Después de su casi infructífera terapia, donde cada intento de recuperar la movilidad parecía alejarla más de la posibilidad de volver a caminar, Marcela decidió pasear por el jardín de glicinas. Cada paso era un esfuerzo titánico, recordándole la debilidad de su cuerpo y el dolor de las cicatrices que aún ardían bajo su piel. Las flores caían en cascadas lilas, blancas y rosas, y sus dedos apenas podían rozar los pétalos mientras un extraño calor subía a su pecho, un pequeño consuelo en medio de la desesperanza.
Entre la neblina ligera del atardecer, percibió la presencia de una mujer alta y elegante, que la observaba con una sonrisa serena. Marcela no alcanzó a distinguir su rostro; la figura parecía fundirse con la luz, etérea, como un reflejo imposible de tocar.
—Pronto tendrás un hombre que te ame —susurró la figura, la voz suave como el viento que jugaba entre las glicinas—. Estarás bien… y cumplirás tu sueño.
Marcela cerró los ojos, dejándose envolver por aquel instante, creyendo por un momento que la vida podía ofrecerle un respiro, un instante de esperanza entre tanto dolor.
El fuego aún ardía en su piel. Las cicatrices del vestido incendiado eran brasas dormidas bajo su carne, recordándole cada segundo la humillación pública que había sufrido. El accidente de coche había terminado lo que las llamas no pudieron: sus piernas eran ahora un peso muerto, una cárcel de huesos inútiles que la condenaban a una silla de ruedas. Cada movimiento le dolía, cada respiración era un recordatorio de su fragilidad, y aún así, su espíritu mantenía una chispa que los traidores no imaginaban.
Esa noche, el veneno recorría su sangre lentamente, helándola, consumiendo su fuerza, apagando su voluntad mientras el mundo se volvía un túnel de sombras y luz intermitente. Marcela comprendió demasiado tarde que todo había sido orquestado: los ojos de David, verdes y fríos, brillaban con un desprecio que parecía absorber cada gota de vida que le quedaba.
—¿De verdad pensaste que te amaba, Marcela? —susurró, con una sonrisa que era un cuchillo—. Nunca te amé. Nunca. Solo te usé. Todo esto… —sus manos se extendieron sobre la mansión, sobre la herencia, sobre el poder que ella había protegido durante años—… ahora es mío.
Marcela trató de responder, de gritar, pero su voz murió en la garganta. El veneno le había robado la fuerza, y sus manos temblorosas apenas podían sostener los brazos de la silla. Sintió un miedo antiguo, mezclado con indignación: había dado todo, mantenido a todos, protegido a los suyos, y así le pagaban.
—Les di todo —murmuró, jadeando—. Los mantuve, los ayudé… ¿Así me pagan? —Sus palabras eran un hilo, casi inaudible, pero llenas de rabia y decepción.
Perfecta se inclinó hacia ella, su sonrisa irónica más venenosa que nunca:
—El único consejo que te daré… la próxima vez no seas tan buena, querida.
David no podía esperar a que el veneno hiciera efecto. Con b********d, la tomó de la silla de ruedas y la empujó hacia las escaleras. Cada crujido de los escalones resonaba en la mansión como un tambor de muerte. Marcela, paralítica, apenas podía sostenerse. La caída fue lenta, metódica, cada golpe contra la madera un recordatorio de su impotencia. Su cuerpo se desplomó, quebrado, hasta que finalmente quedó en el piso, envuelta en un charco de sangre, los ojos azules abiertos y fijos en un vacío imposible de ignorar. Una única lágrima brilló en su mejilla, suspendida como testigo de su dignidad y su dolor.
—Ni siquiera para morir sirves rápido —musitó David, con su risa cruel llenando la habitación—. Ahora todo es mío.
Perfecta y Claudia intercambiaron miradas cargadas de envidia y codicia, como si celebrar la caída de Marcela fuera un derecho que les pertenecía. El desprecio y la rabia que habían mantenido bajo control durante años se derramaban ahora sin barreras. La traición había sido perfecta, calculada; habían matado al abuelo y a la madre de Marcela con la misma frialdad para asegurarse la herencia y el poder. Y lo hicieron sin culpa, con la convicción de que merecían todo lo que Marcela había protegido y ofrecido.
