Nuestra naturaleza es ser rivales; no podemos enamorarnos siendo enemigos.
Pasaron tres semanas y tres días desde aquel beso con Matthew, y cada vez que lo veía, me escabullía para no cruzarme con él. En clase me lo encontraba, pero ni siquiera lo miraba ni le hablaba. Aun así, los exámenes eran un dolor de cabeza; según mi tío, "no existían las notas perfectas". Me iba bien, pero me sentía confundida y lejos de mi realidad. Estaba perdida en mis pensamientos, cuando de repente vi la hoja de mi examen en mi pupitre. Al levantar la vista, vi a mi tío con una pequeña sonrisa en su rostro. Volví a mirar el examen y me tranquilicé al ver que había aprobado. La campana sonó y todos se fueron, quedando solo Matthew y yo. Sentí su mirada fija en mí hasta que, con toda la valentía que pude reunir, me levanté y me acerqué a él... para abofetearlo. Sí, otra cachetada, esta vez con más fuerza. ¡Un acto impulsivo que decía más de lo que las palabras podrían expresar!
—¡TE LO MERECES, POR IMBÉCIL! —grité y vi cómo él se acercaba hacia mí.
—¿Es todo lo que tienes? —preguntó acariciando mi mejilla con ternura.
Lo empujé, pero no sirvió de nada; seguía acercándose como un lobo, y yo era la débil presa que intentaba sobrevivir.
—Sabes perfectamente que no me da miedo romperte la maldita cara de arrogante —apreté los puños con fuerza, intentando contener el enojo que me quemaba por dentro.
—¿Acaso no te gustó el beso? —dijo, tocándose donde lo golpeé, con una mezcla de sorpresa y picardía.
—¡Me besaste sin mi consentimiento! —exclamé, cruzando los brazos con firmeza.
—¿Y? —preguntó con sarcasmo, como si eso no fuera gran cosa.
—Sabes, estoy cansada de todo esto. ¡TE RETO A UN DUELO, MATTHEW OMACLIX! —grité.
—¡Perfecto! Te veo en quince minutos en el establo. Iremos a la ciudad Alquelmoon.
—Después de esto te alejas de mí para siempre, y lo digo en serio, Matthew —protesté.
Observé cómo Matthew no dijo nada, solo me miraba con esa mirada de cazador. Salí del salón de clases, corriendo hacia mi habitación para prepararme. Me enfundé en mi vestido n***o ajustado, cuyo brillo dorado del cinturón ceñía mi cintura con elegancia. La abertura en el pecho me recordaba que la audacia también puede ser sofisticada. Me calcé las botas altas, cuyos diseños geométricos reflejaban la luz con cada movimiento. Lista para el duelo, salí hacia el establo, sintiendo cómo la suave tela del vestido rozaba mis piernas a cada paso. Enfocada en ganar este duelo, pero al mismo tiempo un enojo recorría mis venas con una determinación que quemaba. Era justo el momento que estaba esperando: destruir el ego de Matthew.
—¿A dónde vas tan atractiva, amiga? —preguntó Saha, que salía de la biblioteca.
Me detuve, dándome la vuelta para mirar a Saha, y la vi con un grupo; noté que me miraban con curiosidad.
—Me voy a dar un paseo sola, necesito pensar y organizar mis ideas —mentí, viendo cómo algunos se ponían curiosos por mi respuesta.
—Está bien, si estás ocupada, luego podemos salir a pasear, así conoces a mis amigos —dijo ella con una sonrisa tranquila.
—Obvio que me gusta la idea. Bueno, se me hace tarde, luego nos vemos. ¡Adiós! —salí corriendo hacia el lugar donde me encontraría con Matthew.
Al llegar, lo vi apoyado en la puerta del establo. Llevaba una camisa blanca de vestir, desabrochada con esa despreocupación que solo los que saben lo que valen pueden permitirse, dejando al descubierto una piel bronceada natural y la promesa sutil de un físico atlético. La tela, fina y ceñida a su cuerpo, resaltaba cada contorno, mientras sus pantalones negros de corte clásico completaban esa figura estilizada que parecía estar tan en control como él mismo. Era un hombre que cuidaba su imagen sin esfuerzo, un equilibrio perfecto entre sofisticación y despreocupación que me dejaba intrigada y, sin querer, me sentía atraída.
