Capitulo 2

2194 Words
LA CONFORMIDAD Cuando Marianne le escuchó decir «No me decepcione», se dio cuenta de que él lo sabía. Que, de alguna manera, el señor Rourke era consciente de sus deseos; la había estado observando durante tanto tiempo que había logrado descifrarla. Que sabía qué palabras decir y cómo pronunciarlas, y el señor Rourke parecía el tipo de hombre que no cejaba en su empeño hasta salirse con la suya. Se dio cuenta también de que él trataba de sugestionarla, de convencerla sobre lo que debía hacer. Quería dominarla. Pero se equivocaba en una cosa; ella no siempre hacía lo correcto, algunas veces cometía errores. Errores muy graves. Sintió como si las paredes se cernieran sobre ella. El aire de la estancia pareció solidificarse mientras él la miraba fijamente. No podía hacerlo. No era correcto que ella quisiera… —Señor Rourke, no puedo aceptar su oferta. Es…, no es posible que me convierta en su… Se interrumpió y meneó la cabeza sin dejar de mirarlo antes de darse la vuelta. ¡Por el amor de Dios, casi lo había dicho en voz alta! Sencillamente, no era posible; ella no podía ser la esposa de nadie. No era adecuada para ese papel. El matrimonio no era su destino y sería mucho mejor que se lo dejara claro al señor Rourke en ese momento. Además, estaba segura de que él no la querría si supiera lo que había hecho. Darius Rourke era un hombre rico y poseía propiedades importantes; necesitaba herederos. Debía conseguir una esposa sensata, una mujer capaz de criar a sus hijos y, sin duda, no sería ella. Ni siquiera debía considerar tal opción. Pero, si seguía mirándolo a los ojos un solo segundo más, su determinación flaquearía. Tenía que salir de allí. Su instinto le gritaba que se alejara de él y de su dominante presencia antes de que dijera una sola palabra más. Era demasiado convincente. El breve interludio cuando estaban recogiendo fresas se lo había demostrado. Y el problema principal era que a ella le gustaba que le diera órdenes. Le gustaba demasiado. —Papá, vámonos. —Tomó a su padre del brazo y tiró de él hacia fuera. En la puerta, se detuvo; sintió un gélido estremecimiento en la espalda, suave como una caricia. —Me está decepcionando, Marianne. —La voz del señor Rourke era seca ahora. Constatar que a Darius Rourke no le gustaba que le dijeran «no» no resultó ninguna sorpresa. Se quedó paralizada y cerró con fuerza los ojos mientras rezaba para sus adentros. —Lo siento, señor Rourke —susurró sin darse la vuelta—. No puedo… — Se tambaleó para atravesar el umbral y huyó de la casa, arrastrando a su padre con ella. En cuanto se marcharon los últimos invitados, Darius se sentó detrás de su escritorio y comenzó a escribir. Se mostró tranquilo pero firme cuando llamó a un lacayo para darle las instrucciones pertinentes para que entregara la misiva. Le había sorprendido la negativa de Marianne, pero esa sería la única vez que le pillaría por sorpresa. Sin embargo, no era eso lo que le preocupaba; no sabía cómo ser más persuasivo y, aun así, tenía que conseguirlo. Haría lo que fuera para conquistarla. Aunque Marianne George no lo había aceptado, él había intuido —en realidad visto— una grieta en la armadura tras la que se cobijaba. Tendría más éxito la próxima vez, se colaría bajo su piel, la obligaría a reconocerle, a aceptarle. Acabaría obteniendo su consentimiento. No era tolerable ninguna otra alternativa. Marianne miró a su alrededor. La destrucción a la que estaba sometida su vida era claramente visible en la habitación y quiso llorar, ceder a la autocompasión. Sin embargo, sabía que la ruina de su familia era culpa suya. Su padre había caído sobre el diván con medio cuerpo fuera, demasiado borracho. La comunicación que acababa de leer le había hecho desplomarse. La había llevado un alguacil. Solo les quedaban tres días. Después, el hombre regresaría acompañado de funcionarios de los tribunales para conducirles a la prisión de Marshalsea, en Londres. Tomó el papel y volvió a leerlo; las deudas impagadas eran un crimen penado con la cárcel. Su padre era un… criminal. Solo había un acreedor en aquella lista y eso le resultó extraño. No