El jardín de glicinas que la había visto pasear unas horas antes quedó en silencio. Las flores caían sobre el césped, pero su perfume no pudo limpiar la sangre ni la injusticia de la noche. Marcela había caminado por aquel jardín, creyendo por un instante que todo era un sueño, que alguien la cuidaría. Había visto una figura alta y sonriente, una mujer que le prometió: “Pronto tendrás un hombre que te ame, estarás bien y cumplirás tu sueño”. Pensó que estaba dormida, que la fragilidad de su cuerpo la había arrastrado a un instante de paz.
Pero no. La traición la alcanzó en su propia habitación. El veneno, la caída, los ojos verdes llenos de odio de David, la sonrisa irónica de Perfecta, la mirada venenosa de Claudia… todo culminó en un instante de horror absoluto. Marcela murió allí, inmóvil, con su último suspiro atrapado entre la furia, la impotencia y la desolación de saber que había confiado demasiado.
El mundo guardó silencio. Sus ojos azules, abiertos y llenos de lágrimas, fueron el último reflejo de su espíritu indomable. Una mujer que había dado todo, amado y protegido, caía víctima de la envidia, la codicia y el odio de quienes alguna vez llamara familia. La injusticia de su muerte resonó en cada rincón de la mansión, dejando una cicatriz invisible en la memoria de quienes presenciaron la traición.
Marcela despertó con un sobresalto, el cinturón del asiento presionando su abdomen y el murmullo de los motores del avión envolviéndola como un eco distante. Su respiración era rápida, desbocada, y por un instante no supo si aún estaba muriendo o si la pesadilla había terminado. Llevó la mano a su rostro, esperando sentir la piel áspera, marcada por las cicatrices… pero encontró suavidad, intacta. Sus piernas se movieron solas, tensándose bajo la manta ligera. Se quedó inmóvil, paralizada por el desconcierto.
—¿Cómo…? —susurró, apenas un hilo de voz.
El pánico la llevó a buscar el celular, como si ese pequeño rectángulo de luz pudiera anclarla a la realidad. Lo encendió con dedos temblorosos, el brillo de la pantalla casi la cegó. El calendario le devolvió una fecha que no podía ser real. Dos años atrás. Dos años antes de la traición, antes de la silla de ruedas, antes de las llamas.
El corazón se le encogió. Parpadeó varias veces, convencida de que estaba soñando, atrapada en una alucinación cruel. Volvió a revisar, una y otra vez, deslizando la pantalla como si el tiempo fuese a corregirse. Pero la fecha no cambiaba. El año era imposible.
Las lágrimas brotaron solas, de alivio y de miedo. Se levantó apenas del asiento, comprobando que sus piernas respondían, que no había cadenas invisibles reteniéndola. Caminaba. Podía caminar. La sensación la sobrecogió tanto que tuvo que taparse la boca para no soltar un grito de histeria en medio de los pasajeros que dormían a su alrededor.
“Esto no puede estar pasando”, pensó, sintiendo un escalofrío correrle por la espalda. “¿Estoy muerta? ¿Soñando? ¿O el destino me está jugando su última carta?”.
El impulso la sacó del aturdimiento. Casi sin pensar, abrió las aplicaciones bancarias, cerrando accesos, cambiando claves, blindando lo que sabía que ellos buscarían arrebatarle. Lo hacía con la precisión de quien conocía el futuro… y a la vez con la incredulidad de una niña perdida en un laberinto.
Cuando por fin detuvo sus dedos, el pensamiento de su abuelo irrumpió como un rayo. El hombre que siempre había sido su apoyo, víctima de esas manos codiciosas que le arrancaron todo. Ahora estaba vivo. Podía salvarlo. Podía cambiarlo todo.
Pero el miedo seguía allí, clavado en sus entrañas: ¿y si despertaba otra vez en el suelo frío, con los ojos abiertos y el veneno ardiendo en su garganta? ¿Y si este milagro no era más que un engaño antes de la nada?
La pantalla brillaba en su regazo, mostrando la fecha imposible. Marcela la observó con los ojos húmedos, el corazón tambaleándose entre la esperanza y la locura.
—¿Qué día es hoy? —murmuró, como si alguien pudiera responderle en medio del rugido del avión—. ¿Qué… año es hoy?
La respiración de Marcela seguía agitada, los dedos aún aferrados al celular como si fuese un salvavidas. El zumbido constante del avión la envolvía en una burbuja irreal, demasiado perfecta para ser cierta. El calendario seguía mostrando la misma fecha imposible, como una burla luminosa en medio de la oscuridad de su desconcierto.
Un movimiento la sacó de sus pensamientos. Una azafata, con la sonrisa amable y mecánica de quien recorre el pasillo decenas de veces, pasó a su lado empujando el carrito de bebidas. Marcela la miró con ojos grandes, desesperados, incapaces de sostenerse en la calma que el resto de pasajeros mantenía.