—¡Pulgarcita! ¡Estás hermosa! —dijo él remangándose la camisa con naturalidad.
Dejando al descubierto unas venas marcadas que se asomaban sin ningún esfuerzo, como si fueran parte de su piel. Mi mirada se desvió mientras cruzaba los brazos, esperando en silencio a que nos fuéramos.
—¿Nos podemos ir? Por favor —dije con tono serio, lanzando miradas rápidas a los alrededores para asegurarme de que nadie nos estuviera observando.
—Sí —respondió él, abriendo la puerta del establo sin perder la calma.
Me quedé mirándolo fijamente mientras sacaba dos caballos: uno blanco perlado, hermoso, y el otro n***o, con un pelaje brilloso, hermoso con la noche.
—¿Cuál quieres? —preguntó, acercándose con los caballos.
—El que se deje montar, que ellos decidan —dije, acercándome a los caballos con la mirada fija.
El caballo n***o, de color jade y con una gracia casi desafiante, dio un paso hacia mí, rozando mi pierna con su hocico, como si eligiera sin dudar. Por otro lado, el blanco perlado, con un brillo profundo y una presencia imponente, se quedó firme al lado de Matthew, como si me dijera: “Este es mi jinete”.
Matthew quiso acercarse, quizás para ayudarme, pero yo ya estaba subida al caballo, firme y decidida. Sentí una punzada que no supe si era rabia u orgullo; no necesitaba su ayuda, ni por un segundo tenía intención de aceptarla. En ese instante, la rivalidad entre nosotros no se trataba solo de quién tenía el caballo o la ventaja, sino de todo lo que representábamos el uno para el otro.
Él se subió y avanzó a paso lento, mientras yo le daba la orden a mi caballo. Nos dirigíamos hacia la ciudad Alquelmoon, hacia el sur, donde hay una playa de arena rosada, con un par de ruinas, pero peligrosas. Tiene un risco que se llama "Risco de la Muerte", donde no muchos se animan a acercarse, por el simple hecho de que tiene una altura bastante alta. Si caes, caerás en la arena o en el mar sin vida, ya que dicen que es un área cruel y muy difícil de estar; es engañoso.
El viaje a la ciudad de Alquelmoon duró aproximadamente dos horas. En el camino, nos detuvimos para que los caballos descansaran, pero Matthew y yo no hablamos desde que salimos de la academia; solo nos cruzábamos miradas, cargadas de silencios incómodos. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino, bajamos por un camino de arena que nos llevó directo a la playa, donde dejamos a los caballos tranquilos. La playa de Alquelmoon se extiende en un suave arco, bañada por aguas cristalinas que reflejan tonos turquesa y esmeralda. La arena, curiosamente rosada, brillaba bajo el sol como si estuviera compuesta por diminutos cristales, dándole un aire mágico y casi irreal. A lo largo de la costa, entre las dunas, se alzan ruinas antiguas, vestigios de una civilización perdida cuyos secretos aún susurran con el viento, haciendo que cayeras en una aventura sin fin.
—¿Qué armas vas a usar, enana? —me tiró un bolso donde había diferentes tipos de armas.
Me agaché y abrí el bolso para mirar qué armas podía usar. Finalmente, me decidí por el arco con flechas y un par de dagas: mi intuición fue la que las eligió. Observé a Matthew mientras tomaba dos espadas de filo afilado. Sentí como si ya me hubieran cortado el alma. Este duelo nos llevaría a nuestras propias muertes, a una oscuridad profunda y peligrosa, sin salida hacia la humildad.
—¿Aquí en la playa o en el risco? —preguntó Matthew pasando la punta de la espada por mis piernas.
—Donde sea, pero terminemos con esta ridiculez —respondí, pateando la espada para que dejara de jugar.
—Bien, entonces en el risco —dijo él, comenzando a caminar hacia allá.
