí— le respondo, aunque la palabra que se me viene a la mente es: intimidante. Dentro del ascensor, el silencio se llena con el zumbido apenas perceptible del motor. Presiono el botón del último piso y siento cómo la ansiedad comienza a trepar junto con los números. Mis palmas están húmedas, y me las seco discretamente en los pantalones. Cuando las puertas se abren, contengo el aliento. El piso superior es aún más impresionante. Diseño moderno con toques clásicos; columnas blancas, mármol n***o, obras de arte contemporáneo enmarcando una vista panorámica de Manhattan que quita el aliento. —Buenos días. Ustedes deben ser Jones y Sterling— dice una voz firme y melódica. Nos recibe una mujer de aspecto impecable. Alta, de cabello n***o azabache recogido en una coleta baja, labios nude perfectamente delineados, y unos tacones que la elevan como si flotara. —Correcto— dice Clarice con seguridad. —Bienvenidas a Van der Beeck & Asociados. Yo soy Úrsula, asistente personal del señor Van der Beeck. Aquí tienen sus credenciales, no las pierdan. Nos entrega dos tarjetas con chip que cuelgan de lanyards negros, con nuestros nombres impresos con letras doradas. —Por favor, síganme. Él ya las está esperando. El estómago me da un vuelco. Las palabras “él” y “esperando” no deberían sonar tan amenazantes, pero lo hacen. Mientras caminamos por un pasillo silencioso alfombrado en gris oscuro, no puedo evitar mirar de reojo a Úrsula. Ella parece salida de una editorial de moda. Elegante, minimalista, etérea. Todo lo que yo no soy. Clarice, por otro lado, encaja perfecto. Su look sobrio y sofisticado parece decir “nací para estar aquí”. Yo… me siento como un semáforo andante con cabello de fuego. Maldita plancha rota. Llegamos a una puerta doble de cristal ahumado. Úrsula no toca, solo entra. —Lars, las pasantes ya están aquí. Nos hace una seña para que pasemos. Apenas cruzamos el umbral, me invade una nueva ola de tensión. La oficina parece la guarida de un rey moderno; amplia, imponente, con estanterías de roble, una pared entera de vidrio con vista al Chrysler Building, y un escritorio de mármol n***o tras el cual se sienta… él. Lars Van der Beeck. El nombre que había escuchado cientos de veces. El genio del derecho. el hombre que a los treinta y cinco años ya había re fundado el bufete que heredó de su padre, Demian Van der Beeck un hombre que era conocido como el diablo de New York, por ser implacable. Su madre era otra cosa a tener en cuenta, Celine Grey venia de una larga tradición de abogados con su propio padre y tío desempeñando cargos como jueces de la corte suprema. Cargo que ella, desempeñaba actualmente. La cuestión es que él había heredado aquello porque ya había vencido a titanes en juicios multimillonarios. Y ahí está, en carne y hueso, observándonos. Sus ojos, del color del océano embravecido, nos recorren de arriba abajo. Sin disimulo. Sin una pizca de expresión. —Gracias, Úrsula. Puedes retirarte— dice con voz baja, pero cortante como una navaja. —Por supuesto. La puerta se cierra con un susurro. El silencio cae como una losa. Lars se pone de pie con la lentitud de un depredador que mide sus movimientos. Es alto. Demasiado. Y ancho de hombros. Su traje perfectamente cortado acentúa su figura imponente. Tiene un rostro cincelado, atractivo de forma intimidante, pero no hay calidez en él. Solo control. Frialdad y poder. Avanza hacia nosotras con pasos seguros y se detiene a poca distancia. Nos mira como si estuviéramos a prueba desde el primer segundo. —Sterling y Jones, ¿verdad? Asentimos. Yo apenas consigo mover la cabeza. —Perfecto. El profesor Knox ya me ha enviado sus horarios— dice Lars Van der Beeck con la voz afilada y medida de quien está acostumbrado a que todos escuchen hasta el último punto—. Trabajarán aquí tres tardes a la semana y dos jornadas completas. Además, estarán a disposición si se requieren horas extras, incluso fines de semana. Hace una pausa breve, apenas perceptible, pero lo suficiente para clavar la pregunta con precisión. —¿Están preparadas para eso? —Por supuesto— decimos al unísono, casi en un murmullo. Mi voz apenas supera el suspiro. Clarice suena más firme. Él asiente, pero no sonríe. No parece del tipo que ofrezca palabras de aliento. Ni una mueca. —Tendrán un cubículo para cada una en el piso de los abogados senior— continúa, girando en dirección a la ventana antes de volver a mirarnos por encima del hombro—. Me gusta la puntualidad, señoritas. No tolero la mediocridad ni las excusas. Espero excelencia. Es lo mínimo si han tenido el privilegio de ser seleccionadas para hacer su preparación pre profesional aquí, en mi bufete. Su voz no se eleva, pero cada palabra lleva un peso específico, como si estuviera firmando un contrato con su sola entonación. —Muchas gracias, señor Van der Beeck, por darnos esta oportunidad— digo, esforzándome por mantenerme recta y sin temblar. Él gira lentamente. Me mira. Pero no me mira. Me examina. Desde mis zapatos hasta mi traje y el cabello suelto que cae sobre mis hombros. Sus ojos que parecen de acero se detienen ahí, justo ahí. —Agradezco también la elegancia— dice con una quietud venenosa—. Por favor, señorita Jones, recoja su cabello. Esto no es un club nocturno. El aire se me queda atrapado en la garganta y trago saliva. Por un segundo creo que Clarice va a decir algo, pero solo me lanza una mirada rápida, como si dijera: no reacciones. Sus palabras me arden, no solo por lo que dicen, sino por cómo lo dice. Como si fuera incuestionable. Como si mi presencia aquí ya rozara lo indebido, como si no perteneciera a este lugar y él estuviera recordándomelo. —Sí… lo siento— logro decir, y me apresuro a sujetarme el cabello con la liga que tengo en la muñeca. Mis dedos tiemblan. Él no dice nada más. Solo vuelve a su escritorio, sin mirarnos, como si ya estuviéramos archivadas en su mente bajo la categoría de “promesas por comprobar”. —Bien— dice al sentarse de nuevo, con esa calma glacial que hiela la sangre—. Espero que estén a la altura. Y eso es todo. No hay un "pueden retirarse", ni una despedida formal. Solo el sonido del silencio extendiéndose como una sombra en la habitación. La puerta no se cierra aún, pero todo en su lenguaje indica que ya no somos parte de la escena. Nos observa por última vez, sin urgencia, pero con una intensidad quirúrgica. Es una mirada que no necesita palabras: un juicio mudo, una advertencia envuelta en hielo. Una especie de escaneo final que me deja la piel erizada y la garganta apretada. Y entonces lo entiendo, con una claridad punzante: Esto no será fácil. Van der Beeck no es un jefe. Es una presencia, una fuerza. No olvida, no repite órdenes. No tolera errores. Y, definitivamente, no perdona. El comentario sobre mi cabello ya no parece una simple crítica. Es una marca, una señal de que, desde ahora, estaré bajo una lupa. Todo será observado. Todo será evaluado. Y mientras salimos de la oficina, con el corazón latiendo demasiado fuerte y el orgullo cuidadosamente plegado en el bolsillo, sé que esta pasantía no será solo un desafío académico. Será una batalla silenciosa. Una prueba constante. Un juego de poder que él ya comenzó a jugar, aunque nosotras ni siquiera hayamos movido la primera ficha. Y con eso, efectivamente, comienza todo.
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