—Disculpe… —su voz tembló, apenas un susurro ahogado—, ¿qué fecha es hoy?
La azafata parpadeó, sorprendida, inclinándose un poco hacia ella.
—Hoy es… —dijo con tono cordial, repitiendo la fecha como si fuera lo más natural del mundo.
Marcela sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. La confirmación era un golpe brutal de realidad: no estaba loca, no era un error de su teléfono. Era verdad. El tiempo la había llevado atrás.
Se quedó inmóvil, con los labios entreabiertos y los ojos vidriosos, como si las palabras de la mujer hubieran abierto una g****a imposible en su mundo.
La azafata, sin comprender, le ofreció una sonrisa fugaz antes de seguir su camino por el pasillo. Marcela la observó perderse entre los asientos, y entonces la frase se le escapó en un murmullo cargado de incredulidad:
—Dos años antes… estoy dos años antes…
La certeza la golpeó como un relámpago. No era un sueño. No era una ilusión. Era su segunda oportunidad.
El corazón de Marcela latía con la misma fuerza que las turbinas del avión. Apenas la azafata se alejó, desbloqueó el celular y abrió el calendario. Sus dedos temblaban, pero la determinación ardía en su pecho.
Uno por uno, comenzó a escribir con frenesí los eventos que recordaba, cada traición, cada jugada oculta, cada fecha clave que la había llevado a su destrucción. Era como vaciar un veneno acumulado en las venas: nombres, lugares, movimientos, advertencias. Todo debía estar allí antes de que el destino intentara doblarla de nuevo.
El avión estaba aún a dos horas de su destino. Dos horas que ahora le parecían oro puro. Marcela respiró hondo, intentando calmar el torbellino de emociones. **Tenía una ventaja, un arma que nadie sospechaba: la memoria de lo que iba a suceder.**
Y lo primero estaba clarísimo: **no repetiría el mismo error al aterrizar.**
José María le enviaría un chofer, tal como había pasado aquella vez. Recordaba la sonrisa falsa, la cortesía envenenada, el camino que nunca la llevó a casa sino directo a las fauces de sus enemigos.
Apretó la pantalla y se obligó a escribirlo como la primera orden en mayúsculas:
“NO IR CON EL CHOFER DE JOSÉ MARÍA. ALQUILAR UN AUTO.”
Un escalofrío le recorrió la espalda. Su reflejo en la ventanilla le devolvía a una mujer distinta: ya no la víctima rota con cicatrices y piernas inútiles, sino alguien con fuego en los ojos azules, capaz de luchar.
Por primera vez desde su despertar, esbozó una sonrisa leve, amarga pero llena de fuerza.
Esta vez, **no la iban a atrapar desprevenida.**
El murmullo del aeropuerto era ensordecedor: maletas rodando, anuncios metálicos que reverberaban en los altavoces, pasos apresurados de viajeros ansiosos. Marcela, todavía con la mente sumida en el torbellino de fechas y recuerdos, caminaba con el celular en mano, anotando más fragmentos de su destino.
No vio al hombre que venía en dirección contraria hasta que chocó con su hombro. El impacto la hizo perder el equilibrio un segundo, y su celular casi resbaló de sus dedos.
—Lo siento mucho —murmuró, levantando la vista.
Ante ella se erguía un hombre alto, de porte imponente, con un traje perfectamente entallado que delataba riqueza y autoridad. Su cabello oscuro estaba peinado hacia atrás con precisión, y sus ojos, de un tono profundo y penetrante, parecían leer más de lo que debía. Tenía el aire de alguien acostumbrado a que el mundo se adaptara a él, no al revés.
El hombre la sostuvo apenas por el brazo para estabilizarla, con un gesto elegante, casi natural. Sus labios se curvaron en una sonrisa contenida, más formal que cálida.
—¿Se encuentra bien, señorita Vallejo? —preguntó, su voz grave y segura, como si pronunciar su apellido fuese algo familiar, inevitable.
Marcela parpadeó, desconcertada. Había algo inquietante en que supiera su nombre, aunque tal vez no debía sorprenderle: la familia Vallejo era reconocida en círculos sociales y financieros.
—Sí… estoy bien, fue mi culpa —respondió con una sonrisa tensa, queriendo disimular la confusión que la devoraba por dentro.
Él la observó un segundo más, como si hubiese querido añadir algo, pero al final asintió con cortesía.
