La mujer, con su sonrisa imperturbable, no perdió tiempo. Alzando la mano con una gracia casi hipnótica, se acercó con suavidad y, antes de que pudiera siquiera procesarlo, tomó mi brazo. El contacto fue como una corriente eléctrica, no agradable, sino extraña, penetrante. La sentí casi como una marca, una presencia que me envolvía. Convel se tensó de inmediato, su mirada fija en la mujer con una furia controlada. Se adelantó un paso, su voz grave y firme, una amenaza latente en sus palabras. —No puedes tocarlo—, dijo, las palabras casi saliendo como un gruñido. La mujer no apartó la vista de mí, y su sonrisa no vaciló ni un milímetro. Pero fue en ese momento cuando mi voz, tensa y autoritaria, rompió la creciente tensión. —¡Basta!—, ordené, más firme de lo que pensaba. —No te metas, C