Sentí un nudo en el pecho, pero a pesar de todo, lo seguí sin dudar. Quería poner fin a esta rivalidad, no aguantaba más su comportamiento y su indecisión. Subimos por unas escaleras algo traicioneras y logramos alcanzar la cima del risco. Su cara rocosa estaba marcada por grietas y salpicada de líquenes oscuros. El viento silbaba entre las rocas, produciendo un sonido inquietante que muchos aseguran son los lamentos de las almas que alguna vez cayeron.
Al llegar a la cima del risco, observé cómo la estación de otoño susurraba cantos memorables y desplegaba colores otoñales delicados, como una magnífica decoloración.
—Deberíamos poner reglas —dije con un poco de terror de estar ahí.
—¿Cómo cuáles? —preguntó Matthew, colocándose las espadas en la vaina de la espalda.
Deslicé las dagas en las fundas ajustadas a mis muslos, sintiendo cómo se acomodaban firmes contra mi piel, listas para ser desenvainadas en un instante. Luego, coloqué el arco en mi espalda, asegurándolo en su vaina como una extensión silenciosa de mí misma. Cada movimiento es parte de un ritual que me prepara para lo que venga: sigilosa, rápida y letal.
—Uno: tú ya tienes tu unión con tu dragón, así que los cortes o golpes deben ser donde no les duela ni a él o ella. Dos: el que caiga o logre agarrarse de las rocas para no caer del risco, pierde. Y tres: podemos usar nuestra magia. ¿Te gustan las reglas?
—Sí —respondió él—. Pero te aviso: no te gustará mi poder, lindura. Tienes tiempo de rendirte.
—Ajá, mira cómo tiemblo —dije con un sarcasmo muy evidente.
—¡Qué insoportable te pones! —exclamó, acercándose a mí—. Los únicos lugares donde no me puedes atacar son: cuello, abdomen y piernas. Puedes golpearme, pero no apuñalarme; algunos cortes son aceptables.
—¡Tus sexis abdominales! —dije sin pensar, y me sonrojé de vergüenza.
—¡Sé que te gustan! Luego podrás tocarlos —dijo él, rozando su dedo índice en mi mejilla.
Le alejé su mano y luego le hice una pequeña burla. Él seguía hablando, pero no le presté atención a lo que decía. Mientras tanto, me quedé analizando un plan para atacarlo, aunque seguro él ya tenía uno preparado; es uno de los jinetes más fuertes y con un nivel de pelea más avanzado en toda la academia. Literalmente, no se compara conmigo, ya que hace poco inicié mis entrenamientos. Recuerdo las veces que intenté golpearlo, pero siempre anticipaba mis movimientos, era odioso. Era como si estuviéramos unidos por un lazo invisible que nos ataba. Solo de pensarlo me molestaba; hasta el día de hoy me era agotador siempre estar atrás de su sombra, me hacía sentir inútil y débil. Recuerdo la vez que le dije a mi padre que me enseñara a pelear con diferentes tipos de armas para que un día pudiera ganarle a Matthew en un duelo. Soy buena usando todo tipo de armas, pero ahora que tengo magia, sería diferente; estaría lista para enfrentarlo.
—Comencemos —me alejé de él, analizando cualquier movimiento que hiciera.
Comenzó a susurrar una palabra extraña en voz baja que no había escuchado antes: “Virmuer”.
Antes de que pudiera reaccionar, la tierra frente a nosotros se movió, como si algo despertara bajo la superficie. De repente, un par de manos pálidas y huesudas emergieron del suelo, extendiéndose hacia mí con rapidez. Sentí sus dedos fríos y firmes cerrándose alrededor de mis piernas, tirando con fuerza para inmovilizarme. El aire se volvió pesado, y un escalofrío recorrió mi cuerpo. La mirada de Matthew estaba fija, llena de un poder oscuro que me heló la sangre. Su voz era un susurro, un mandato irrefutable: la muerte misma obedecía su voluntad. El futuro rey de Cleoverlaw posee un poder oscuro que solo unos pocos pueden manejar. Aunque su corazón es puro, este poder sombrío lo consume poco a poco, llevándolo hacia la demencia y la locura cada vez que lo usa. No quería arriesgar la vida de Matthew de esta manera. Se notaba que su aura era más poderosa que la mía, una energía con una conexión profunda con la oscuridad y los muertos. Era extraordinario.