—Me alegra saberlo. Buen viaje, señorita Vallejo.
El contacto se rompió tan rápido como había empezado. Él siguió su camino, con paso firme entre la multitud, mientras ella se quedó mirando por un instante la silueta que se alejaba. Algo en ese encuentro fugaz le dejó un nudo en la garganta, como si hubiera tropezado con un engranaje del destino que aún no entendía.
Sacudió la cabeza, volvió a tomar aire y siguió hacia la salida, apretando su celular como si fuera un arma. Tenía un plan. Y nada, ni siquiera la extraña familiaridad de aquel hombre, iba a desviarla.
Marcela avanzó hasta la faja de equipajes, aún con la sensación del tropiezo clavada en la piel, como si la mirada de aquel hombre desconocido la siguiera entre la multitud. Se obligó a enfocarse: debía recuperar sus maletas.
Observó cómo la cinta mecánica empezaba a girar y, poco a poco, las valijas negras y grises fueron apareciendo. Entre ellas distinguió las suyas, un juego de maletas elegantes, con iniciales grabadas en plata, un vestigio de lo que alguna vez había sido su vida de lujo. Las tomó con firmeza, y mientras el peso le jalaba los brazos, su mente le devolvió el recuerdo que más la escocía.
Ella debía haber venido en el avión privado de la familia. Siempre fue así: comodidad, discreción y un gesto de estatus que la distinguía. Pero en esta nueva oportunidad, las cosas habían cambiado. Recordó claramente la voz de su padre, José María, con esa fría autoridad que usaba para disfrazar la avaricia.
—No es necesario un avión privado, Marcela —le había dicho—. Ese gasto es absurdo. Viaja en comercial, como todos.
En su momento, lo había aceptado, sin saber la trampa que se escondía en esa decisión. Ahora, tras despertar dos años antes de su final, lo entendía todo con dolorosa claridad: no era ahorro, nunca lo había sido. Era una maniobra para nulificarla, para arrancarle poder y recordarle que su voz no valía nada frente a sus intereses. Cada decisión que tomaba, cada privilegio que le arrebataba, era una forma de desgastarla hasta convertirla en una sombra.
Marcela respiró hondo. El eco de su pasado le devolvía las imágenes de los interminables años en Suiza, rodeada de montañas nevadas que se sentían más como un exilio dorado que como un hogar. Después, los traslados fríos por Asia, los hoteles impersonales, la vida de desplazada constante, nunca dueña de su propio destino. Todo bajo el pretexto de “educación” o “oportunidades”, cuando en realidad había sido otra forma de mantenerla lejos, aislada, dócil.
Y ahora, al regresar, esa estrategia seguía viva. No era casualidad que le hubieran arrebatado la opción de un vuelo privado, donde habría tenido independencia, seguridad, intimidad. No. La habían obligado a pisar el suelo en condiciones comunes, vulnerables, como si quisieran recordarle que ya no era dueña de nada, ni de sí misma.
Apretó los puños alrededor de las manijas de sus maletas, los nudillos tensos. Pero esta vez no sería la joven ingenua que aceptaba en silencio. Ahora lo veía todo con la claridad brutal de alguien que había muerto a manos de quienes juraban quererla.
“Esta vez”, pensó, “nadie me quitará el control.”
Con un tirón seco, arrastró sus maletas hacia la salida, sus tacones resonando en el suelo como un eco de determinación. El recuerdo de Suiza, de Asia, de todas esas geografías que habían sido jaulas disfrazadas, quedó atrás. Ahora había llegado al verdadero campo de batalla. Y, aunque el disfraz de vulnerabilidad seguía pegado a su piel, por dentro ardía una nueva fuerza que no pensaba volver a entregar.
José María y Perfecta se quedaron paralizados unos segundos, viendo cómo Marcela recorría el salón con paso firme.
—¡¿Qué es esto?! —exclamó Perfecta, indignada—. ¡Me estás desautorizando!
—¡Esto es un abuso! —replicó José María, tratando de imponer su voz de padre autoritario.
—¡Estás siendo injusta! —intervino Claudia, frunciendo el ceño mientras intentaba pasar su tarjeta de crédito sin éxito—. ¿Por qué mi tarjeta no pasa?
Marcela rió, un sonido frío y afilado que llenó la sala.
—Les recuerdo que ustedes son pobres con ínfulas de riqueza —dijo, su voz cortante—. Padre, te recuerdo que mi mamá te dejó sin un solo centavo, partido por la mitad. Ni siquiera eras mi albacea, sino mi abuelo. Y mi abuelo no te heredaría, ni sus pecados. Es más, quiero saber: ¿cuándo se van de mi propiedad?