reconocía el nombre. Comenzó a dar vueltas a las posibilidades que se abrían ante ella, intentando encontrar una solución. Quizá lord Rothvale pudiera echarles una mano. Era un hombre influyente y muy amable. Le conocían de toda la vida y su hija, Byrony, era su mejor amiga. Alzó las manos en el aire en un gesto de frustración. ¿Cómo podía estar pensando eso? No podía molestar a sus amigos con esa cuestión. Salió de la casa. Tenía que moverse y lo mejor sería pasear frente al océano. Sentía cierta debilidad en las piernas cuando comenzó a andar, pero cuanto más se acercaba al majestuoso mar, más fuerte se sentía. Una vez que la gran masa azul estuvo ante sus ojos, respiró hondo. El mar la apaciguaba; siempre había sido así, la confortaba como ninguna otra cosa. Se acercó a la rocosa costa, buscando aquella paz que la relajaría, hasta que se detuvo sobre un gran saliente frente al agua. Comenzó a recordar. La vergüenza era lo que peor llevaba. No le preocupaba lo que tendrían que soportar en Marshalsea, era la vergüenza lo que la mataba. Eso y la cruel realidad de saber que si iban a la cárcel no cambiaría nada. Jonathan no regresaría; su padre no recuperaría su respetabilidad; su madre seguiría muerta. La devastación de su existencia era absoluta y nada podía arreglarlo. Sufría por la pérdida y se dio cuenta con repentino dolor y desesperación de que jamás se libraría de aquella sensación de culpa. Ni siquiera podría disfrutar de la tranquilidad que le proporcionaba el mar. Renunciar a eso sería lo más difícil. Se dejó llevar por el llanto mientras intentaba memorizar cada una de las sensaciones que disfrutaba en ese momento. El olor a sal, a algas marinas; la brisa que le secaba las lágrimas que resbalaban por sus mejillas; el sonido de las olas que salpicaban su falda; toda aquella inmensa variedad de tonos de azul. «¿Me oyes, Jonathan? Nos vamos a marchar muy pronto y no podré volver por aquí en mucho tiempo. Estoy muy…». —No tiene por qué ser así, Marianne. Ella giró la cabeza y se secó con rapidez las lágrimas con los nudillos. —¡Señor Rourke! Me ha asustado. —V olvió a mirar al mar para que él no pudiera verle la cara. ¿Por qué estaba allí? ¿La habría visto salir y la había seguido? —Me disculpo por haberla asustado, pero no por mis palabras. Ella no respondió ni aceptó su disculpa. Permaneció con la vista clavada en el océano. El viento y las olas impactaban contra las rocas, debajo de ella, igual que hacían desde hacía siglos. «¿Jonathan?». —Me he enterado de que han recibido la visita del alguacil y sé cuál es la causa. Por supuesto que lo sabía. Todo el pueblo lo sabría a esas horas. Incluso así, las palabras de reconocimiento se negaban a salir de su boca. ¿Y qué podría decirle de todas maneras? Paralizada, continuó haciendo lo que hacía antes de que él se acercara. Se enfrentó al viento, se regocijó en el batir del oleaje y permaneció en silencio. —¡Santo Dios, Marianne! ¡Estamos hablando de ir a prisión! Tendrá que vivir en una cárcel sucia y maloliente. Una celda impura, apestada, a mucha distancia de su casa y de lo que ha conocido durante toda su vida. «Lo sé». Ella asintió apenas con la cabeza; seguía siendo incapaz de mirarlo. —¿Me ha seguido hasta aquí para decirme eso? —Habló hacia el mar y pensó en lo cruel que sonaba la voz de él. Seguramente seguía enfadado porque le hubiera rechazado. —No, no la he seguido por eso —afirmó él con suavidad. —Entonces, ¿por qué está aquí, señor Rourke? —Quería recordarle que está en su mano detener esta locura, Marianne. Usted puede pararlo todo. Lo sabe. La cuestión es ¿lo hará? —Su voz se perdió entre el susurro de la brisa del océano. ¡Oh, santo Dios! ¿Había entendido bien? ¿Todavía quería que fuera su esposa? ¿Estaba insistiendo después de que le hubiera rechazado? ¿Un hombre tan orgulloso como él estaba dispuesto a volver a proponérselo? ¿A rebajarse de esa manera? Increíble. Todavía seguía paralizada, temerosa de mirarlo. —Por favor, Marianne, míreme. Enséñeme su hermoso rostro. Ella comenzó a respirar entrecortadamente. Notó un súbito calor por todo el cuerpo y sintió un hormigueo en la piel. Él