Perfecta levantó la mano con intención de darle una bofetada, pero Marcela fue más rápida.
—¿Desde cuándo una arrimada puede ir en contra de la dueña de la casa? —dijo, dándole dos palmadas en la mejilla con precisión calculada, dejando clara su autoridad.
José María intentó imponerse, con voz temblorosa:
—¡Marcela, tú… eres mi hija!
Marcela lo miró con una mezcla de desprecio y frialdad helada:
—Error. Ni siquiera sales en mi partida de nacimiento.
El silencio llenó la sala. Ni Perfecta ni Claudia ni José María pudieron replicar; por primera vez, la nieta roja y azul les demostraba que el control de la mansión, y de todo lo que alguna vez consideraron suyo, había cambiado por completo.
—¡Somos tu familia! —gritó Perfecta, con los ojos llenos de furia contenida—. ¡No puedes tratarnos así!
Marcela arqueó una ceja y giró el rostro, como si apenas notara el alboroto. Lentamente, sacó su teléfono y lo deslizó sobre la pantalla, abriendo aplicaciones de banca. Intentó mover dinero, transferir fondos, comprobar cuentas… y pronto su sonrisa se volvió aún más fría.
—¿Qué pasa? —preguntó Claudia, preocupada—. ¿Por qué no funciona nada?
—Todo estaba bloqueado —dijo Marcela, con voz serena pero mortal—. Ustedes solo disponen de su propio fondo. Nada más.
José María respiró hondo, su rostro enrojecido por la ira. Se acercó, intentando intimidarla con su tamaño y su voz:
—¡Marcela, esto no se queda así! —amenazó, su mano moviéndose como si pudiera asustarla físicamente.
Pero Marcela no se movió ni un centímetro. Sus ojos azules, fijos y penetrantes, reflejaban la certeza de que nada los salvaría de la autoridad que ahora ella ejercía. Cada intento de intimidación, cada gesto violento, se encontraba con un muro invisible de calma y control absoluto.
—Si creen que con amenazas me van a mover… se equivocan —dijo, dejando que la frialdad de su voz se filtrara en cada palabra—. Yo decido lo que pasa aquí. Y no se trata solo de dinero. Se trata de todo lo que ustedes nunca podrán tocar.
—¿Y qué hay de tu abuelo? —intervino José María, intentando un último argumento—. Recuerda que nosotros lo hemos cuidado por años.
Marcela lo miró con frialdad, sin inmutarse.
—¿Cuidarlo? —replicó, su voz cargada de desdén—. Más bien intentaban asegurarse de que lo heredaran ahora que está enfermo. Pero no se preocupen, ya me encargué de él. Ahora los quiero fuera de mi propiedad.
Perfecta dio un paso al frente, su rostro tenso, mostrando la amenaza que sentía.
—Somos tres contra uno… ¿cómo nos vas a sacar?
Marcela arqueó una ceja y sonrió con crueldad contenida.
—Error nuevamente —dijo, señalando con un movimiento elegante de la mano—. Ellos los sacarán.
Al voltear, José María y Perfecta pudieron ver un grupo de hombres armados, firmes y preparados, que habían sido contratados por Marcela en sus preparativos. La tensión en la habitación se volvió casi tangible; la certeza de que ya no tenían control ni sobre la mansión ni sobre ella se clavaba en sus cuerpos como cuchillos invisibles.
Marcela levantó la mirada, fría y autoritaria, y dio la orden con voz firme:
—Solo saldrán con lo que tienen puesto. Que los saquen rápidamente.
Los hombres armados se movieron de inmediato, rodeando a José María, Perfecta y Claudia. Ninguno de ellos podía moverse sin la supervisión estricta de los guardias. La tensión se cortaba en el aire como un cuchillo, y Marcela permaneció erguida, sus ojos azules brillando con determinación. Cada paso de los intrusos era calculado, preciso, asegurándose de que no pudieran resistirse ni un instante.
—Recuerden —añadió Marcela con un deje venenoso—, toda esta mansión es mía. Todo lo que intentaron arrebatarnos, todo lo que me robaron en el pasado… ahora es mío de nuevo. Y ustedes… simplemente no tienen lugar aquí.
Mientras los expulsaban de la propiedad, cada gesto, cada mirada de humillación y rabia de José María, Perfecta y Claudia alimentaba la fría satisfacción de Marcela. La venganza ya no era un plan: era realidad tangible.