se había acercado más y ahora estaba de pie justo detrás de ella. Tan cerca que podía oler el aroma de su colonia. —Hágalo. Dese la vuelta y míreme. Quiere, Marianne. Sé que quiere hacerlo —susurró él, tan próximo que sentía su aliento en el cuello. Él tenía razón. Quería. Cuando comenzó a girarse, se formó una ardiente quemazón entre sus piernas. Lo vio inhalar como si estuviera oliéndola. Lo observó esbozar una tierna sonrisa a pesar del fuego que brillaba en sus ojos. —Ha estado llorando. —Él sacó un pañuelo del bolsillo y se lo pasó con suavidad por las mejillas—. No me gusta que llore. Y creo que sé la razón. —Se inclinó hacia ella—. Déjeme ocuparme de usted, Marianne. Y también de su padre. No tendrá que inquietarse por nada. — Ladeó la cabeza y se aproximó todavía más—. Cásese conmigo. Decirle lo que tenía que hacer no parecía ser un problema para él. Lo vio sonreír lentamente y asentir con la cabeza, como si estuviera instándola a aceptar. Sabía que estaba forzándola con atrevimiento a acatar su voluntad, pero lo hacía de tal manera que ella quería hacerlo. ¡Santo Dios, era tan guapo! Un mechón de brillante cabello n***o cayó sobre su frente y ella deseó estirar el brazo para retirarlo. ¿Cómo sería sentir su pelo entre los dedos? Sin duda alguna el señor Rourke quería atraparla y era un seductor muy diestro. Ella supo que resistirse era una empresa imposible por su parte. Su deseo era mucho más indomable que intentar conquistar a una bestia. Resultaba todo un alivio dejarse vencer por él. Su voz cadenciosa le calmaba la piel caliente como fría seda, mientras la impulsaba a hacer justo lo que ella quería. Si fuera honesta consigo misma reconocería que lo más fácil y cómodo era dejarse llevar por su dominación. Era tranquilizador. Un desahogo. ¡Oh, sí! Hacía aflorar sentimientos que jamás se había permitido. Él sería bueno para ella en ese sentido. Y más importante aún, casarse con Darius Rourke le permitiría salvar a su padre. Ese matrimonio le proporcionaría una manera, aunque insuficiente, de expiar lo que había hecho. Se enderezó, decidida a aceptar la oferta antes de cambiar de idea. Se le escapó un estremecido suspiro al pensar en pertenecerle. La manera en que la miraba la llevaba a imaginar lo que haría con ella. Sin duda sería como un ratoncito atrapado entre las garras de un gato indomable y agresivo. Y , cuando llegara el momento en que el gato devorara al ratoncito… Rezó para no lamentar haber tomado esa decisión. —Señor Rourke… A-acepto. Me casaré con usted. —¿Sí? —Sus ojos se iluminaron en respuesta. Las chispas que emitieron la incitaron a responder con más seguridad. —Sí. «Muy bien, buena chica. Eso es lo que quieres. Tenía razón sobre ti». Darius tomó la mano de Marianne y la atrajo hacia su cuerpo. Besó la fría piel al tiempo que acariciaba con el pulgar sus elegantes dedos. Percibir tan cerca la esencia de su carne amenazó con avasallar sus sentidos. Permitió que el deseo se apoderara de él… Notó cómo la sangre bajaba y le endurecía sin remedio. ¡Santo Dios, qué bueno era! Podría quedarse allí, mirándola, aspirando su delicado perfume, acariciando su piel… Jamás se cansaría de eso. Tenerla era una recompensa en sí misma. La besó en la mano otra vez, demorándose un poco más de tiempo con los labios para saborear su esencia natural en la sedosa piel. —Me ha hecho muy feliz, Marianne. Vayamos a comunicar a su padre las buenas noticias. Cuando ella alzó aquellos luminosos ojos azules para mirarlo, él se quedó conmocionado. Le parecía una mujer preciosa. Era la única… La única mujer cuyos secretos quería conocer. Anticipar cómo sería poseerla por primera vez hizo que le diera un vuelco el corazón. Su inocencia requeriría de mano suave, por supuesto. Y nada le gustaría más que ser tierno con ella. Sería muy cuidadoso con su iniciación en los placeres de la carne. Y su necesidad de conocerla era incontenible. En su imaginación surgían lujuriosas imágenes de todas las maneras en que poseería su hermoso cuerpo, de cómo satisfaría finalmente sus deseos después de tantos años anhelándola.
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